(A propósito de la censura y la «Inquisición» en Ecuador)
Más allá de la posible contradicción en que habría incurrido el ex vicepresidente Lenin Moreno en sus entrevistas concedidas la semana pasada a Ecuavisa y a radio Visión, o de su supuesta aclaración o rectificación en la segunda de estas con respecto a la primera —asuntos sobre los que ha habido algunos comentarios en la prensa y en las redes sociales ecuatorianas—, me parece que sus opiniones merecen tomarse en cuenta para insistir en lo que realmente está en juego en el Ecuador a propósito de la persecución al caricaturista Xavier Bonilla —Bonil— por parte del Gobierno.
Dado que no estoy en Ecuador, no he escuchado directamente ninguna de las dos entrevistas, de tal forma que me basaré en algunas notas de prensa, pues de todas maneras no me referiré al «valor» de las opiniones de Moreno, sino al hecho de que son precisamente opiniones, y no aseveraciones, es decir, no son enunciados con valor de verdad. Moreno, según esas notas, habría dicho inicialmente en Ecuavisa que, según su criterio, la caricatura de Bonil por la que fueron sancionados tanto él como el diario El Universo por la Superintendencia de Comunicaciones, no habría tenido «intención de afectar socialmente ni humanamente al [asambleísta y ex deportista Agustín] Tin Delgado», y luego, en Visión, habría «aclarado» que la caricatura le parecía «de mal gusto y hasta un poco grosera». En la «aclaración», por tanto, ni siquiera afirma que a su juicio la caricatura fuese injuriosa o que mereciese ser sancionada por «discriminación socio-económica». No obstante la «aclaración», Moreno, pese al flirteo que probablemente hace a sus compañeros de Alianza País, los cuales le salieron al paso «con cariño y respeto» por sus primeras declaraciones, no sugiere en ningún momento que Bonil por su caricatura mereciese proceso alguno de censura, ni menos aún que se le debiese entablar un juicio penal a causa de una supuesta «discriminación socio-económica». Lo cual de suyo es importante, porque aunque de una manera indirecta, Moreno está apuntando a la arbitrariedad que subyace en el proceso de la SUPERCOM contra Bonil y el diario El Universo y al supuesto «delito» por el que podría ser enjuiciado penalmente Bonilla.
Vamos por partes. Lo que ha expresado Moreno no son sino juicios de valor «estético» sobre una caricatura, son opiniones que se sustentan en sus gustos, sus preferencias estéticas y, si se quiere, morales. En ese ámbito, sus evaluaciones, como las de cualquier otra persona, no tienen valor de verdad sobre la caricatura, ni sobre ningún objeto. No afirman nada sobre el significado de la caricatura, sobre su «mensaje»; aseveran solamente cual es la percepción de quien expresa su juicio, en este caso Lenin Moreno. Y dado que, como dice la sabiduría popular, «en gustos y en colores no mandan los doctores», no cabe sacar ninguna conclusión respecto del «significado» ni respecto del «valor» estético o moral de la caricatura. Si a Moreno, o a cualquier otra persona, no le gusta la caricatura de Bonil, pues bien, que exprese —si es que así lo desea—su disgusto y ahí debería concluir el asunto. Con base en las percepciones, en las opiniones «estéticas» o «morales», no cabe ningún proceso, ni siquiera por injurias. En realidad, no se trata ni de la verdad o veracidad del «contenido» del «mensaje» de la caricatura, y ni siquiera de las percepciones subjetivas que una persona o un grupo de personas, incluso si este grupo es la «mayoría», tienen sobre tal «contenido».
Pero este no es el asunto que está en juego en la sanción a Bonil, en la persecución de que es objeto. El asunto es otro: la censura. Lo que cabe preguntar al ex vicepresidente es: ¿Cuál es su posición, señor Moreno, sobre el proceso a Bonil en la Superintendencia de Comunicación y Comunicación —SUPERCOM—, sobre el “informe” del Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y la Comunicación —CORDICOM—; cuál su posición acerca del envío de ese informe a la Fiscalía como posible antecedente para algún procesamiento penal contra Bonil? ¿Cuál es su posición, señor Lenin Moreno, sobre la censura, sobre la Ley de Comunicación vigente en el Ecuador, sobre las disposiciones penales que se esgrimen hoy día para amenazar a Bonil, a los caricaturistas, a los periodistas, a quienes emiten sus opiniones en la prensa o en las redes sociales?
