Pero la risa no es «servicio público»

Para Bonil y Roberto Aguilar,
y para quienes se ríen de
caudillos y rebaños

 

El espíritu de la comedia

Aunque los monjes benedictinos de El nombre de la rosa de Umberto Eco traman sus mortales intrigas en torno al posible tratado de Aristóteles sobre la comedia, probablemente el Estagirita no escribió tratado alguno sobre un género que consideraba, en el breve espacio que le otorga en su Poética, «mímesis de hombres inferiores». No siquiera imitación de su inferioridad total, de sus vicios, sino, aclara el filósofo, de aquello que en esos seres inferiores resulta risible, es decir, un defecto y una fealdad sin dolor ni daño, como la máscara cómica, que a su juicio es algo feo, retorcido, pero que no causa ni expresa dolor.

Desde Aristóteles, si es que no antes, la comedia ha sido condenada por filósofos y moralistas, aun por Nietzsche. La teología tiene todavía menos espacio para la comedia y la risa: ¿Se podría imaginar a Yahvé, a Alá o al Dios trinitario jugando cómicamente con los seres humanos?… Inimaginable. Sin embargo, en muchas religiones paganas y en varias mitologías aparecen dioses cómicos o demonios que se ríen de sus trastadas, como también hay danzas, piezas teatrales, cuentos, esculturas y pinturas que representan dioses y demonios entregados a la risa, al carnaval, e incluso a los placeres de la carne.

Pero para los austeros filósofos, teólogos y moralistas, de ningún modo la comedia, y con ella la risa, estarían a la altura de la tragedia que, según Aristóteles, es mímesis de lo superior dentro de lo humano. Todavía menos podrían ingresar la risa o la comedia dentro del drama histórico de la salvación. Tampoco la seriedad de los discursos modernos sobre la emancipación humana, o las utopías libertarias o comunitarias, toleran lo cómico… Y sin embargo la risa es parte esencial de la condición humana. La comedia —esa supuesta mímesis de lo risible en los seres humanos—produce placer, distensión, libera energía. Contiene a menudo una incisiva exploración de lo humano, que deconstruye valores, formas y formalismos sociales.

Nada más risible que el rostro austero, que el cuerpo rígido del censor moral, casi siempre encerrado en vestimentas densas y oscuras que encubren por completo la piel cetrina. Nada más cómico que el entrecejo y la voz condenatoria del inquisidor o del comisario político que condena tanto el defecto del «hombre (o la mujer) inferior» como su imitación. Nada más risible que el rictus amargo de quien carece de sentido del humor. Por el contrario, qué placer genera la conversación, el contrapunto con quien es capaz de reírse de sí mismo.

En el ámbito tan serio del pensamiento filosófico, hubo que esperar a Bergson y a Freud para que se intentara comprender la risa y sus mecanismos «corporales» y «espirituales». Y hubo que esperar a un brillante estudioso ruso del lenguaje y la literatura, perseguido durante el estalinismo, Mijail Bajtin, para que al fin la comedia tuviese su lugar en la poética. Para Bajtin, el espíritu de la comedia, y más específicamente la ironía y la sátira, son las raíces del género literario narrativo moderno por excelencia, la novela.

Hay un lugar común sobre El Quijote que dice que la primera lectura provoca la risa del lector, pero que la segunda incita al llanto. Como todo lugar común, contiene una pizca de verdad: en la segunda lectura, el compromiso del lector, que rememora lo que va a ocurrir en la historia, desata la compleja red de sentido que entraña semejante proeza literaria. El lector, a menos que sea un pacato moralista, aunque seguramente llorará en algunos pasajes de la novela a causa de las desdichas del hidalgo manchego y su amigo Panza, sea con lágrimas que rodarán de sus ojos, sea con lágrimas internas, seguirá riendo con sus despropósitos, con sus confusiones, sus dichos, su desbordante imaginación o locura. ¿Quién no ríe con los excelsos disparates de Gargantúa o Pantagruel? ¿O con las terribles aventuras de Gulliver? Y, también es cierto, ¿quién no sufre con Gulliver al ver esos despreciables seres, los yahoos, tan semejantes a seres humanos, sometidos a la esclavitud de unos caballos que parecen haber realizado la utopía de una sociedad racionalista?… Un rebaño de despreciables yahoos…

La literatura y el arte no moralizan, no enseñan virtudes —ni religiosas, ni morales, ni cívicas— es decir, no tienen por propósito «educar en valores», como dicen hoy los pedagogos cuando quieren aparecer profundos, inspirados; valores que no pueden ser otros que los dominantes, los consagrados en una sociedad o en una cultura, es decir, justamente aquellos que deben ser criticados, deconstruidos, desmantelados. Por el contrario, la función del arte y la literatura consiste en poner en crisis los valores, en colocar la condición humana bajo examen en situaciones diversas y probables, exhibiendo en ellas «el bien» y «el mal», el goce, el placer, el dolor, la angustia, la desolación, la solidaridad, el crimen, los bajos instintos, el amor, el odio, la cobardía, la valentía, la derrota, los malos entendidos… Las obras artísticas o literarias problematizan, escandalizan, «remueven las conciencias», despliegan las fuerzas vitales de lectores, espectadores o auditores.

