I
La institución moderna destinada a la reproducción del saber que llamamos universidad ha sido el escenario de un conflicto complejo y permanente entre los discursos de las humanidades ―discursos múltiples y contradictorios sobre la condición humana o sobre el sentido del mundo―, de las ciencias y de la técnica. Afanes destinados a alcanzar la totalización del sentido de lo humano frente a la naturaleza o del sentido de la historia y la existencia; esfuerzos orientados a comprender la realidad, recortada siempre en regiones delimitadas, desde las «leyes generales de la naturaleza» hasta los conocimientos especializados, y por último, impulso del dominio técnico del hombre sobre la Tierra. La crisis de la universidad le es inherente: inestabilidad de los saberes, imposible articulación de un sentido totalizante de la historia o de la vida ―dirección esta que suele concluir en el totalitarismo―, incertidumbre que se ha constituido en condición del conocimiento científico, evidencias de la devastación que ha producido la «voluntad de dominio» sobre la naturaleza.
Se podría decir que la situación contemporánea es la del ocaso del «último hombre», recurriendo a una conocida metáfora nietzscheana que vale traerla a colación a propósito de las consecuencias de la «voluntad de dominio». Este ocaso se percibe justamente cuando el poderío manifiesta su arrogancia con el extraordinario despliegue de la técnica contemporánea. Es entonces cuando las sombras caen con todo su peso trágico sobre la figura del Hombre constituido por la metafísica occidental, figura que se ha expandido hoy por todo el planeta.
La crisis de la institución universitaria es evidente tanto en la extrema especialización del trabajo científico a que se ha arribado, como en el declive de las humanidades. Los científicos trabajan en ínfimas parcelas de la realidad, y aunque están conectados a través de redes, en la mayoría de los casos, no logran alcanzar siquiera una visión panorámica de las cuestiones fundamentales de la ciencia, que no cabe confundir con el campo disciplinar en el que trabajan. El científico deviene así un técnico que debe producir innovaciones tecnológicas o algún saber que derive en estas.
La crisis de las humanidades tiene que ver con las mutaciones de la condición humana en esta época marcada por las revoluciones tecnológicas y por los nuevos conocimientos. Solo desplazándonos hacia las fronteras de lo que han sido las humanidades, prosiguiendo los esfuerzos por pensar acerca de los dispositivos técnicos que organizan, controlan y administran la vida y la muerte en las sociedades contemporáneas, sería posible abordar la actual condición de los seres humanos en la Tierra y enfrentar la evidencia del fin del Hombre del humanismo, esto es, confrontar las mutaciones que se han operado en lo humano no solo desde la transformación social o política, sino también «biotecnológica».
II
A las universidades de América Latina, durante el siglo pasado, se les asignó la «misión» de forjar la «cultura nacional» y por tanto una «comunidad imaginada», la nación, sustento (imaginado) del estado nacional, y más tarde, de generar las condiciones técnicas y los discursos legitimadores del «desarrollo». El programa de modernización capitalista no fue cuestionado esencialmente por la izquierda universitaria, la cual, siguiendo la dirección trazada por el propósito de formación de la cultura nacional, llegó incluso a proponer la creación de una ciencia «nacional» o tercermundista o del Sur ―propuestas que se asemejan a aquella estalinista de la «ciencia proletaria» o a la fascista de la «ciencia al servicio del pueblo o la nación». Más tarde se insistiría en una cultura descolonizada y descolonizadora, supuestamente a contracorriente de la mundialización. Sin embargo, en las universidades han prevalecido los discursos subordinados a la idea de progreso, orientados hacia la producción de un dispositivo tecno-burocrático que modernizara la economía nacional y regional dentro del sistema capitalista mundial, y consiguientemente, a la racionalización tecnocrática del estado. La idea de progreso, compartida por la derecha y por la izquierda, colocaba el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza como fundamento del desarrollo o incluso de la emancipación humana.
Las condiciones actuales del sistema capitalista mundial, de la geopolítica, y la posición de los países latinoamericanos en ese escenario globalizado, y con mayor razón la posición de un pequeño país marginal, como es el Ecuador, tornan anacrónicas las «misiones» universitarias convencionales. Estas pueden derivar en utopías insulsas cimentadas en la nostalgia neorromántica de una vuelta a los orígenes o a lo ancestral, en sueños de repúblicas o comunidades autárquicas, o incluso en un delirio que propicia el fraude, como es el caso del experimento llamado Yachay.
III
Mientras se intentaba la crítica de la universidad con herramientas provenientes de la filosofía moderna, de la teoría social crítica o la teoría de la dependencia y sus respectivas reelaboraciones posteriores, se había perdido de vista la cuestión esencial: los efectos de la devastación que hoy día se colocan ante nosotros de manera brutal. La devastación tiene que ver, es cierto, con el capitalismo, con su «lógica», pero también y en un sentido profundo, con la técnica, con su historia y su articulación y despliegue en nuestra época; por consiguiente, también con los dispositivos de administración y control de la vida y de la muerte ―y de resistencia―, tanto de las sociedades humanas como de las restantes formas de vida. Tiene que ver, en consecuencia, con la biopolítica y con la tanatopolítica. La incidencia de la actividad humana, especialmente en la modernidad, y con una fuerza inusitada luego de la Segunda Guerra Mundial, ha provocado una transformación radical de la Tierra, a tal punto que hoy se considera que cabe hablar de una ruptura geológica, de una nueva era, el Antropoceno, posterior al Holoceno durante el cual surgió nuestra especie.
