[Texto leído con ocasión de la presentación del libro Iván Carvajal. Poesía reunida 1970-2004, realizada el 12 de noviembre de 2015 en el Centro Cultural Benjamín Carrión (Quito, Ecuador).]
Dice Antonio Colinas que «(e)l calificativo ‹completa› aplicado a una obra, cuando el autor aún vive, no es pretensioso ni gratuito. Alude sencillamente a la reunión de todos los libros escritos hasta ese momento, a la vez que implica un reto que hay que superar: que la obra siga abierta.» El poeta leonés justificaba así el título del libro que recogía en 2011 su obra poética publicada hasta entonces (Obra poética completa, Siruela, 2011), en el que aparecían sin embargo algunos poemas que luego serían parte de un libro posterior, Canciones para una música silente (Siruela, 2014). ¿Qué se ha de entender por la sentencia «que la obra siga abierta»? ―Recurro a propósito a la polisemia de la palabra sentencia; según el Diccionario de la RAE: dictamen o parecer que alguien tiene o sigue; dicho grave y sucinto que encierra doctrina o moralidad; declaración del juicio y resolución del juez; oración gramatical.— Los editores de Canciones para una música silente, y tal vez el propio poeta, dieron luego un giro muy sugestivo a esa sentencia: «la obra de un poeta vivo sigue no solo abierta sino que debe responder a un tenso reto: el de su continuidad.» Aunque los editores de esta recopilación de mi obra poética que hoy presentamos, y yo mismo, hemos optado por el título menos comprometedor Poesía reunida en vez de Poesía completa, no por ello se aliviana el reto que señala Colinas: que la obra siga abierta, que tenga continuidad. ¿Qué implica, qué significa, por otra parte, que un poeta continúe vivo?, ¿acaso hay una especial demanda, y de qué o de quién, que exija que el poeta deba continuar vivo? Dos cuestiones graves estas, digo yo, a las que se enfrenta quien ha escrito, o cree haber escrito, algunos poemas publicados en libros y plaquetas a lo largo de los años, pero «hace años», y que se atreve a recolectarlos y publicarlos nuevamente: que la obra siga abierta, que tenga continuidad, y que el poeta continúe vivo.
El poema no es la expresión ni de sentimientos ni de emociones, ni menos todavía de doctrinas, ideologías, creencias o convicciones de su autor. Ni siquiera es una memoria de sus experiencias personales. En este sentido, no es expresión de un sujeto, de una personalidad, de un autor. De ninguna manera el poema es el resultado de un particular esfuerzo que ponga un sujeto para producir algo que desea. No, el poema no es el resultado de un oficio —aunque exija, ciertamente, oficio, es decir, destreza en el manejo de las técnicas de escritura poética. El poema es un «artefacto» construido con palabras, pero pienso que no cabe decir que sea un «discurso», al menos, no en el sentido de que afirme o niegue una tesis, o de que la ilustre, y ni siquiera que afirme o niegue un hecho. Estoy convencido, eso sí, de que es un «dictado», pero no en el sentido del «dictado» que el escriba recibe del amo. ¿Quién dicta el poema? Pienso en el título de uno de los grandes poemas de Carrera Andrade, «Dictado por el agua». Quien dicta el poema es el despliegue del ser, del Uno siempre múltiple, siempre en metamorfosis. El ser que se nos da a través del lenguaje, de la palabra en libertad que abre mundo, que forja intimidad. Por supuesto que el poema alude a emociones, a sentimientos, a pensamientos, pero no los expresa, ni los toma como referentes. ¿Quién «ama» cuando se dice que se ama en un poema?, ¿el autor, el lector, los dos, uno, cualquiera?, ¿a quién se ama? El poema habla de la vida, pero no en sentido autobiográfico. Habla del mundo, mas no en sentido doctrinario, ni tampoco lógico o científico: su régimen no es el de la verdad y el error en el sentido en que una proposición se valida en relación a hechos, o en relación a la coherencia de un argumento. Tampoco su régimen es el del ámbito moral, ético: el poema no miente sobre hechos ni los encubre; aunque en determinadas circunstancias trate de enviar un mensaje cifrado frente al despotismo. Sin embargo, el poema es esencialmente «verdadero», pues habla del mundo, de las cosas, de la vida, aunque no faltará quien diga que «miente», pues el poema habla a través de metáforas, de traslaciones de sentido; pero, ¿qué verdad esencial no es metafórica? El poema habla de la intimidad, si por esta se entiende la apertura del mundo a través del lenguaje, de las sensaciones, de las percepciones y del pensamiento a un tiempo: la apertura de mundo que se da a un cuerpo antes de cualquier conciencia. El poema no puede ser sino «obra abierta». Consiguientemente, ¿qué cabe entender por la sentencia que manda mantener la «obra abierta»?