Se trata de la censura, de la persecución a quien critica, a quien se opone, o —en el caso concreto de la caricatura por la que es procesado Bonil— a quien pone en evidencia la participación acrítica y sumisa de los asambleístas de Alianza País y de sus aliados. Se trata de cumplir, además, una orden que emana de las alturas: «¡Enjuicien a Bonil, castíguenlo!». Todos sabemos, y por supuesto también lo sabe Lenin Moreno, quién pronunció la orden y cuándo la pronunció.
Porque sabemos que todo el proceso contra Bonil es el cumplimiento de una orden, no nos sorprenden los malabares mentales, la retorcida retórica y la estulticia recubierta de una palabrería supuestamente «técnica», «semiótica», «experta», del informe del CORDICOM, con base al cual el Superintendente (es decir, en lenguaje directo, el comisario de comunicaciones del Gobierno ecuatoriano, entendiendo por «comisario» las dos primeras acepciones del término en el Diccionario de la RAE) sancionó a Bonil. Según el galimatías, que no otra cosa es tal «informe», los «análisis» semiológicos del «mensaje» «icónico-visual» [¡sic!], que tomarían en cuenta los «contextos», concluirían que el «contenido» de la caricatura entraña una «discriminación socio-económica», que de acuerdo al actual Código Penal es un delito que se sanciona con prisión. Cualquier estudiante universitario que haya aprehendido las bases mínimas de las teorías semiológicas o semitóticas y que haya leído el galimatías coincidirá conmigo en que un «informe» sobre el contenido de una caricatura que fija un sentido único, más aún, que dice que ese sentido único entraña una «discriminación socio-económica» es o un disparate o una superchería o las dos cosas a la vez. ¿Cuáles son los «contextos» en los que se recibe el mensaje de una caricatura? ¿Acaso la simple enunciación de «contextos» empíricos en los que se recibió y comprendió el mensaje de la caricatura no señalan ya un abanico de diferencias que impide cualquier «significado» o «sentido» único? Basta señalar que uno es el «contexto» de los funcionarios encargados de cumplir la orden del caudillo de perseguir y castigar a Bonil, y otros por completo distintos los contextos de los miles de ciudadanos que durante varios días pudieron ver la caricatura de Bonil. A quienes les gustan las encuestas podrían hacer un ejercicio para constatar el abanico de percepciones a que habrá dado lugar la caricatura.
Pareciera que los notables «académicos» del CORDICOM y sus asesores, pese a sus galimatías «semióticos», desconocen algo muy simple, que han reiterado precisamente las teorías semióticas, retóricas y hermenéuticas: que el sentido o significado de los mensajes es abierto, plural, sobre todo si estos mensajes no son enunciados apofánticos (como lo son, por ejemplo, los siguientes: «dos más dos son cuatro», «la tierra gira en torno del sol», o «el hombre es un animal racional»; y nótese que sobre el valor de verdad de los dos últimos ejemplos se podría debatir). Como sea, una caricatura no es un enunciado apofántico, no es una aseveración sobre un referente. Tampoco, por supuesto, es una orden (como la mencionada: «¡Castiguen a Bonil!»). Como mucho, es una insinuación, y sobre todo es un mensaje irónico, satírico, o incluso, como diría Moreno en el caso específico, «grotesco». Aún más, tiene algo de juego infantil. El sentido de una ironía es por principio indecidible. La retórica clásica entendía que la ironía era una manera de expresar algo a través de su contrario, que su significado era «la negación» de lo que se afirmaba. Y aun esto llegó a parecer insuficiente, pero la ironía es ante todo negatividad. ¿Qué decir de una sátira?, ¿o de lo grotesco, de lo que tiene la condición abisal de la gruta, que es de donde viene el término? Por consiguiente, o el fundamento «teórico» y «metodológico» del «informe» del CORDICOM es un disparate producto de la estulticia o de la ignorancia, o es una superchería destinada a cumplir un mandato del soberano, del caudillo, del poderoso. No creo que los miembros del CORDICOM o sus asesores sean «estúpidos», de ninguna manera; lo que aquí debe preocuparnos es por el contrario que el cumplimiento de la orden que emana del caudillo les lleve a semejante grado de absurdo en sus «informes».
