¿Para qué un Ministerio de Cultura? (Acerca de la política cultural en el Ecuador)

Respuesta a Mario Campaña.

Agosto de 2006.

Hace pocos días, el poeta Mario Campaña tuvo la iniciativa de dirigir una carta abierta al presidente Correa sobre la cultura, que suscribieron además otros escritores y artistas. Debo a Mario un comentario sobre ese texto, pues lo puso en mi conocimiento antes de su difusión, invitándome, si estaba de acuerdo, a suscribirlo. Si no lo hice es por mi desacuerdo en varios aspectos. Quisiera esbozar aquí algunas de las razones del desacuerdo, tal como se lo prometí a Mario. 


Revoluciones sociales y cultura

La primera cuestión que pone la carta mencionada tiene que ver con la relación entre transformaciones sociales y cultura, a propósito de lo cual se señala que los límites – y quizá el fracaso, podría entenderse – de algunas revoluciones (rusa, cubana, china, y la misma revolución liberal ecuatoriana) radicaría en la carencia de una revolución cultural: “la falta de realidad de esas revoluciones se debe a que preservaron substancialmente inalterado el mundo de la vida y sus valores en las sociedades que pretendían transformar. Sin una transformación cultural no hay verdadero cambio en una sociedad”. Esta tesis es plausible. Pero ella misma fija de inmediato una problemática que tiene que ver con una dimensión profunda de la historia contemporánea: la articulación del mundo de la vida y sus valores en las sociedades industriales y postindustriales[1], dominadas por el capital en su proceso de internacionalización, transnacionalización y globalización, y determinadas en conjunto por el despliegue de una forma de conocimiento y de tecnología que atraviesa todas las prácticas sociales.

¿Qué ha pasado con las revoluciones sociales, con los movimientos emancipadores, con la democracia, con la justicia, y con las culturas, en esa historia reciente? Desde luego, este no es lugar ni siquiera para el inicio de una respuesta; los intentos de respuesta a esta y otras interrogantes vinculadas constituyen la trama de las reflexiones filosóficas, sociológicas, antropológicas e históricas (cuando estas disciplinas no se reducen a los datos empíricos y la mera descripción, tan caros a la tecnocracia encargada de la administración de la vida social). Por el momento, se puede concordar en que las revoluciones comunistas del siglo XX fracasaron, entre otras razones, porque las expectativas de transformación del mundo de la vida no guardaban correspondencia con los dispositivos culturales y tecnológicos, ni con la organicidad de las sociedades en las que se produjeron tales revoluciones. Pero a partir de esta tesis, no alcanzo a entender cómo se inscribiría la propuesta de una política cultural de Estado, aquí y ahora, en el Ecuador de esta próxima década. Sin embargo, no convendría pasar por alto lo que significaron las políticas culturales de Rusia, China y Cuba en sus momentos revolucionarios[2]. Por ahora, y de manera muy esquemática, podríamos considerar que la política cultural de la revolución rusa estuvo vinculada a las energías de un pueblo que en pocos años había adquirido un enorme impulso espiritual[3] que se expresó en generaciones de brillantes intelectuales y artistas que “florecieron” desde mediados del siglo XIX hasta la segunda década del siglo XX (científicos, filósofos, poetas, músicos, pintores, arquitectos), que fueron capaces de fundir, esto es, de mestizar, valores y formas que provenían del mundo campesino ruso (porque Rusia era un mundo básicamente campesino) con algunas tendencias modernas (no solo la industria, sino el despliegue de la subjetividad en el mundo urbano, que quizá pueda simbolizar el paseo vespertino por la avenida Nevski de San Petesburgo). Lenin decía que Tolstoi era el espejo de la revolución rusa. La apreciación de Lenin, aunque justa para el caso de Tolstoi, inquieta porque no advierte que Dostoievski lo era tanto como Tolstoi, y en algunos aspectos, incluso más que este. Muchas de las personalidades de los revolucionarios, de los anarquistas finalmente derrotados por la propia dinámica revolucionaria, o de los bolcheviques liquidados por el estalinismo, son en efecto más cercanas a los personajes de Dostoievski que al mundo de Tolstoi. Por otra parte, durante el breve momento revolucionario, cuando Lunacharski fue Ministro de Cultura, la revolución acogió en su seno a las vanguardias artísticas e intelectuales. Pero poco tiempo después los mejores representantes de esa potente cultura rusa que se expresaba a través de sus vanguardias artísticas e intelectuales, o terminaron en el exilio o en el destierro o en el silencio, sea porque fueron asesinados o porque se suicidaron. Unos cuantos, Eisenstein, Shostakóvitch o Bulgakov entre ellos, para seguir trabajando en sus filmes y novelas, tuvieron que someterse a las consabidas autocríticas, al mea culpa y el propósitos de enmienda que el régimen exigía de sus intelectuales y artistas, o escondieron sus obras para que se publicaran póstumamente, cuando ya había muerto el dictador. Si la revolución rusa tuvo mucho que ver con el mundo campesino, quedan para nosotros algunas preguntas: ¿hasta qué punto las formas culturales tradicionales, premodernas, supervivieron y marcaron el mundo de la vida en el periodo postrevolucionario? ¿Cuánto tuvo que ver ese mundo premoderno con la dictadura de Stalin, e incluso con el bolchevismo, con la destrucción de las posibilidades democráticas, de la libertad de los seres humanos concretos? ¿Cómo se conjugaron esas formas culturales campesinas con la industrialización forzada, con la planificación centralizada? ¿Cómo se conjugaron esas formas en los países y pueblos sometidos a Rusia dentro de la URSS, dado que la Rusia de la revolución heredó el dominio del imperio sobre otros pueblos del este de Europa y del Asia? Y, por supuesto, ¿cómo se juntaron el ballet y el folclore en la cultura rusa del siglo pasado? ¿Hasta qué punto el ballet se convirtió de forma artística occidental que prosperó en monarquías en decadencia y burguesías en ascenso, en un espectáculo popular de la Rusia soviética?