Debo consignar aquí que si he decidido recopilar los libros de poemas que se han publicado bajo mi nombre, con mi firma, es porque he sentido una especial responsabilidad frente a ellos. La mayoría de esos libros están agotados desde hace algún tiempo; de vez en cuando algún posible lector me ha preguntado cómo conseguirlos. Además, algunos de esos libros, especialmente los primeros, han aparecido en ediciones precarias. En el Ecuador, y seguramente en otros lugares también —dados los cambios que actualmente sufre la industria del libro como consecuencia de las nuevas tecnologías de la comunicación— el género o los géneros que llamamos «poesía» interesan de modo muy marginal a editores y a libreros. Yo he tenido la suerte de contar con editores generosos: Libri Mundi, en la época en que la librería era regentada por mi querida amiga Marcela García; Javier Vásconez, que publicó en una generosa edición Los amantes de Sumpa; las amigas y amigos que me obsequiaron Ópera como una sorpresa; Juan Ramón Ortega Ugena, director de la editorial La Poesía, Señor Hidalgo en Barcelona. Ahora, mis amigos de La Caracola. A todos ellos debo permanente gratitud. Sin embargo, debo decir que la decisión de publicar este libro, Poesía reunida 1970-2004, es decir, los poemas publicados en libros y plaquetas, surgió en mí como una responsabilidad ineludible durante una conversación que mantuve a fines del año pasado con el poeta Mario Campaña. Entonces pude ver que tenía una responsabilidad ética con respecto a la «obra poética» que había escrito y publicado. Estaba en mis manos, como un mandato, el dar continuidad a esos poemas, a esos textos, es decir, dejarlos nuevamente volar o navegar hacia algún posible lector que les dé una nueva vida, un renovado sentido, en el juego incesante de apertura que es el poema. Esta responsabilidad, no puedo dejar de decirlo, surge de una manera especialmente fuerte en un país como el Ecuador, dada la inconsistencia de las instituciones culturales de Estado —de las que desde hace mucho tiempo desconfío totalmente―, de las empresas de la industria editorial, que por desgracia responden al estrecho cálculo mercantil, de la academia que ha aceptado someterse a cumplir los estándares de eficiencia tecnocráticos impuestos por una burocracia ajena a la cultura. Vivimos en un país, recordémoslo, en que es imposible conseguir siquiera la obra poética de uno de sus más grandes poetas, César Dávila Andrade, aunque nunca falten funcionarios que se llenen la boca con elogios de circunstancia al gran poeta. Por ello, hemos de aceptar que aquí, entre nosotros, deba ser el autor, sobre todo el autor de poemas, y más si este es un ser libre, que no se somete a los pequeños poderes burocráticos, quien ha de cargar con esta responsabilidad de dar continuidad a su obra poética; de otra manera, esta correría el riesgo de acabar ahí no más, sin continuidad. Si he podido responder a ese mandato que surgió ante mí, ha sido gracias a mis amigos Yanko Molina, Andrés Cadena y Juan Carlos Arteaga de La Caracola, y Carlos Reyes Ignatov, quienes aceptaron acompañarme en esta tarea, poniendo todo su esfuerzo y entusiasmo. Sin ellos, no me habría sido posible cumplir esta responsabilidad: me ayudaron con dedicación en la transcripción y la corrección de los textos, el diseño del libro, la supervisión de la impresión y encuadernación. En fin, con este libro esos poemas que escribí entre 1970 y 2004 tendrán su continuidad —si es que la tienen, si es que merecen tenerla. Y tal continuidad, ahora sí de modo definitivo, ya no cae bajo mi responsabilidad, ya está fuera de mis manos, más allá de mi voluntad. De alguna manera digo «adiós» a esos poemas. Y con ello, al poeta que escribió esos textos, que firmó con mi nombre. Yo inicio el otoño de mi existencia, y aunque entre nosotros no haya otoño —lo que a veces lamento—, dejo que caigan las hojas, las frases-hojas de esos poemas, que los árboles-poemas queden desnudos, y si es que alguno logra resistir, que reverdezca. Mas yo ya no estaré ahí.
