Texto leído en la presentación del libro Pasos de frontera de Fernando Albán, Quito (29.11.2014).
¿Quién está fuera de la política? ¿Quién, a su modo, no toma partido? Pues aun si permanecemos «inmóviles», sentados ante la pantalla del televisor o de la computadora, en casa o en el bar, en la sala de espera de cualquier aeropuerto o de servicio médico, aun si procuramos desentendernos de las cuestiones públicas, desfila ante nuestro ojos el vértigo del mundo, innumerables hechos que se suceden sin fin, y sin que puedan fulgurar como acontecimientos dada la sobrecarga de información, ese tsunami de datos que amenaza con suprimir la posibilidad de pensar. Hechos triviales: los de la comunidad de amigos, sean estos de carne y hueso o meramente virtuales, hechos que se dan dentro de las comunidades religiosas y políticas, estados, naciones, pueblos, iglesias, en los que habitamos, en los que estamos insertos. Hechos que enfrentan a esas comunidades: guerras, conflictos étnicos, enfrentamientos a muerte entre fundamentalismos religiosos, batallas campales entre adherentes a causas antagónicas o meramente disímiles. Estamos inmersos también en supuestos procesos democráticos, las elecciones libres por ejemplo, haciendo uso, allí donde se puede, del libre albedrío, de la libertad de expresión, de opinión, de selección en los mercados abarrotados de ofertas: objetos prácticos, promesas, imágenes. Gozamos de una «libertad» pautada por los medios de comunicación de masas, públicos o privados, y sobre todo por las reglas de construcción, circulación y reproducción de los discursos. Y donde no se puede hacer uso de esas libertades, intentamos sortear la censura, recurriendo para ello al sesgo, a la insinuación, a la ironía. Estamos inmersos en el torrente infinito, hoy planetario, de lo que llamamos «política», subsumidos en cataratas de datos… Aun si en apariencia permanecemos inmóviles, o si marchamos en alguna protesta, o desesperadamente huimos del terror, de la guerra, del crimen instituido en norma de estado o de agrupaciones fanáticas…
¿Quién está fuera de la política? ¿Quién, a su modo, no toma partido? Cuántos sueñan en otro mundo: alguna comunidad verdadera, transparente, alguna democracia en que los hechos correspondan a las declaraciones, algún ejercicio pleno de la libertad a fin de escoger con plena conciencia entre las distintas opciones de bienes, de ilusiones, de satisfacción del deseo… En ese horizonte, se nos repite una y otra vez la consabida máxima de raigambre aristotélica: la política es el arte de lo posible. La comunidad posible, la democracia posible, el estado posible, la reducción posible de la pobreza, la educación posible. El «buen vivir» posible como máxima de buen gobierno posible. Que no se pida lo imposible. Lo imposible queda relegado sin más a los cielos utópicos, a los que se asalta de vez en cuando en la historia: al asalto al cielo seguirá, como recuerda la real politik, la irremediable derrota. Los afanosos renovadores claman por una ventana para exhibir su supuesta alternativa política, que debe ser realista, encuadrada en el arte de lo posible: basta con pedir, y seguramente de obtener, un canal de expresión, un programa propio de televisión o de radio, una columna periodística, para eludir el peligroso asalto al cielo, o, lo que en ciertas circunstancias viene a ser lo mismo, la incesante acción del topo: cavar y cavar.