Hay, no obstante, quienes no ríen con las disparatadas aventuras de los personajes rabelesianos, quienes no abandonan sus rictus tenebrosos y austeros con El Quijote. Quienes detestan la mise en abîme del sentido. Quienes se escandalizan con los cómicos, con los delirantes juegos lingüísticos de un Trespatines y su compinche el Tremendo Juez, o con los gags y las frases inconclusas de un Cantinflas. Quienes huyen de Chaplin, de los hermanos Marx. Hay serios que son muy serios, espantosamente serios. Hay individuos que antes reían a carcajadas del rey Ubu y hoy se ponen serios y acartonados cuando tienen ante sí a caudillos que se le parecen. Hay individuos que jamás se ríen de sí mismos, en ninguna circunstancia. O tal vez sí, cuando estando al servicio de algún amo, de algún soberano, tienen la obligación de reírse de los sarcasmos e improperios que este pronuncia sobre sus enemigos o sobre ellos mismos, sobre sus defectos, sus fealdades o sus máscaras de sumisos moralistas y obsecuentes servidores. Y es entre esta ralea de moralistas serviles donde suelen encontrarse los censores tan útiles al poder. Los encargados de perseguir la risa, la ironía, el humor que «amenazan» al poderoso. O a los valores morales consagrados, dominantes, que son los del poder.

Porque el autoritarismo nos quiere estúpidos, sumisos. Y la risa es muestra de salud, de inteligencia, de buena disposición anímica, de energía. Quien es capaz de reírse de sí mismo es libre, es sabio.

 

El poder autoritario nos quiere estúpidos

Bonil es artista, dibujante, caricaturista. Bonil está «obligado», en tanto caricaturista, a recurrir a la sátira, a la ironía, a la broma, está involucrado en los juegos de la crítica, en la demolición de valores, costumbres, hábitos. Bonil está «obligado», ante quienes esperan sus dibujos, incluso a la irreverencia. Si no lo hiciera, simplemente no sería caricaturista. ¿Qué es una caricatura? Las dos primeras entradas del diccionario de la RAE —hay que citarlo, no queda otra, para que se enteren los censores— señalan que es un «dibujo satírico en que se deforman las facciones y el aspecto de alguien», o una «obra de arte que ridiculiza o toma en broma el modelo que tiene por objeto». Sátira, broma y hasta ridiculización artística. Pero hoy, bajo el régimen político que el correísmo nos ha impuesto a los ecuatorianos, justamente es esa condición del trabajo artístico del caricaturista lo que se ha tornado objeto de acción policial, de persecución judicial, de control y sanción.

El 28 de diciembre de 2015, «día de inocentes», es decir, en el Ecuador, día de la broma, de la inocentada, del juego que nos permite burlarnos del prójimo, aparece en el diario El Universo un dibujo de Bonil. Dos mujeres, una de ellas pregunta a la otra, que está embarazada: «¿Y qué será? ¿Varón o mujer?». La embarazada responde: «No sé. Hay que esperar a ver qué escoge en la cédula.» ¿Hay algo más «inocente» que este dibujo? Por cierto, la caricatura aparece en medio de un debate semántico, legal y político acerca de las diferencias entre «sexo» y «género», en relación con el registro del estado civil de las personas. El caricaturista juega, como es obvio, con la ambigüedad o la polisemia de la palabra «sexo», a semejanza de lo que hacían muchos jóvenes de ambos sexos hace unos años al llenar los formularios de ingreso a las universidades. Cuando se encontraban con la pregunta «sexo», muchos jóvenes contestaban alegremente, haciéndose los inocentes, «todos los días de la semana».

¿De quién se ríe Bonil o de quién nos reímos cuando vemos la caricatura? ¿De la madre? ¿Del niño que está por nacer? Niño que, aparte de su sexo, que es condición que viene dada de manera «natural», azarosa, desde el momento de la fecundación —varón o mujer, o en términos biológicos, macho o hembra—, más tarde, cuando «sea grande», adolescente, joven, o aun más tarde, cuando sea adulto, tendrá sus orientaciones, sus opciones, sus formas de realización de su sexualidad que no se encasillan en la alternativa «varón o mujer». ¿No es acaso esta opción o condición la que indica un uso reciente del término «género», adoptando para ello el significado de la palabra inglesa «gender»? La caricatura juega con esos desplazamientos de sentido entre el dato inmediato del sexo del niño que está por nacer, varón o mujer, y el dato futuro relativo a la identidad sexual, o como se dice hoy, de «género», que solo se sabrá en el futuro, y que se manifestará en su declaración, cuando deba obtener su documento de identidad. ¿A quién denigra, discrimina, hace violencia este juego?