En el caso de China, quizá el momento que debe ser mirado para el propósito de pensar la función de las políticas culturales es el de la llamada “revolución cultural” de mediados de la década de los sesenta del siglo pasado. Tal vez haya que mirar esa revolución cultural como el campo de batalla en que se confrontaban la continuidad de las formas milenarias de la cultura china, más ligada a la tierra, al campo, y la emergencia de las formas de modernización, ligadas a la industrialización, a las tecnologías modernas. China contaba con una gigantesca masa de trabajadores, aunque sus dispositivos tecnológicos modernos eran casi inexistentes. Frente a las presiones de la URSS para subordinar a China, y ante la carencia tecnológica, Mao había lanzado la famosa divisa de avanzar en el socialismo basándose en el propio esfuerzo. Es decir, en la capacidad de disponer de cientos de millones de trabajadores. En esas condiciones, la movilización de millones de jóvenes, los guardias rojos maoístas, implicó una crítica, en ocasiones cruel, de los mandarines intelectuales occidentalizados que formaban parte de la dirección del Partido Comunista, crítica que se hacía en nombre de una fuerza revolucionaria, comunitaria, que emergía de las profundidades del pueblo chino y de su historia milenaria. Sin embargo, tres décadas más tarde, las movilizaciones estudiantiles, justamente de los hijos de aquellos guardias rojos de los sesenta, movilizaciones que terminaron en la brutal represión en la plaza de Tianamen, tenían otros objetivos, mucho más vinculados a las formas culturales occidentales, urbanas, e incluso liberales. Y ello en medio de un acelerado proceso de inserción de China en el capitalismo tardío y globalizado de nuestra época. Por lo demás, y para mirar que nunca puede predecirse por donde irá el curso de la historia de las sociedades, baste señalar aquí que si de algún modo la revolución cultural se levantó contra el piano, contra Mozart y Beethoven, y promovió la tradición de la ópera china, hoy se dice que en el futuro cercano los mejores pianistas del mundo serán jóvenes chinos, hombres y mujeres. Lo dice nada menos que Daniel Barenboim, gran músico y valiente luchador por la convivencia pacífica y cooperativa entre palestinos e israelitas.