Fernando Albán inicia su libro Pasos de frontera (Quito: Trashumante, 2014) con una declaración tajante: «Pensar la política cediendo a la tentación del imposible». Desde el umbral del libro estamos ante un paso de frontera, pues el «imposible», como dice el autor en el «Preámbulo», no es propiamente el contrario del posible, por tanto, lo que puede suprimirse con una simple operación lógica o semántica, sino que es pasión, liberación. Solo después de recorrer el libro, aunque no únicamente de manera lineal desde la primera palabra hasta la última, sino de atravesarlo en múltiples trayectorias a las que incita el estilo aforístico y fragmentario, se alcanza a vislumbrar el sentido político de esta declaración, proclama o desafío, declaración que bien puede ser designada como «impolítica», dando a este término una significación que va más allá de la evidente condición impolítica que implica la negativa a aceptar que la política sea el arte de lo posible, es decir, la negativa a aceptar lo que en nuestra época implica una subordinación a la ideología liberal en los ámbitos de la política, del derecho y de la ética, o a sus negaciones autoritarias, sean estas fascistas o populistas. Lo «impolítico» se dirige a poner en cuestión la condición política que es propia de lo humano, tal como esta ha sido concebida desde el mundo griego; se encamina a de-construir los presupuestos del pensamiento occidental sobre la política, puesto que es en la tradición occidental donde surge y se despliega el pensamiento político. El pensamiento político occidental es hoy pensamiento político planetario, aunque choquen, dialoguen y pugnen con él componentes de la acción que surgen de otras historias. Tal puesta en cuestión es, en el pensamiento político moderno o incluso en el llamado posmoderno, decididamente excéntrica: renuncia a cualquier centralidad, a cualquier núcleo, a cualquier anclaje dentro de los dominios del saber. Pero nos equivocaríamos, como ha advertido el filósofo italiano Roberto Espósito, si considerásemos que esa condición impolítica es meramente negativa, que designa lo contrario de la política. Más bien, como lo entiende Albán, es pasión política. Yo añadiría: extremismo político.
Volvamos sobre la frase que anuncia al lector de qué va este libro, compuesto por ensayos cortos y aforismos: “Pensar la política”. Frente al vértigo de los hechos, ante las cataratas de información sobre la política, pues estamos inmersos en ella, hay que adoptar el talante, el temple, la disposición de ánimo que exige el pensar. Paso a paso, con el ritmo de la tortuga que vencerá al veloz Aquiles. Un ritmo que obliga a detenerse, a volver sobre los pasos, a divagar, a buscar atajos, sendas perdidas en el bosque de las ideas consabidas, a cruzar fronteras, en un caminar no sujeto a certidumbre alguna, sin fin preconcebido, sin superación. Lo otro, la política como acierto, como discurso del arte de lo posible, incluso como discurso de la conciencia libre y voluntariosa, es una marcha segura que transita por las autopistas diseñadas para sortear el bosque, delineadas para llegar prontamente a destino: los conceptos están definidos y consiguientemente, se supone, se llegará al fin: la superación, el buen vivir, el reino de la libertad, o si se prefiere, el comunismo. Se insiste después de Aristóteles: el hombre es animal racional, se distingue por tanto de los divinos, del ángel, y de las bestias. Es animal político vive en comunidad, su ámbito propicio es la polis, el estado regulado por leyes. La comunidad puede perfeccionarse, los individuos pueden llegar a ser ciudadanos, a decidir política y éticamente gracias al libre albedrío. La democracia (la liberal) no es perfecta, pero es el mejor de los mundos políticos posibles, nos reiteran constantemente. Otros dirán: podemos superar tal democracia y alcanzar formas de democracia directa, sin mediaciones. ¿Para qué nos vamos a perder en divagaciones im-políticas?
De lo que se trata, justamente, es de enfrentarse a esos conceptos, a esas fuertes convicciones. ¿Qué nos separa, en efecto, del animal? A menudo nos referimos a la inhumanidad del hombre, como si tal inhumanidad fuese ajena a la condición humana. El mal radical, ¿es acaso propio de la bestia? Nos miramos en el espejo de la bestia, metafóricamente, solo para separarnos del animal. O para reconocer los límites del cuerpo, de nuestros órganos, de nuestros sentidos: Ricorditi, lettor, se mai nell’alpe / ti colse nebbia per la qual vedessi / non altrimenti che per pelle talpe [«Acuérdate, lector, si a ti en las cumbres / te sorprendió la niebla, viendo / por la piel a la manera del topo». Purgatorio, XVII, 1-3], dice, por ejemplo, el Dante. El alma, el espíritu inmortal y libre, sortearía esos límites del cuerpo. El pensamiento poético, creo yo, choca incesantemente con las ideas preconcebidas, aun si se trata de un discurrir poético que expone didácticamente una filosofía, incluso una teología, como se supone que es el propósito del Purgatorio dentro de la estructura de la Comedia. A través de la densa niebla no puede verse de otra manera que por la piel, a semejanza del topo; esto dice el poeta al lector: que solamente puede imaginar la niebla, su densidad, su oscuridad, y percibir algo a través de la piel. Ante una imagen poética potente, desde luego percibimos algo a través de la piel, porque nos estremecemos, sentimos el fluir de una especie de descarga eléctrica, se nos pone los pelos de punta, decimos que se nos pone la piel «como carne de gallina»… ¡Y ahí está la ruptura!