Sin embargo, no ha faltado un representante de una organización de defensa de los derechos de personas GLBTI, que no solamente se ha sentido ofendido por la caricatura, sino que ha considerado que es discriminatoria, y por consiguiente ha puesto una denuncia en la Superintendencia de Control de la Información y la Comunicación —SUPERCOM—, contra el caricaturista y El Universo, que ya anteriormente han sido sancionados por otro supuesto mensaje «discriminatorio».

No sé si quien ha presentado esta denuncia contra Bonil es partidario o funcionario del correísmo. Puede no serlo. No obstante, de lo que se trata es que el correísmo ha pervertido la convivencia civil en el país a través de leyes reaccionarias, que contienen disposiciones con claros ribetes totalitarios, leyes que ha impuesto a lo largo de estos años durante los cuales ha tenido la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional. Ha corrompido la convivencia social a través del miedo y de un miserable espíritu de sumisión que se ha expandido por amplios sectores de la población ecuatoriana. Con esos instrumentos legales ha perseguido a dirigentes sociales y a jóvenes estudiantes, a los que se ha acusado incluso de terrorismo, de sabotaje, por participar en protestas o en marchas convocadas por organizaciones sociales; ha corrompido el aparato judicial para enjuiciar, sancionar y silenciar a periodistas y medios de comunicación.

No, la persecución a caricaturistas no es chiste. Tampoco es inocentada que en el Ecuador se acuse, se encarcele y se enjuicie por terrorismo a un chofer contratado para transportar en su camioneta un borrego de trapo verde destinado a ser quemado en un juego semejante a la quema de monigotes de año viejo u otras fiestas donde las llamas consumen simbólicamente lo viejo para que surja lo nuevo. A lo que se persigue en este caso es a la alegría que produce quemar simbólicamente a los asambleístas de mayoría, quienes al inicio mismo de su mandato renunciaron a su condición de representantes de la ciudadanía para someterse a la «disciplina partidista», que no es otra cosa que servidumbre incondicional al caudillo ―¡y a ese sometimiento incondicional tuvieron el cinismo de llamar «código de ética»!―, de ahí que sean mirados como miembros de un rebaño borreguil.

La Ley de Comunicación aprobada en 2013 por tal mayoría de la Asamblea Nacional creó un órgano inquisitorial: la Superintendencia de Control de la Información y la Comunicación. La SUPERCOM está para moralizar al país, está para imponer el control sobre los mensajes, para saber cuándo una broma deja de ser broma y se convierte en ofensa o en «incitación a prácticas o actos violentos basados en algún tipo de mensaje discriminatorio», como dice semejante engendro legal. Ni más ni menos. ¿Qué discriminación, qué violencia puede derivarse del dibujo de Bonil? El asunto es que ello no cuenta para nada. Bonil ya fue perseguido y sancionado con argumento semejante por dibujar a un asambleísta «afroecuatoriano» a quien sus colegas gobiernistas le encomendaron la tarea de plantear alguna propuesta o moción, y que fue incapaz de leer el documento que le entregaron para tal fin. Se acusó al caricaturista, no de burlarse del analfabetismo del asambleísta, como podría suponerse, sino de «racismo», de «discriminación racial». ¿Será posible burlarse en una caricatura de un asambleísta «blanco-mestizo» que no sepa leer un documento de media página? No sabemos si eso resultará punible a juicio de la inquisición del siglo XXI, pero ahora sabemos que no se puede caricaturizar a un «afroecuatoriano», y seguramente tampoco a un «indígena» gobiernista—para decirlo en lenguaje «políticamente correcto»― porque tal caricatura será considerada de inmediato como discriminatoria, o aun peor, como incitación a la violencia…