No solo ello, sino que hemos arribado a una circunstancia excepcional en cuanto a la «condición humana». La pregunta por qué sea el hombre pertenece a la tradición de Occidente; es una de las interrogantes fundamentales de lo que ha sido su historia, pero hoy adquiere una dimensión global. Tal pregunta se articulaba en una doble dirección: por una parte, en relación con lo animal, orientaba la respuesta hacia la diferencia y la superación de la condición animal asociada a la razón, el lenguaje, el trabajo, el conocimiento. Detrás del hombre quedaba el animal, la bestia. Por otra, en relación con lo sobrenatural, con lo divino: el hombre, criatura privilegiada, era sin embargo un mortal, pero a la vez era espíritu. La ciencia moderna ha terminado por dar un golpe de gracia a la arrogancia humana, al demostrar la proximidad de nuestra especie con los restantes seres vivos de la Tierra (que es donde, por ahora, conocemos que existe la vida), y al colocarnos ante la evidencia no solo de la condición mortal de cada individuo, sino de la posibilidad de extinción o trasmutación de la especie. Los dioses o el dios se han alejado del horizonte que dota de sentido a lo humano; el retorno de las religiones e incluso del fanatismo no implica en modo alguno que haya habido una modificación de las consecuencias de la «muerte de Dios» anunciada por el Zaratustra de Nietzsche: la ciencia no se fundamenta en la teología, y aunque aún funcione el dispositivo teológico-político, el poder político se sustenta en dispositivos tecnológicos de control, administración, vigilancia o persuasión. A la vez, las tecnologías operan ya una profunda mutación del ser humano, de su inserción creciente en ambientes artificiales, de conexión con artefactos o con otros seres humanos a través de artefactos. Para decirlo con una imagen: los seres humanos se desplazan hacia un mundo de ciborgs y robots, donde parece desvanecerse el espíritu.
¿Qué es ser humano en una situación en que está en riesgo la supervivencia de la especie a consecuencia de la catástrofe de gigantescas proporciones ocasionada por la actividad humana? ¿Qué es, cuando las tecnologías contemporáneas están transformando radicalmente las condiciones de lo humano? A tal pregunta se suceden otras: ¿Qué es ser inteligente? ¿Qué es ser trabajador o qué es ser intelectual? ¿Qué es conocer? ¿Qué es sabiduría?… Colocar estas preguntas en el horizonte de la actualidad implica el hacernos cargo de la perplejidad que deviene del ocaso del «último hombre» y del nihilismo radical de nuestra época.
Perplejidad que se junta al abandono de las pretensiones de los determinismos, de la supuesta capacidad para planificar y calcular los resultados de las acciones humanas ―desde los efectos de las tecnologías hasta los resultados de las revoluciones o de cualquier proyecto político. Perplejidad vinculada al tránsito desde el determinismo de la mecánica clásica a la prevalencia del principio de incertidumbre… Perplejidad ante la crisis de las formas políticas, especialmente la crisis de la democracia… ¿Cómo concebir el presente, la actualidad, en esa condición de perplejidad? ¿Qué ética cabría postular, qué se puede esperar para los seres humanos actuales y para los que están por venir?
IV
No creo que sea posible hablar de universidad allí donde se cierre la posibilidad de pensar y polemizar (debatir) sobre la «condición humana», o quizá habría que decir más bien «la condición poshumana», como de hecho ya se ha postulado. No cabe pensar una universidad sin humanidades, así como no cabe pensarla sin ciencias. Mas unas y otras deben afrontar el horizonte de perplejidad ante el que nos encontramos. ¿Es posible cambiar la dirección de unas y otras, es posible encontrar la singladura que abra una nueva historia del saber? La devastación del planeta no se corregirá, desde luego, con el retorno a lo ancestral o premoderno que se propone desde la nostalgia neorromántica. Implica avanzar más allá de las tecnologías actuales, de las formas de dominio vigentes hoy día, de las formas políticas existentes. No sabemos si esto es posible, ningún proyecto político puede afirmar la concreción de cualquier posibilidad. La universidad en ese horizonte de perplejidad no debería permanecer atada a la «misión» que el estado y el capital (las corporaciones) le imponen, pero ¿puede existir una universidad más allá de las imposiciones que provienen del estado o de las corporaciones? ¿Es posible una autonomía que la lleve a darse su propia norma para afrontar esta época de perplejidad? Tal vez la pregunta sea errónea; quizás habría que preguntarse más bien por la posibilidad de colocarse en la frontera de la universidad, en búsqueda de nuevas formas de asociación ―para debatir, para la confluencia y la disensión― entre filósofos, artistas, literatos y científicos, con el propósito de contribuir cotidianamente a derruir los muros del «claustro», los muros mentales del «alma mater», y de abrirse a las preguntas inquietantes que provienen del escenario del «último hombre».
[Publicado originalmente en la revista Trashumante, Nº1]