La quiebra del discurso, lo que requiere poner en cuestión la tradición del pensamiento político, el cual ha excluido desde Aristóteles en adelante la condición del animal como parte de la polis. Mas no se trata solo del animal, sino de la mujer, de los adolescentes y los niños, de los esclavos, de los extranjeros. La política es exclusión, pero toda exclusión implica reglas complementarias de inclusión, aduanas y policías que vigilan y permiten el paso del exterior al interior. ¿Qué comunidad es aquella que se postula como condición del estado, del pueblo, de la nación, y que a la vez está regulada por leyes de exclusión y de inclusión? ¿Acaso la comunidad de la democracia o del comunismo? Pero, ojo (y digo ojo, escribo y resalto esta palabra ojo, que en nuestra lengua escrita evidencia la «figura», pues nos hace ver los ojos separados por esa jota-nariz), ojo, que lo que dice el florentino es que vemos en la niebla a través de la piel, como los topos. ¿Qué dice con ello el poeta? ¿Qué tenemos la mirada corta, que vemos ciegamente? ¿O se trata acaso solo de una figura del discurso, de una sinestesia, para aludir a la dificultad de ver, que obliga a percibir a través de la piel, es decir, del tacto, lo que no vemos? ¿O la sinestesia es algo más que mera figura? La figura es desde luego algo más que un modo elegante, ornamental, de significación. La piel, sugieren los citados versos de Dante, el sentir a través de la piel, del palpar, del tacto, es otra forma de «ver». ¿Por qué salta ante el lector el topo, el animal ciego que habita en cuevas bajo tierra?… ¿Y el olfato? ¿No se dice, acaso, que ciertos políticos poseen un gran olfato, que les permite adelantarse a los acontecimientos, es decir, moverse con astucia en las intrigas del poder? ¿No se los compara a tales políticos astutos con el zorro, la eminencia animal en cuestiones de astucia, o de olfato? Pero el zorro, como el topo, son ciertamente im-políticos. El pensamiento occidental, como sabemos bien quienes pasamos alguna vez por alguna escuela de filosofía, se organiza o bien en torno a la visión (teoría), por sus fuentes griegas, o bien en torno a la escucha, por sus fuentes judaicas. O el ojo o el oído. ¿Acaso no se insiste en que la transparencia es una cualidad esencial de la convivencia democrática? ¿No se insiste acaso en que es condición esencial del gobierno democrático la capacidad de escuchar al pueblo — el soberano―, a la voluntad general, a las mayorías, y hoy, gracias a la ampliación de los derechos humanos y sociales, también a las minorías?
Desde luego que no se excluye de la comunidad política solo al animal (hasta nuestros días), sino a la mujer, a los menores de edad, a los esclavos, a las minorías étnicas (judíos, árabes, gitanos, negros, indios), o se los incorpora bajo la biopolítica del control de la población, de lo que podríamos llamar subsunción real a través del derecho, el cual incluye los derechos humanos y los llamados derechos sociales, y por último, ahora entre nosotros, los supuestos derechos de la naturaleza. De otra parte, ya Aristóteles, como nos recuerda Albán, excluye también a los divinos, a los ángeles. No obstante, el pensamiento político, así como la economía política, están impregnados de teología. Su sustento es la ontoteología. ¿Acaso una noción central del pensamiento político moderno, la soberanía, no procede de la teología; acaso no remite constantemente a la teología?