¿Qué sentido tuvo la política cultural de la revolución cubana en los años sesenta? La revolución creó expectativas que surgían de dos tradiciones diferentes, por una parte, la historia de la emancipación de América Latina y el conflicto abierto por la expansión imperialista de los Estados Unidos, y por otra, el socialismo europeo. De ahí que el ímpetu revolucionario cubano haya generado una onda expansiva en América Latina que vinculaba la tradición latinoamericanista con el socialismo, incluso con un socialismo renovado[4]. Ese ámbito, sobre todo cuando desde Estados Unidos se desplegaban las acciones de acoso, de aislamiento y bloqueo, no solo concitó el apoyo de la intelectualidad y de los movimientos de izquierda latinoamericanos, sino también exigió del gobierno cubano una política de apertura cultural hacia esos intelectuales y movimientos. La Casa de las Américas fue la respuesta adecuada a esa circunstancia; Martí se convirtió en el maestro de una tarea político-intelectual de emancipación latinoamericana que debía continuar en la segunda mitad del siglo XX. A la vez, la política cultural se volvió hacia las fuentes populares de la gran cultura cubana, como sustrato de una movilización general para la defensa de la revolución.

Es notable que en este contexto la figura literaria de la revolución haya sido el afrancesado Alejo Carpentier y no el cubanísimo Lezama Lima, aunque los dos, cada uno a su manera, fueron grandes cultores de un barroquismo que devoraba fuentes y antecedentes múltiples de la historia cultural cubana. En esos primeros años, la política cultural de la revolución convergió con un inusitado auge de la actividad intelectual y artística en todo el continente, y su reconocimiento en el occidente. Es la época del boom literario, del reconocimiento internacional de García Márquez, Fuentes, Cortázar o Vargas Llosa, que permite además el reconocimiento de otros potentes escritores latinoamericanos, entre ellos, Asturias, Carpentier, Lezama Lima, Borges y Paz. Pero cuando la etapa revolucionaria concluyó, como fue evidente hacia fines de la década de los sesentas, ya fue clara la disensión intelectual[5]. El proceso cubano derivó en una fórmula: “dentro de la revolución, todo está permitido; fuera de la revolución, nada”. Y en esta fórmula hay un doble problema: por una parte, ¿quién define lo que está dentro de la revolución? ¿El comisario cultural, el buró político, el jefe máximo? Como sabemos, al proletariado lo sustituyó el partido; a los consejos obreros, el Estado “obrero”; y finalmente al partido, el buró político y su jefe máximo. El segundo problema, más complejo aún, es el intento de fijar la interioridad de un deriva revolucionaria. Las revoluciones implican justamente una salida de curso, un desborde de las fronteras. Cuando se establece lo que está dentro de la revolución y lo que está fuera de ella, la revolución ha concluido. Se ha institucionalizado. A partir de ese momento, el partido revolucionario debería pasar a llamarse Partido Revolucionario Institucional, PRI, como en México. Ya Octavio Paz llamaba la atención sobre la contradicción en los términos e incluso el absurdo que están implícitos en esta denominación. El hecho que consumó el fin de la política cultural de la revolución cubana fue lo que se conoció como “caso Padilla” (1971). A partir de entonces, las adscripciones de artistas e intelectuales latinoamericanos al régimen cubano siempre fueron más bien de carácter burocrático, y no tenían ya nada que ver con el ya para entonces lejano acontecimiento revolucionario.