Bonil ha sido víctima de una persecución permanente por parte del correísmo. Lo hostigan, lo acosan, lo acusan, y lo seguirán hostigando sin cuartel, al menos hasta que termine este gobierno. Como acosarán a El Universo y a todo medio de comunicación que mantenga una línea crítica o cuando menos independiente frente al régimen, no solo frente al gobierno, sino frente la mayoría de la Asamblea, el aparato judicial, el Tribunal Constitucional, el Consejo Nacional Electoral, el llamado Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, todo el andamiaje del régimen correísta… ¿Con qué clase de instrumento jurídico, deben preguntarse fuera del Ecuador, es posible que se persiga a un dibujante bajo el supuesto de que una caricatura es un «mensaje discriminatorio»? ¿Cómo puede funcionar un aparato inquisitorial a estas alturas, para que se sancione con multas y cárcel a los humoristas?, deben preguntarse sorprendidos los lectores de Charlie Hebdo que se enteren de estas persecuciones. ¡Ah, caricaturistas del mundo, reíos! ¡Indignaos!… Aunque no cabe esperar solidaridad alguna de aquellos jefes surgidos de los indignados europeos, que miran hacia otro lado cuando se trata de las persecuciones que emprenden los «gobiernos progresistas» de estos lados del mundo contra estudiantes, caricaturistas, periodistas o simples portadores de un muñeco con petardo, destinado a ser quemado en una fiesta o en una protesta de los indignados de acá.

¿Cómo es posible que un tribunal de la inquisición de la supuesta revolución ciudadana condene a multas y rectificaciones a periodistas y a periódicos, radioemisoras o televisoras locales porque no informan sobre lo que los funcionarios del gobierno central o de los gobiernos locales quieren que se informe ― en un país donde al mismo tiempo el caudillo dispone que ninguno de los funcionarios subalternos, incluidos los ministros, proporcione información alguna a los medios? No, no es broma. No es caricatura. Como no es broma que se enjuicie y se sancione a medios que se equivocan de horario y pasan programas que resultan inconvenientes, discriminatorios o no veraces, a juicio del aparato policial-inquisitorial integrado por la SUPERCOM, la Secretaría Nacional de Comunicación y el Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y la Comunicación… ― ¡Vaya nombres tan explícitos para su finalidad: establecer el Estado de propaganda, ejercer la censura y la persecución a los críticos, los disidentes, los que cuestionan al régimen y sobre todo al caudillo!, ¡para perseguir a los que atentan contra la moral y las buenas costumbres, cómo no!

SUPERCOM, SECOM, Consejo de Regulación y Desarrollo… No hay duda de que el Estado, de que el régimen correísta, velan por la moral, las buenas costumbres. No hay ciudadanos, hay un rebaño que debe ser protegido, educado, informado de lo que a juicio del poder debe ser informado, y no más. Roberto Aguilar, el estupendo cronista de este periodo del régimen correísta, ha llamado «Estado de propaganda» a este Estado benefactor, que cuida de la salud moral y de la corrección-sumisión política del rebaño. Porque la educación e información del rebaño provienen de la propaganda oficial, de las sabatinas, de los discursos de recepción de los doctorados honoris causa que otorgan al caudillo, de las agobiantes e interminables cadenas que se trasmiten por las radiodifusoras y televisoras, todos los días, en distintos momentos del día. Así, el Estado se encarga de definir qué conviene escuchar o ver o saber, y a qué hora. Los censores escarban. Aquello que cae bajo sospecha pasa a «expertos en semiótica», que adivinan las perversas intenciones de los caricaturistas o de los articulistas que esconden su maldad en frases marcadas por verbos en condicional. Detrás de «podría ser» el policía-semiólogo sabrá cuándo se encubre un «es». Para eso sirven las experiencias de las policías políticas. Hay que proteger a los menores de edad, a las mujeres, a las personas de la tercera edad: no se espere de ellos discernimiento… No individuos, no personas críticas: se quiere un rebaño. Ya tenemos quienes piensan y deciden por nosotros. Ya tenemos quienes vigilan para que no se atente contra la moral pública, ya tenemos los guardianes de la verdad…

Nos quieren sometidos, adocenados, obedientes. Nos quieren estúpidos.

 

Vigilar y controlar la totalidad, perseguir, censurar, coartar

El País de España publica, el 8 de enero de 2016, una columna de Javier Martín intitulada «El porno en Portugal usa poco la lengua de Pessoa». Leo el primer párrafo:

La Entidad Reguladora de la Comunicación Social de Portugal (ERC) es de esos organismos de colocación de políticos cuya misión consiste en fiscalizar las olas del mar y el tráfico de los vencejos. En su triste discurrir histórico ha llegado a multar a un humorista de la cadena SIC por hacer demasiado humor o a la cadena TVI por un reportaje periodístico sobre los hospitales, ambos emitidos en horario infantil. Para el ERC, horario infantil es todo aquello que sucede entre las seis de la mañana y las 22.30 de la noche (¿los niños portugueses no van a la escuela ni a la cama?).»