«Pensar la política cediendo a la tentación del imposible»: se alude, sin duda, a la tentación que emerge de lo imposible: la comunidad imposible, la democracia por venir, la utopía, a condición de que no se la conciba como el fin de la historia, como el fin de los tiempos, donde reinarían la comunidad de fines, la libertad y la razón, sino como aquello que hoy mismo está desquiciando el tiempo, como la llamada a saltarse las aduanas por pasos de frontera insospechados, como las incesantes llamadas de liberación que surgen desde la textura del mundo. A eso nos convoca Fernando Albán. A tientas, como un topo, tentando, intentando diálogos, tentado, si es que no acosado, por los espectros de Aristóteles y de Platón ciertamente, de Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Bataille, Kafka o Derrida, acosado por ese terrible espectro llamado Bartleby, que emerge de la prosa de Melville. En debate con Agamben, en proximidad con Nancy o Lacoue-Labarthe. No sé si se trata de diálogos, no creo que Albán acepte el término. En todo caso, la escritura, pienso yo, y creo que hasta cierto punto él comparte mi convicción, es siempre lectura (y aquí, que quede «claro», la lectura es actividad que puede semejarse a abrirse paso entre la niebla, dejándose guiar por el instinto, como el topo), y en este sentido, en cuanto lectura, es siempre una «conversación con los difuntos», que se lleva a cabo en el retiro, «en la paz de estos desiertos», como dice el soneto de Quevedo. No se puede pensar, y por tanto, no es posible poner en cuestión o de-construir la política y los discursos sobre la política, sin esa conversación exigente, asidua, con los cinco sentidos en alerta, paso a paso, traspasando aquí y allá las fronteras, de ida y de vuelta. En el pensamiento político moderno —y aun en el posmoderno— se han mitificado determinados conceptos: soberanía, libertad, comunidad, democracia, pueblo, estado, nación, legitimidad, legalidad, voluntad general, mayoría. De-construirlos implica abordarlos desde una actitud profanadora, es decir, des-sacralizándolos. Mientras nos mantengamos en el ámbito de su sacralización, no abandonaremos la teología política. La libertad no es, para Albán, una propiedad esencial del sujeto, de la conciencia, que permitiría decidir a la voluntad entre el bien y el mal. Su planteamiento nos lleva a otro lugar: la libertad emerge en la relación con el otro, con los otros, no es constitutiva del yo, ni siquiera del nosotros (semejantes, prójimos, próximos) sino que brota infinitamente en el mundo, en el encuentro de uno con otro, con el otro o con lo otro. Otro que incluye el flujo infinito de lo viviente, de la vida, y no solamente los seres humanos vivos con los cuales entramos en relación inmediata. La libertad es un llamado que viene con la ruptura. La palabra en libertad «adopta necesariamente las formas de la disolución, la descomposición, la transformación, la subversión», dice el párrafo que cierra el libro.
Pasos de frontera es un libro de singular fuerza intelectual, que pone en evidencia la enorme potencia ética de su autor en un momento en que la vida intelectual entre nosotros, los ecuatorianos, es un desierto, mas un desierto que no es la anhelada paz de un poeta como Quevedo, sino el vacío derivado de la rutina, por no decir de la pura y simple desidia. Un vacío del pensar que proviene de la repetición acrítica de los viejos ideologemas liberales y de sus supuestas superaciones críticas, los ideologemas del populismo y del izquierdismo que repite viejas nociones inocuas. Es un libro exigente, que nos coloca ante la urgencia de pasar las fronteras fijadas por tales discursos, marcadas por sus nociones y sus ideologemas. La entereza ética tiene que ver con la firmeza para pensar desde el desierto. Pues es desértica, ciertamente, la condición a que hemos sido llevados por la biopolítica de la época tardo-capitalista, en sus variantes neoliberales, supuestamente democráticas o abiertamente autoritarias. Desértica en la parálisis que provocan sus minuciosas reglas tecnocráticas (las de la “excelencia” y la “innovación”, tan en boga hoy día, y eso lo conocemos bien quienes trabajamos en el ámbito universitario). Sin embargo, el topo a tientas prosigue su tarea deconstructiva, corrosiva, profanadora, proponiendo una biopolítica democrática, de una democracia por venir.
No quiero cerrar la presentación de este libro de Fernando Albán sin decir unas pocas palabras acerca del encomiable trabajo del editor, Carlos Reyes Ignatov, quien nuevamente ha puesto en juego su imaginación libérrima, de manera singularmente generosa, para lograr que el libro de Albán nos llegue en una forma estética que armoniza con el temple afectivo y la intensidad del pensamiento de su autor. Trashumante, es preciso decirlo, no es una empresa editorial, es una apuesta a fondo perdido, y bien sabemos que un lanzamiento de dados jamás abolirá el azar. Carlos Reyes Ignatov, con vista de topo sin duda, ha podido ver un secreto enlace entre el pensamiento de Albán y el pensamiento poético de Mallarmé. ¿Acaso el lanzamiento de dados no entraña, en cada ocasión, un paso insólito de fronteras?