Con lo que acabo de decir, arribo nuevamente a la cuestión de la continuidad de una obra, o tal vez a la continuidad del poeta, entendiendo que se es poeta mientras se escribe o mientras se lee el poema. No dejaré, por supuesto, de ser poeta-lector hasta el final de mi vida. Lo que aquí debo enfrentar es otra cuestión: la continuidad de una escritura. O, lo que es lo mismo, su discontinuidad, puesto que no creo sensato insistir en una manera de escritura, pues sería reiterar lo ya dicho, repetir lo ya dicho sin desplazamiento, lo que es una forma inadecuada, falaz incluso, de continuar en el ámbito de la escritura artística. Ha comenzado, sin duda, mi vejez, lo digo paladinamente, voy para viejo; lo que aspiro es a mantener mi dignidad, a conquistar la serenidad, a mantener por algún tiempo más la fuerza necesaria de mi cuerpo y por tanto de mi mente. Es posible, por tanto, que vuelva a escribir poemas. Pero no deberían ser semejantes a los que he escrito, tendría que haber desplazamiento. Mi último libro de poemas publicado, La casa del furor, se cierra con un poema —si es que es poema—titulado «Albada». La albada es un género poético medieval; se caracteriza porque el sujeto poemático, quien habla en el poema, es la mujer, aunque quien escribe el poema suele ser un hombre. No he leído ningún estudio crítico feminista sobre las implicaciones de este juego poético; a mí me parece fascinante e inquietante: he ahí en juego la extraña condición del autor, del poeta. Más allá de su autoconsciencia, de su «identidad», el poeta es ante todo un portador de la palabra. «Albada» recibió un comentario del crítico español Juan Malpartida, quien con justeza consideró que se trataba más bien de un juego literario. Sí, en efecto: mi escritura poética se ha cerrado en un juego literario que se remonta a un género poético medieval, a una de las primeras formas de poema en nuestra lengua. Mas no es un mero juego: es una indicación sobre el cierre de una experiencia de escritura y una búsqueda de continuidad, que desde luego tiene que volcarse sobre el maravilloso acervo de la poesía en nuestra lengua, del legado español e hispanoamericano. Esa es la patria a la que debe volcarse el poeta en su búsqueda de continuidad. También «Albada», texto que está lejos de ser uno de mis preferidos, indica otra dirección: la escritura poética debe ser un eco de la multiplicidad, de la diferencia, debe ser unidad que recoge lo múltiple, identidad que acoge en su apertura lo disímil, la metamorfosis. Una manera de interpretar la sentencia de Rimbaud: «yo es un otro».
Durante estos meses me ha acometido cierta angustia, cierta desazón. En el transcurso de los últimos años, algunos de mis lectores más generosos y acuciosos, a través de los ensayos que han dedicado a mi poesía o a través de conversaciones, me han planteado una serie de cuestiones que tienen que ver con la escritura poética, con lo que he escrito. Aunque no comparto muchos de sus criterios, cada uno de ellos ha colocado ante mí cuestiones complejas que atañen a la escritura poética. Nuestro tiempo vive una profunda conmoción de las formas de comunicación humana, y ello afecta, creo yo, a la escritura poética. ¿Cómo ha de escribir un poeta que envejece en este mundo convulsionado, en que están transformándose de modo tan complejo los soportes de la comunicación humana? ¿Cómo ha de dar continuidad a la divisa mallarmeana, que sigue siendo para mí fundamental: dar un sentido más puro a las palabras de la tribu? Divisa esta de poderoso contenido, no solo poético, sino ético, político, filosófico. Divisa que nos coloca, o me coloca, ante una circunstancia en que se anudan problemáticamente poesía y sabiduría, libertad y apertura —no misericordiosa— a los otros, a lo radicalmente otro.
Si alguna continuidad deben tener los poemas que recoge este libro que hoy se presenta, solo puede ser bajo la apuesta simultánea por su discontinuidad. No sé si en esta vejez que ahora empieza nazca en mí un nuevo poeta-escritor, no sé si obtenga un renovado oído para el dictado de la palabra en libertad, no sé si obtenga el don del lenguaje poético para dar algún sentido purificador a las palabras de la tribu. La escritura poética, a diferencia de la escritura académica, periodística, y aun ensayística, no depende de la voluntad, de la conciencia, de la disposición, no es en absoluto un asunto que dependa de la resolución. Lo que sí puedo y debo decir es que la forma más alta de mi actitud ética y política está en los poemas que he escrito, que en su escritura he alcanzado la mayor libertad; y a la vez, en su escritura me he sentido más atado al mundo, más vinculado al lejano lector o la lejana lectora, ha sido en su escritura cuando han resonado dentro de mí con mayor intensidad los ecos de los poetas a los que he leído desde mi adolescencia, los poemas que venero, así como los ecos de la palabra llana que corre de boca en boca inventando modos de decir cargados de poesía, de imágenes, de metáforas, de ironía. Si han de venir algún nuevo poema o algún nuevo libro de poemas, gozaré y sufriré con esa inmensa libertad que es al mismo tiempo un don y un reto. Nada debo ofrecer, nada debo prometer. Lo escrito, escrito está.
Muchas gracias.