¿Parodia de lo que acontece en el Ecuador? La parodia es un instrumento para reírse de una situación que se toma como modelo, y a menudo sirve para sortear la censura a través del ingenio, para burlar la persecución de las santas inquisiciones religiosas o políticas. Es una imitación burlesca que se burla de la mismísima mímesis. ¿La SUPERCOM parodia a la ERC portuguesa, o esta a aquella?… No, los dos organismos de «triste discurrir histórico» existen y tienen parecidos propósitos. Multan a humoristas y a periodistas, con excusas tan disparatadas como los horarios infantiles o la supuesta discriminación racial o sexual de una caricatura. O, como hace la ERC, condena a los programas porno hechos en Portugal porque usan poco el portugués, dado que hay en ellos pocas palabras, aunque bajo otras consideraciones dé paso a que se beneficien los programas porno importados.

Javier Martín destaca la aberrante permanencia de una legalidad y de un organismo censor que vienen del pasado, que nada tienen que ver con las condiciones actuales de la comunicación y la información en el mundo de internet y de las conversaciones globales que tienen lugar en lo que se llama «tiempo real». En el Ecuador, lo que hoy aparece como una excrecencia aberrante del pasado en Europa, se presenta como una de las grandes conquistas de la revolución ciudadana, de la supuesta democratización de la comunicación y la información.

En una época en que internet ha revolucionado las telecomunicaciones, resulta absurdo pretender fijar horarios o límites de lenguaje o vedas a programas cuando estos están disponibles por canales de comunicación que ni todas las policías ni todos los censores del mundo actuando al unísono estarían en capacidad de vigilar, controlar y menos censurar. Los abnegados policías de la moral, los policías-semiólogos de la SUPERCOM ecuatoriana o de la ERC portuguesa, no tienen en sus manos capacidad alguna ni recursos tecnológicos para controlar internet. Los gobernantes con afán totalitario pueden coartar el derecho de los ciudadanos a usar internet; pueden contratar agencias de espionaje para vigilar o interferir las comunicaciones personales o las redes, pero no lograrán jamás controlar la totalidad de las comunicaciones y las informaciones. Aunque utilicen los recursos que tienen entre manos para vigilar y castigar, su obsesión por alcanzar la condición panóptica que se atribuye a Zeus es mera ilusión. La palabra, el pensamiento, la imaginación son esencialmente libres.

Habrá todavía durante mucho tiempo ―¿será que siempre?― gobernantes, sacerdotes y moralistas de distintas creencias, pero con poder y con aparatos policíacos y judiciales, con cárceles y aun con verdugos a su disposición, que intentarán reducir al resto de personas a la condición de miembros dóciles del rebaño. Querrán vigilar su imaginación, controlar sus lenguajes, coartar su pensamiento, pero no les será posible nunca suprimir la disidencia, la inconformidad, la libertad. Enviarán sus policías, sus censores, sus jueces, sus verdugos y terroristas, pero no acabarán con los díscolos, los parásitos sociales ―como los llamaban los estalinistas―, los bromistas, los ironistas, los burladores, los caricaturistas, los herejes. Siempre quedarán vías libres para la disensión, para la heterodoxia.

Siempre se tendrá la risa, alguna forma carnavalesca, la caricatura para burlarse de las pretensiones del poderoso y de las acciones torvas y estultas de sus policías. Y canales múltiples para sortear la vigilancia, el control y la persecución de tales policías.

 

La enmienda totalitaria de un disparate

La Ley Orgánica de Comunicación, aprobada por la actual Asamblea Nacional apenas se instaló, es decir, aprobada sin siquiera haberla debatido, viola normas sobre los derechos y las libertades consagrados en la Constitución y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, el servilismo de los asambleístas de la mayoría —los de Alianza País― a su caudillo llevó esta violación de los derechos todavía más lejos. Entre las «enmiendas» a la Constitución aprobadas por la mayoría gobiernista en la Asamblea en cumplimiento a la orden del caudillo, consta la que declara la comunicación como «servicio público». Lo cual es una aberración, como señaló de manera precisa Iván Sandoval Carrión, lúcido articulista y destacado psicoanalista ecuatoriano —Cf. El Universo, 13 de diciembre de 2015.

El texto del artículo 384 de la Constitución, con la mencionada enmienda, dice:

 

La comunicación como un servicio público se prestará a través de medios públicos, privados y comunitarios. El sistema de comunicación social asegurará el ejercicio de los derechos de la comunicación, la información y la libertad de expresión, y fortalecerá la participación ciudadana. El sistema se conformará por las instituciones y actores de carácter público, las políticas y la normativa; y los actores privados, ciudadanos y comunitarios que se integren voluntariamente a él. El Estado formulará la política pública de comunicación, con respeto irrestricto de la libertad de expresión y de los derechos de la comunicación consagrados en la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos. La ley definirá su organización, funcionamiento y las formas de participación ciudadana.

[En cursivas la enmienda que se incorpora al texto del artículo].