La carta abierta de Campaña no se refiere, sin embargo, a otro momento significativo de las políticas culturales, aquel que se dio en Francia en la segunda postguerra del siglo pasado. La vinculación de André Malraux con el general De Gaulle, que pudo aparecer como una adhesión insólita del escritor al gobernante, tuvo lugar en el contexto de la reconstrucción de Francia. El fin de la segunda guerra mundial selló la hegemonía de los Estados Unidos, y a partir de ese momento su expansión por el mundo ya no se realiza solamente a través de la tierra y del mar sino también como dominio del aire, de la estratósfera. Estados Unidos extendió su dominio económico sobre Europa a través del Plan Marshall en el contexto de la Guerra Fría; de la confrontación, al borde de la guerra atómica, con la URSS[6]. En ese contexto, De Gaulle y Malraux tenían el propósito de levantar a Francia de su humillación, y no solo levantarla, sino elevarla a tercera potencia mundial, por sobre el resquebrajado y moribundo imperio británico, aprovechando la derrota alemana. Y para ello, había que basarse no solo en los ideales de la revolución – libertad, igualdad, fraternidad – sino también en la gran historia cultural francesa. De ahí que Malraux cree e impulse por todo el territorio nacional las famosas Maisons de Jeunes et de la Culture[7]… En mi imaginación no dejan de juntarse dos parejas de personajes emblemáticos de Francia y China en esa época: De Gaulle y Malraux, Mao Zedong y Zhou Enlai. Malraux vivió en Indochina y siguió con enorme interés los procesos revolucionarios chinos de los años veinte del siglo pasado, luego combatió en las filas de la España republicana; Zhou, uno de los jefes militares de la revolución y genial estratega de su diplomacia, vivió en Francia. De hecho, De Gaulle y Mao, y con ellos Malraux y Zhou Enlai se juntaron para resquebrajar la imagen de mundo bipolar que estructuraba las relaciones mundiales en la época de la Guerra Fría, a fines de la década de los cincuenta e inicio de los sesenta. Mayo del 68 fue una movilización contra la política y la cultura gaullista, así como la de los guardias rojos fue una movilización contra los intelectuales occidentalizados de la revolución china… 

De otra parte, es también discutible la afirmación sobre los efectos culturales de la revolución liberal en Ecuador. La separación entre Iglesia y Estado, el laicismo, la educación pública, y el inicio de la participación de las mujeres en la esfera pública, implican sin duda un cambio cultural profundo. Debemos tener en cuenta que Ecuador a inicios del siglo pasado era un país rural, de campesinos y terratenientes (grandes y pequeños) de concepciones y prácticas feudatarias, y lo siguió siendo hasta mucho más tarde, por décadas. Quito y Guayaquil no llegaban a los cien mil habitantes a inicios del siglo XX. La transformación cultural del liberalismo estuvo vinculada a la obra emblemática del ferrocarril entre Guayaquil y Quito, a la reforma educativa –piénsese en la acción pública de Luis Napoleón Dillon– y al comercio. 

Ahora bien, ¿cuáles son las expectativas de transformación que estarían en curso, actualmente, en el Ecuador? Si esto no está claro –y para mí, no lo está– difícilmente se puede determinar los propósitos de una política cultural de Estado que debería contribuir a la transformación social supuestamente en curso.


Las revoluciones culturales de las que no se habla

A mi juicio, la apreciación que Campaña y los demás firmantes del documento tienen sobre los vínculos entre revoluciones y transformaciones culturales es heredera de los viejos esquemas conceptuales de la izquierda latinoamericana. En efecto, si bien las transformaciones sociales implican profundos cambios culturales, en esos viejos esquemas no se piensan las reales revoluciones culturales del siglo pasado. Y son profundas. Me referiré a las que considero las principales, sin que el orden de exposición implique ninguna prevalencia conceptual y menos aún un orden de importancia. 