Otra manifestación de la estulticia derivada del cumplimiento a rajatabla de la orden, o de la mala fe, dominantes en la Superintendencia y el Consejo, servirá para insistir en la superchería «teórica y metodológica» a la que me refiero: la condena de la Superintendencia a una caricatura de Olafo el Amargado, en la que el vikingo dice a Helga que no es su cocinera, sino su chef. ¿Cuál es el sentido de esa caricatura? ¿Acaso se puede concluir que se trata de una expresión sexista? ¿Qué es «sexista», la caricatura o la frase de Olafo? Ni siquiera se puede decidir, en estricto sentido, si la expresión de Olafo es «sexista», si es «machista»: es un juego de imágenes y palabras que se podría percibir, a la vez, como «machista» y como «reivindicativo» de las cualidades de Helga como cocinera. ¿De cuándo acá una reivindicación de las habilidades culinarias es per se «sexista»? Pero si fuera evidente el contenido sexista de la frase de Olafo, ¿cuál es el significado de la caricatura en tanto tal? ¿Qué quiere decirnos Browne, el caricaturista?: ¿que Olafo es machista, o que Olafo ironiza a su mujer, o que Helga es una experta o extraordinaria cocinera? ¿Acaso toda la caricatura no es juego de sentidos que se cruzan y se niegan?… En rigor, el significado o el sentido de una caricatura es indecidible.
Por el contrario, los informes y pronunciamientos del CORDICOM y del Superintendente no lo son: están encaminados al cumplimiento de la orden, a la persecución de los disidentes o los críticos, a la censura. Ni más ni menos que los «informes» del Tribunal del Santo Oficio, la nefasta Inquisición, en su época. ¿No mandaban estos, por caso, a la hoguera a las «brujas», a los «hechiceros», o simplemente a los que no creían en el Purgatorio —ese invento de la Iglesia de Roma en el siglo XII—, o a los que ponían en cuestión algún sacramento o algún dogma? ¿No eran acaso los inquisidores del Santo Oficio «expertos» en la ortodoxia, en cuestiones de fe, en encontrar el «significado» torcido, opuesto a lo «recto» [¡como hoy, los expertos de lo políticamente correcto!], «expertos teórica y metodológicamente» por tanto para examinar los gestos y los enunciados pronunciados o escritos por aquellos a los que torturaban y sentenciaban? ¿No obedecían la orden del Papa de acabar con los herejes, con los albingenses, los cátaros?… Ni más ni menos que los «informes» de los peritos y expertos que mandaron a la cárcel, al exilio o a la muerte a los disidentes en los regímenes fascistas o en el estalinismo, o en las dictaduras del Cono Sur. Ni más ni menos que los «informes» de los peritos de las «agencias de inteligencia»… ¿Qué cumplen la ley? ¡Claro que la cumplen! El problema es que la Ley de Comunicación emanó de la orden del caudillo, y que este no cesa de ordenar, sábado tras sábado, cómo debe cumplírsela.
Si hay consejeros-comisarios —recuerdo que «comisario» se usa aquí con los significados de la primera y segunda acepciones del DRAE, es decir, funcionario que cumple órdenes, funcionario encargado de la policía «criminal», porque además se trata de «criminalizar» al pensamiento libre — que suscriben sin ruborizarse semejantes informes, semejantes disparates, y si cuando menos algunos de ellos son «académicos», incluso profesores universitarios de ciencias de la comunicación, cabe preguntarse: ¿qué lleva a académicos, a profesores universitarios, a actuar de una manera tan ajena a la honradez intelectual, tan poco ética? ¿Hasta dónde conduce la “servidumbre voluntaria”, la sumisión ante el poderoso de turno? Desde luego, todos los gobiernos autoritarios, todos los regímenes despóticos, han tenido sus intelectuales serviles, sus académicos sumisos, dispuestos a legitimar las acciones de los poderosos, de los caudillos. También, por supuesto, a ejercer de inquisidores.
Han pasado semanas desde la sentencia dictada por el Superintendente-comisario de Comunicaciones del Ecuador contra Bonil y no me pasa el asombro ante el ridículo que entraña tal acto: ¡el caricaturista y el periódico son sancionados porque a juicio de unos inquisidores una caricatura discrimina socio-económicamente! Se lo cuento a algunos intelectuales amigos de otras partes, y al principio no lo creen. Piensan que caricaturizo. Se echan a reír, y solo luego entienden lo que está en juego: la perversidad de la orden emitida desde el poder, por el caudillo. ¿Cómo puede una caricatura contener una discriminación socio-económica? Y en concreto, ¿cuál es, dónde está tal discriminación en la caricatura de Bonil?