 

¿Qué es un «servicio público»? Es una actividad llevada a cabo por la administración del Estado, o por organizaciones privadas que cumplen ciertas regulaciones gubernamentales. Por ejemplo, la provisión de servicios de salud y salubridad, de educación, de energía eléctrica, agua potable, alcantarillado, transporte. Se pueden y se deben regular las condiciones que deben cumplir en la provisión de sus servicios los hospitales públicos o las clínicas privadas, o las escuelas, o las empresas de transporte. Sin embargo, es imposible regular lo que ha de entenderse por salud, a menos que se imponga un único criterio que dejará de lado la multiplicidad de prácticas médicas, de opciones terapéuticas, de métodos y saberes, que se despliegan en el campo de la salud.

En el caso de la educación, se pueden y se deben establecer regulaciones sobre la estructura escolar. Pero cuando los regímenes autoritarios o totalitarios imponen una visión única del conocimiento científico, de la historia, de la ética o de la filosofía, abandonan el ámbito de la educación para pasar al adoctrinamiento que convierte a las personas en esclavos y a la sociedad en rebaño. No se pueden regular los contenidos ni los métodos de conocimiento. De ahí que sea aberrante la obsesión por controlar el trabajo universitario que caracteriza al régimen correísta; también en este caso actúa una policía académica, en la que se integran voluntariamente muchos profesores que prefieren ejercer la vigilancia y el control burocrático sobre la actividad de sus colegas y los estudiantes, al trabajo de investigación, a la exploración de la realidad, a la interpretación, el análisis y la crítica de los discursos.

Lo que la enmienda incorpora es la base «constitucional» de las disposiciones de la Ley de Comunicación destinadas a vigilar, controlar y perseguir a periodistas y medios, a coartar la «libertad de expresión». Si la comunicación es «servicio público», entonces es tarea del gobierno regularla, encauzarla, y, se supone, es tarea gubernamental proveer de servicios de comunicación, así como provee de agua potable, de alcantarillado, de escuelas u hospitales. El propósito es claro: controlar a los medios públicos, privados y comunitarios. Controlar la información, controlar el contenido de los mensajes y su circulación.

Cuando los afanes totalitarios quieren encubrir sus leyes e imposiciones con fórmulas que parezcan democráticas, el lenguaje pone en evidencia las falacias o inconsistencias, y convierte el contenido de la frase en disparate ―en sentido lógico, pero no artístico, como en cambio sucede en la comedia. ¿Qué se quiere decir con «la comunicación como un servicio público»? ¿Es acaso uno de los servicios públicos? «Servicio público» es una categoría de la administración estatal moderna; si se quiere, se puede ampliar a estructuras de poder que permitían administrar ciertos recursos de las sociedades o comunidades del pasado. Pero la comunicación nos viene con el lenguaje, es decir, es condición esencial de lo humano, como la vida o el trabajo. La comunicación no solo que precede, sino que es condición fundamental para la organización política y la administración. ¿No es absurdo, por consiguiente, pretender que el Estado, que su administración, regule aquello que es su condición de posibilidad?

Hay que anotar que el artículo 384 en su versión anterior ya era bastante confuso, era también un disparate. ¿El sistema de comunicación social asegurará el ejercicio de los derechos de la comunicación, la información y la libertad de expresión, y fortalecerá la participación ciudadana? ¿Qué es «el sistema de comunicación social»? ¿No es acaso la totalidad de los procesos de comunicación, de los lenguajes o de los códigos, de los canales de comunicación, de las situaciones de comunicación? Es decir, el fundamento mismo de la sociabilidad. ¿Acaso no está implícita en esta formulación el afán totalitario, el intento de control de la totalidad de la «comunicación social»? Tal vez lo que se pretendía era normar a los «mass media», a los «medios de comunicación de masas», pero estos no son sino una parte del «sistema de comunicación social».

«Instituciones y actores de carácter público, políticas, normativas, y los actores privados, ciudadanos y comunitarios que se integren voluntariamente a él»: ¿acaso esta enumeración no nos recuerda la clasificación de los animales que, en uno de sus cuentos, Borges atribuye a cierta enciclopedia china? Gracias a Borges, el gran ironista, podemos reírnos de este sistema de clasificación, aunque es de lamentar que falte en la enumeración de nuestra carta magna la clase de «aquellos que no están incluidos en esta clasificación». ¿Quién entiende lo que quiere decir esta enumeración caótica? Lo grave es que semejante sistema de clasificación estructura el «sistema de comunicación social» que será normado por la Ley de Comunicación. En otras palabras, la falta de sentido de la clasificación, que anula cualquier sentido que se pretenda dar a la estructura del «sistema de comunicación social», permitirá luego cualquier arbitrariedad de los legisladores a la hora de aprobar una ley, y en un sistema neoconstitucionalista y garantista como el que consagra la Constitución, permitirá también a jueces y litigantes cualquier arbitraria interpretación. Hay que señalar que buena parte de la Constitución contiene disposiciones tan enrevesadas, tan incoherentes e inconsistentes como esta.

