Soberanía y República

1789 es un símbolo histórico, al menos para Occidente: en Francia se instaura la República y consuma el acontecimiento revolucionario con la decapitación del rey. En tumulto, el pueblo asiste a tal decapitación como si concurriese a una fiesta. La soberanía, se supone, pasa del monarca al pueblo, por ello la democracia debía ser la forma de organización política de la República. Solo así el soberano, es decir, el pueblo, podría tomar a su cargo la “res publica”.

Al parecer, la República solo puede existir en crisis. La ficción de la soberanía popular está en el sustrato de esa crisis: ¿cómo se ejerce, qué es “el pueblo”? Quizás la fórmula más precisa para definir al soberano sea la acuñada por Carl Schmitt: soberano es quien detenta el poder de declarar el estado de excepción. El alcance que adquiere el estado de excepción es materia de los debates más complejos de la filosofía política y el derecho contemporáneos. Y también de la práctica cotidiana de la política. Sea por la vía de la delegación plebiscitaria, sea por la del golpe de estado, se transfiere la soberanía al dictador, desde “el pueblo” y las instituciones que representan su hipotética soberanía.

Se suele recurrir a la imagen del cuento de Andersen “El traje nuevo del emperador” para señalar los momentos en que se desnuda tal traspaso de soberanía. Esto puede suceder a través de elecciones y plebiscitos (no de otra manera concentraron todo el poder un Mussolini o un Hitler), o a través de la renuncia de los parlamentarios (diputados, asambleístas) a su función legislativa y de control. O puede suceder a través de un golpe de estado.

A veces, en medio de la crisis, la República parece resucitar desde una suerte de agonía. Berlusconi es sentenciado por sus delitos de corrupción, chantajea a la República italiana, amenaza con liquidarla, pero finalmente la mayoría de sus diputados y senadores lo “traiciona”. Berlusconi ha dejado de ser el “emperador”, aun dentro de su partido.

A veces, por el contrario, la República naufraga. Que me perdonen los venezolanos, pero en la patria de Bolívar la República parece haber llegado a su más grotesca caricatura: la Asamblea se apresta a delegar la soberanía a un gobernante que más bien se asemeja a un mal actor en el papel de Ubu Rey de Jarry. En Argentina, se ausenta la Presidenta por razones de salud, y pasa el Gobierno, no a manos del cuestionado vicepresidente, sino del “círculo íntimo” en cuyo centro aparece su hijo. De Kirchner a la viuda, y de esta al hijo: ¿monarquía hereditaria? El neopopulismo corroe la República, corrompe al “pueblo” a través de la demagogia, el clientelismo, la propaganda. Destruye la ciudadanía, reduce a los sujetos a una suerte de eterna minoría de edad. El soberano, el dictador o el caudillo dicta la regla: quien no se somete, es enemigo, es traidor. Mas, ¿quién le dicta la regla a él? ¿Acaso es en verdad el soberano?


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