Vindicación del parásito social

Para Carlos Reyes Ignatov
 

El ejército es el que, al final, hace de ti un ciudadano; sin él, aún tienes una posibilidad, por mínima que sea, de seguir siendo un ser humano. Si hay alguna razón en mi pasado para sentir orgullo, es la de que llegué a ser un convicto y no un soldado. Incluso por haberme perdido la jerga militar ―lo que más me preocupaba―, fui generosamente compensado con la de los delincuentes.

Joseph Brodsky


Aunque el ejército al que se refiere el poeta judío-ruso es el que aplastó ―literalmente bajo los tanques― la insurrección popular de Hungría en 1956 y la Primavera de Praga en 1968, su afirmación alcanza su plena verdad en el contexto de los acontecimientos del último siglo. Cuando Brodsky, ya en su exilio, escribía su esbozo autobiográfico Menos que uno (1976), los Estados Unidos trataban de zurcir las heridas que la derrota en Vietnam había infligido a su orgullo imperial; poco después sus soldados emprenderían nuevas “misiones” (Irak, Afganistán). Cabe recordar que contra la guerra en Vietnam y la movilización militar de los jóvenes estadounidenses participaron activamente los parásitos sociales: los beatniks, los hippies, Malcom X…

La ciudadanía está inscrita siempre en el Estado. La ciudadanía moderna enraíza en la nación de Estado. La esencia del mito de la identidad nacional ―de lo alemán, lo italiano, lo ruso, lo chino, lo británico, lo francés o lo estadounidense― y el consiguiente patriotismo, se decantan en sus ejércitos, como pusieron en evidencia el nazismo, el fascismo, el nacional-comunismo y los guardianes del “mundo libre”. 

Esta pertenencia de la ciudadanía a la nación, que vale tanto para el Estado imperialista como para aquel que solo guarda sus fronteras a fin de evitar que soldados de los “pueblos hermanos” las traspasen, ofrece a la crítica de la política una cuestión inquietante: Si se supone que el ejercicio de la ciudadanía es una apertura hacia la convivencia democrática, y si esta implica el reconocimiento y convivencia con el otro, el diferente, el extraño ―pero en ningún caso asimilación ni integración― ¿es posible romper el lazo que ata la ciudadanía al Estado nacional? 

Para que sea posible esta ruptura, no basta sin embargo la mera proliferación de las nacionalidades dentro del Estado ―el sueño del Estado plurinacional―, ni su superación ilusoria en la nación-crisol que recibe a inmigrantes ―solamente los “legales”, por supuesto― de todas partes del mundo, ni la organización supranacional que mantiene en su seno las tensiones entre estados diferentes. Menos, todavía, la mera retórica de una declaración de “ciudadanía universal”. La utopía de una ciudadanía democrática requeriría la destrucción de la nación y de su Estado para sustituirlos por una forma de organización política desnacionalizada, por completo des-naturalizada, sin fronteras ―quizá sea esto lo que anuncia la utopía de lo “glocal”, lo global-local.― ¿Puede haber una ciudadanía liberada a la vez de la sumisión a lo natural ―el lugar y el momento del nacimiento, el azar de la filiación― y de la obediencia política? ¿Puede haber ciudadanía sin nación? ¿Una política sin obediencia?

Brodsky no tiene por qué ir tan lejos en la vía de la utopía cosmo-política, no es su asunto. Se detiene en cambio en la afirmación de la libertad del individuo. “El servicio en el ejército soviético dura de tres a cuatro años y nunca conocí a nadie cuya psique no quedara mutilada por la camisa de fuerza ―mental― de la obediencia”, con la excepción, añade, de algunos músicos de las bandas militares y dos comandantes de tanque que se volaron los sesos en Hungría. Ni los regímenes despóticos de la escuela o la fábrica logran lo que el ejército: la sumisión total… ¿Solo los ejércitos de los regímenes totalitarios logran este grado de sumisión de los ciudadanos (siempre nacionales)?

El ejército, aparte de la estructura piramidal y de la línea de mando vertical desde la cúpula ―lo que entraña la obediencia aun hasta el absurdo―, es un conglomerado de individuos no deliberantes. No es la única institución con esta estructura. Pero ese conglomerado de mutilados psíquicos sometidos a la obediencia constituye la columna vertebral del Estado autoritario y es el modelo de sus instituciones, entre ellas y en primer lugar, el partido… ¿Solo en los Estados autoritarios?

El régimen de la fábrica disciplina también al trabajador, a su cuerpo obediente, y también mutila su psiquis. El trabajador está sujeto al control despótico de la gestión que se hace en nombre del capital ―privado o estatal―, y a la disciplina que impone la dinámica del proceso de producción: la técnica, las máquinas. Esto, que ya lo había visto Marx, sustentó las expectativas de una inversión dialéctica: la conversión de la obediencia en la disciplina revolucionaria necesaria para alcanzar el poder político y, en consecuencia, la democracia social, como suponía la utopía comunista. Lo que vino después no fue la democracia, sino el despotismo bajo la forma de sumisión al Estado, al partido, al dictador… Lo cual pone en cuestión, entre otras cosas, a la dialéctica y sus inversiones como método de previsión del curso histórico.

Con ironía, Brodsky narra la contigüidad de las paredes grises, la infinita línea azul pintada en ellas a la altura de los ojos, la ubicuidad de las imágenes de Lenin y todavía más de Stalin, la vida gris sometida al plan, al centralismo despótico. Evoca los edificios, tan semejantes entre sí, de la escuela, la fábrica de armamentos ―en la que por momentos reinaba el desorden, pese a todo―, el hospital en cuya morgue trabajó por un tiempo, y finalmente la cárcel a la que fue a parar por parásito social, es decir, por no tener ni ocupación, ni profesión, ni diploma alguno. Por ser solo poeta. Por no ser ciudadano.

Desde el momento en que se puso de pie una mañana en media lección y abandonó la escuela a los quince años, hasta la expulsión de su país, Brodsky encara al Estado autoritario para afirmar radicalmente su soberanía. No hay poesía sin soberanía individual. Sin esta libertad sería imposible escuchar las palabras de la tribu que deben ser salvadas, pues esa es la misión irrenunciable que tiene el poeta de verdad: “fui generosamente compensado con [la jerga] de los delincuentes”, dice Brodsky.  

El Estado autoritario no puede tolerar el gesto soberano del poeta. Al debilitar la voluntad de poderío ―puesto que se quiere tan poco, apenas un cierto dominio del lenguaje para salvarlo del desastre reinante―, ese gesto deviene acto subversivo y corroe el sistema de obediencia. Los poetas no son, por supuesto, los únicos parásitos sociales, pero son ejemplares. A los parásitos, el Estado autoritario (¿sólo el Estado autoritario?) tiene que encerrarlos, deportarlos, exterminarlos… Pero los parásitos siempre acaban por vencer el despotismo, a su manera.


[Publicado originalmente en la revista Trashumante (I), No 7. 2010.]