«El Estado formulará la política pública de comunicación»… ¿Qué es la «política pública de comunicación»? Se puede entender que una administración gubernamental, sea nacional o local, tenga sus «políticas públicas» de comunicación. Y, por tanto, que haya funcionarios que formulen esas políticas, instancias o funcionarios que las aprueben, y funcionarios que las realicen. Pero «el Estado formulará»… Nuevamente, el lenguaje es implacable, permite descubrir los engaños, la intencionalidad totalitaria. ¿Cómo puede formular políticas o lo que fuere el Estado? ¿Qué es el Estado? En cualquier caso, lo que la norma constitucional establecía era que el Estado ―es decir, el gobierno nacional, los gobiernos locales, todo el aparato administrativo: ministerios, fuerzas armadas, sistema escolar, sistema de salud, municipios, consejos provinciales, etc.; Asamblea Nacional, aparato de justicia…― en sus políticas de comunicación, está obligado a mantener un «respeto irrestricto de la libertad de expresión y de los derechos de la comunicación consagrados en la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos.» Además, tales políticas públicas deberán tomar en cuenta la condición de voluntariedad de «los actores privados, ciudadanos y comunitarios» que se integren al «sistema de comunicación social».

Entre otras cosas, las políticas públicas de comunicación y las acciones que en ellas se enmarquen deben respetar el derecho de los ciudadanos a ser informados sobre lo que realizan las instituciones estatales y los funcionarios, sobre la situación de la economía, sobre la manera cómo se contrata y se cumplen los contratos públicos, sobre el cumplimiento o incumplimiento de los contratos del Estado con empresas extranjeras o nacionales. La política pública de comunicación no puede basarse en el ocultamiento de la información, tampoco en la descalificación de los opositores, porque claramente en tales casos se estaría violando la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos. Por consiguiente, las acciones que realiza el «Estado de propaganda» en el campo de la «comunicación social», a más del uso y abuso de los recursos públicos, implican una permanente violación de los derechos humanos, de la Constitución y los instrumentos internacionales, porque desinforman, engañan, ocultan información, tergiversan los discursos de quienes se oponen o discrepan. Porque se imponen cadenas, comunicados oficiales, porque se copa tiempo y espacio de los medios para la propaganda del poder autoritario y sus supuestas verdades.

La última frase, la «de cajón» como se suele decir, que cierra el artículo de marras, dice: «La ley definirá su organización, funcionamiento y las formas de participación ciudadana.» ¿Su, de quién o de qué?, ¿de los derechos humanos?, ¿de la «política pública» de comunicación?, ¿del «sistema de comunicación social»?, ¿del Estado?, ¿de los actores? ¿Formas de participación ciudadana en qué? ¡Vaya gramática y vaya lógica, las de los constituyentes de Montecristi!

 

El monopolio

Más allá de la cantinela del caudillo y de sus secuaces sobre la «prensa corrupta», habría que considerar ciertos juicios de valor sobre los medios de comunicación social que podrían subyacer en la intencionalidad del artículo 384, tal como estuvo redactado antes de la «enmienda». ¿Cómo asegurar, en una constitución democrática, el respeto al pluralismo, a la libre expresión, a la libertad de pensamiento, en una sociedad donde los medios de comunicación fundamentales ―televisoras, radiodifusoras, periódicos― están en manos de empresarios privados, en que hay programas de información o entretenimiento o ilustración que son producidos por grandes multinacionales? No bastan, desde luego, las disposiciones constitucionales y de los instrumentos internacionales sobre los derechos humanos, ni tampoco las autorregulaciones de los medios ―pues hay los que las tienen, sobre todo la prensa. ¿Cómo propender a la democratización de los medios, a la creación de canales de participación amplia de la ciudadanía? La cuestión básica parecería ser, en primera instancia, la del régimen de propiedad: hay que evitar el monopolio. Hay que evitar que los medios de comunicación sean meros instrumentos de los «poderes fácticos», y que estén exclusivamente en manos de empresas privadas, y no se diga de multinacionales del espectáculo o de la información. De ahí que la disposición constitucional, en su tan enredada redacción anterior, aluda a lo público, lo privado y lo comunitario, y que la enmienda lo haga de modo explícito.