Aunque no estemos de acuerdo con él, concedamos a Lenin Moreno que la caricatura «es un poco grosera» a fin de hacer ver la barbaridad «jurídica» de la SUPERCOM: ¿cómo así algo que es considerado «un poco grosero», consideración esta que está en el plano de la percepción (por tanto, esencialmente subjetiva) de un enunciado o de un gesto en la intercomunicación entre personas, puede ser «discriminación socio-económica»? Lo que considero un mensaje «un poco grosero» puede llevarme a dirigir un reclamo a quien me dirige tal mensaje, a interpelarlo por las razones de su descortesía, o a un pedido personal de aclaración y hasta de excusa, como cuando me dirijo a un amigo, a un familiar o incluso a un vendedor de almacén, y le digo que sus palabras o su gesto han sido «un poco groseros». Si somos sensatos, no se nos ocurriría ni siquiera correr a poner una demanda por «injuria calumniosa» ante un gesto o unas palabras «un poco groseros» ante ningún tribunal, ¿verdad?
¡Pero este régimen ha montado una legislación que permite que aquello que a ciertas personas pueda parecerles «un poco grosero», e incluso «muy grosero», se convierta en delito por orden del caudillo! Porque la «discriminación socio-económica», de acuerdo con el Código Penal, es un delito sancionado con cárcel. Y este es el meollo del asunto: que hoy tenemos en el Ecuador un régimen político autoritario que ha creado, con la complicidad de supuestos «demócratas», «revolucionarios» y «académicos», un entramado legal para perseguir a los críticos, a los opositores, a los disidentes. Bonil no es sino la víctima escogida para ejemplarizar los propósitos y los alcances de la ley y de la orden del caudillo. Que quede claro: no se trata de sancionar una supuesta grosería de un caricaturista, lo que está en juego es el silenciamiento de todos aquellos, sean mayoría o sean minoría, que están en desacuerdo con el régimen. Se trata de impedir las preguntas en torno a lo que hace el gobierno, a cómo se gobierna, y no se diga las preguntas sobre cómo se manejan los recursos del Estado. Ese es el asunto.
Por ahora, las persecuciones no terminan en el asesinato. Sin embargo, ya se amenazó a un joven por sus «memos», ya se amenazó a Bonil. Hay por desgracia innumerables sucesos en la historia que deben tenernos en alerta: cuando el demagogo, cuando el caudillo recurre al resentimiento social, cuando despierta en la masa el odio, se está a las puertas del crimen. Este resentimiento, este odio contra aquello que la masa no conoce, pero que es señalado por el caudillo como el enemigo, es el instrumento del terror fascista y también del terror de los fundamentalismos.
Alguno puede preguntarse si se darían cuenta los «demócratas», «revolucionarios» y «académicos» que votaron en la Asamblea Nacional la actual ley de Comunicación y las disposiciones del Código Penal, de los alcances de tal legislación. Durante estos ocho años estos «demócratas, revolucionarios y académicos» han argumentado que los grandes propósitos de la «revolución ciudadana» están por sobre los «pequeños incidentes» del proceso. Día tras día habrá que recordarles a tales «demócratas, revolucionarios y académicos» que ese ha sido el viejo argumento de quienes se han acomodado junto a los poderosos, junto a quienes, en nombre de los grandes principios o los grandes objetivos de la emancipación humana, han ejercido y ejercen la tiranía sobre las sociedades a las que supuestamente van a liberar. Es el viejo argumento de los intelectuales que sirvieron al fascismo o que justificaron el estalinismo. Que el núcleo de funcionarios del poder, que forman parte del entorno del caudillo, diseñara tal entramado jurídico, es del todo comprensible; lo que no se entiende ni se justifica es que supuestos «demócratas, revolucionarios y académicos» contribuyan tan acríticamente a la creación de un régimen jurídico antidemocrático, a ponerlo en marcha, a cumplir la orden del caudillo.