Es de enorme importancia el que se enuncie de manera explícita que habrá medios de comunicación [de masas] públicos, comunitarios o pertenecientes a empresas privadas. Lo primero que debieron hacer los asambleístas constituyentes de Montecristi es regular qué es un medio público, qué un medio comunitario y qué un medio perteneciente a una empresa privada ―puesto que un «medio comunitario» es de algún modo un «medio privado», aunque no tenga finalidad de lucro, como sí lo tienen la mayoría, si es que no la totalidad, de las empresas de comunicación. Al no existir enunciado constitucional que precise lo que ha de entenderse por medios públicos, estos terminaron por convertirse en meros instrumentos de comunicación, información y propaganda del gobierno, o incluso del caudillo y su partido. A través de la persecución a periodistas y medios, de la quiebra de empresas, de la compra de periódicos, estaciones de televisión y radiodifusoras privadas y comunitarias, de la anulación y reasignación de frecuencias, de la imposición de cadenas y de publicidad gubernamental, en el Ecuador ―como en Venezuela y como en otros países donde se han impuesto leyes semejantes― el Estado, es decir, el gobierno, el poder ejecutivo, tiene hoy en propiedad la mayor parte de los medios de comunicación del país.

¿Son medios públicos? No, de ninguna manera, si por ellos se entiende, como sucede en varios países europeos ―con la BBC en Inglaterra, la Deutsche Welle en Alemania, la RAI en Italia, Radio Francia o Radio Televisión Española― una propiedad estatal que es administrada democráticamente, de modo plural, por un organismo de gestión integrado por representantes de las principales organizaciones políticas ―las que gobiernan y las que están en la oposición―, los sindicatos, las instituciones culturales. Los llamados medios públicos en el Ecuador no son pluralistas, no hay en ellos periodistas o articulistas independientes, sus instancias de gestión carecen de representación democrática. Son, por el contrario, medios que han sido expropiados y apropiados por el gobierno para ser puestos al servicio del caudillo y su círculo de poder. Se trata, por consiguiente, de un monopolio a través del cual se ejerce el «Estado de propaganda». La enmienda al Art. 384, a más de legitimar la vigilancia, el control y la censura, tiene el propósito de legitimar la apropiación, centralización y monopolización de «los medios públicos» por parte del gobierno para ponerlos al servicio del caudillo.

El ideal del caudillo populista es la posesión de la totalidad de los medios. El caudillo populista es egolátrico, egocéntrico, procura estar rodeado de espejos. En su ilusorio enclaustramiento especular quiere contemplarse. Quiere oír la repetición de su palabra en eco interminable. El caudillo del partido estalinista o del partido fascista quiere que todo medio repita solo su palabra. Que en la prensa o en la pantalla se repita al infinito su imagen, que en la radio resuene su voz, o cuando más el himno de alabanza. Un solo pensamiento, una sola opinión: ¿no es acaso el ideal del caudillo fascista, del caudillo estalinista, del líder religioso totalitario? ¿Y acaso el individuo del rebaño, que ha renunciado a la interpretación, a la crítica, a la sospecha, a la disensión, al discernimiento, que ha renunciado a pensar, no espera, para dar un paso, para emprender una acción, la instrucción o el diktat del caudillo? La cobardía, el miedo, el temor se extienden: no se discrepa, no se cuestiona, no se expresan puntos de vista discordantes, puesto que junto al monopolio de la palabra actúan los aparatos policíacos, incluidos los de la policía semiótica.

¿Montecristi vive?.. ¿La de Montecristi, una constitución democrática, la más avanzada del mundo? Hay que hacerse cargo del grave error político de los «sectores progresistas» que, detrás de un caudillo populista y de los oscuros artífices de las normas jurídicas de su entorno, llegaron a una constituyente en la que se pretendía borrar el pasado de la «larga noche neoliberal» y «la partidocracia», sin contar con un pensamiento político renovador, sin que exista una concepción para organizar el Estado, sin ideas constitucionales, con muchos anhelos democráticos ciertamente, pero a la vez con una sobrecarga de prejuicios. Cada parte y cada disposición constitucional deben ser examinadas con rigor.

Aunque cabe sospechar que va a ser difícil salir del régimen correísta. No se trata solo de liberarse del caudillo como gobernante, y ni siquiera solo de liberarse del gobierno de su partido. Se trata de desarmar todo el andamiaje estatal, constitucional y jurídico, del aparato creado para el ejercicio autoritario del poder. Pero cabe preguntarse si solo al actual caudillo le interesa ese andamiaje estatal, constitucional y jurídico. ¿Acaso no les interesa a otros caudillos, a otros grupos de poder?

Sin embargo, reiteremos una vez más que la palabra es por naturaleza libre, que el pensamiento es libre, que la ironía o la sátira son instrumentos de la inteligencia, que la comunicación social tiene medios que jamás serán controlados totalmente por ningún poder totalitario.