En su visita a Ecuador, el constitucionalista italiano Luigi Ferrajoli dijo algo que merecía una atención especial por parte de la opinión pública, pero que pasó en general desapercibido: la actual Constitución del Ecuador podría ser «la mejor del mundo», en cuanto a los derechos individuales y sociales se refiere, siempre y cuando contase con los debidos instrumentos que garantizaran, de manera independiente al Ejecutivo y al Legislativo, precisamente los derechos de las personas, los derechos de las minorías. Es decir, siempre y cuando hubiese una Corte Constitucional independiente de los demás poderes, siempre y cuando los jueces fuesen independientes… Dejemos de lado por ahora una posible discusión acerca del carácter quizás utópico de las tesis de Ferrajoli y de los juristas neoconstitucionalistas y garantistas. Dejemos de lado por ahora la discusión sobre la posibilidad o la imposibilidad de construir un régimen republicano en el Ecuador, en los países latinoamericanos, o incluso cualquier país en el mundo contemporáneo. Lo que es evidente es que la propia Constitución del 2008, y más aún el llamado “Régimen de transición” que vino con ella, crearon ya el ámbito para el ejercicio autoritario y arbitrario del poder. No hay ninguna garantía jurídica para las personas, para las minorías. No hay garantía constitucional. Y las leyes que han seguido a la Constitución —en el caso concreto que nos ocupa, la Ley de Comunicación— solo han continuado esa estrategia. De ahí el establecimiento de la censura, del tribunal de la inquisición (con sus dos componentes, CORDICOM y SUPERCOM). De ahí las amenazas, la persecución y los juicios contra Bonil y contra otros periodistas. De ahí la espada de Damocles del Código Penal que cuelga sobre las cabezas de quienes protesten, se opongan, o simplemente exijan que se dé cuenta de las acciones gubernamentales o de la mayoría de la «función legislativa» —si es que se puede llamar «función legislativa» a la sometida Asamblea Nacional, que hace de la orden del caudillo gobernante una ley. De ahí que la Asamblea Nacional no fiscalice. De ahí, también, todo el ataque emprendido por el gobierno ecuatoriano contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos…
El poderoso ordena, el subordinado cumple. La ley es la orden del poderoso: tal es el núcleo del autoritarismo. ¿Acaso el fascismo, el nazismo o el estalinismo no tenían sus leyes para perseguir, encarcelar y finalmente para llevar a la muerte a sus adversarios, a sus víctimas? ¿Acaso las persecuciones de la CIA, de la KGB, o cualquier otro instrumento semejante, no cuenta con sus leyes? Frente a esta ley del autoritarismo solo cabe la resistencia. Y la insistencia en otro orden legal: uno que surja del debate abierto, que asegure la libertad del pensamiento, de la palabra. Que no intervenga en absoluto sobre las esferas del juego, de esa condición infantil y humorística que debe ser preservada para propiciar la sensatez de los «adultos». Que no pretenda intervenir para determinar, por sobre el uso social, el significado de las palabras, que no intente normar cuándo debemos usar y cuándo no cualquier palabra. El control y empobrecimiento del lenguaje son instrumentos que van por el camino del fascismo.
No obstante, la persecución contra Bonil evidencia también la debilidad del poderoso. No solo la debilidad de la personalidad del caudillo, su manifiesta descomposición frente al humor, frente a la sátira o la ironía que se dirige contra él o su gobierno, sino ante todo su debilidad política. Debilidad, incluso, si es que todavía tuviese la adhesión de la mayoría de los ciudadanos —lo cual estaría por verse. ¿Acaso no es débil un régimen que teme al humor, a la caricatura, a la ironía? ¿Acaso puede reinar por mucho tiempo, aun si recurre al terror, un régimen que tiembla ante la risa del adversario?
Y para terminar, ¿acaso no debemos sonreírnos ante las vacilaciones del ex vicepresidente Lenin Moreno, ante los llamados de atención que «con cariño y respeto» le mandan desde las alturas para que se ponga «en orden»? Llevando una sonrisa en el rostro deberíamos preguntarle, no su percepción de una caricatura, sino: ¿Cuál es, señor Moreno, su posición frente al sistema jurídico impuesto por el régimen? ¿Cuál es su posición frente a los aparatos autoritarios de censura y de penalización de las opiniones, de la ironía, del humor? ¿Cuál es su posición frente a los tribunales inquisitoriales y los comisarios de policía de la mente y las creencias creados por este gobierno y la mayoría de la Asamblea?
[Publicado originalmente en el portal web Plan V. URL: http://www.planv.com.ec/historias/sociedad/que-cabe-preguntar-lenin-moreno-o-cualquiera/pagina/0/3]