La emancipación de las mujeres: Recordemos para empezar a dos escritoras del siglo XIX, la francesa Amadine Aurore Lucile Dupin y la británica Mary Ann Evans. ¿Las conocemos bajo esos nombres o más bien por sus seudónimos “masculinos”, George Sand y George Eliot? ¿No luchaban en el siglo XIX y a inicios del XX las sufragistas por el derecho a votar? ¿No luchaban algunas mujeres por el derecho a entrar en las universidades, por el derecho a ejercer la ciencia como profesión? Debemos agradecer a la gigantesca revolución que se desarrolló en el siglo pasado y que sacó a las mujeres de su encierro en los conventos, las alcobas y las cocinas. Esta es ciertamente una profunda transformación social, que se ha ido extendiendo por el mundo entero. Es la gran revolución cultural del siglo XX. Los movimientos feministas, por lo demás, han contribuido a pensar la diferencia como condición fundamental de las sociedades (y como condición ontológica de lo humano), y en consecuencia a colocar la diferencia junto a la complementariedad como cuestiones de fondo en relación con la democracia. Esta no puede ser pensada como unidad de los idénticos, sino como unidad de identidades y diferencias, como diferencia que se abre en la propia identidad. Otra vez: la condición de la democracia es la diferencia, la pluralidad, y no la identidad de lo idéntico, la unidad de lo mismo.

Las revoluciones científicas: El mapa del conocimiento de nuestros días es de una enorme complejidad; los conceptos de espacio y tiempo han cambiado por completo. Con ello, ha cambiado la concepción del lugar de lo humano en el mundo. De hecho, lo que es el espacio y lo que es el tiempo para nosotros no tiene antecedentes en la historia humana anterior al siglo pasado. En el curso del último siglo se han producido conocimientos que modificaron por completo el horizonte del mundo de la vida: en la física, la teoría de la relatividad, la teoría cuántica, las teorías del big bang, los agujeros negros, la antimateria… el universo de más de cuatro dimensiones… El postulado de Ilya Prigogine sobre la flecha del tiempo, que deja sin lugar a las certidumbres, incluso en el campo de los procesos naturales (nada es predecible)… En biología, el descubrimiento del DNA y el RNA, que da lugar a la comprensión de los fundamentos de la evolución y por tanto de la especiación, que deriva en los mapas genéticos, y que abre un campo de investigación y experimentación inusitado, pues tiene que ver con la creación de la vida y la modificación artificial de sus formas. En consecuencia con estas revoluciones en el conocimiento de la física y la biología, se han producido profundos cambios en las matemáticas y en la química. ¡Qué profundo cambio es el que se ha operado en la imagen del universo, de la Tierra y el Cosmos; en la concepción del tiempo, del espacio, de la vida! Pero lo mismo acontece en las ciencias humanas y sociales: revoluciones en las teorías del lenguaje, de las formaciones sociales, de la historia, del comportamiento humano. Todas estas transformaciones de las ciencias conllevan complejos problemas para la existencia humana del presente y del futuro. ¿Nos estamos alejando de la Tierra, como suponen Hanna Arendt y Virilio, con desesperación, o Hawking con cierto optimismo?

Las revoluciones tecnológicas: Los desarrollos de las ciencias están articulados a las innovaciones tecnológicas; más aún, hoy la ciencia está condicionada en su despliegue, en la definición de sus líneas de trabajo, por la tecnología. La innovación tecnológica está determinada por el mercado global (es decir, depende de su importancia para el capital, para el beneficio, y no de la satisfacción de las necesidades humanas), y la innovación tecnológica supeditada al capital rige la marcha del conocimiento científico. Esta supeditación al capital hace que se mire la tecnología incluso como una amenaza para la supervivencia de la humanidad. En un siglo hemos pasado de los barcos trasatlánticos y el ferrocarril al automóvil y los aviones de transporte masivo, y luego a las naves y sondas espaciales; de la energía eléctrica a la energía atómica y nuclear, del petróleo a la búsqueda de nuevas fuentes energéticas. Mientras tanto, se ha reducido la capa de ozono, se ha utilizado casi todo el carbono contenido en los fósiles y que se ha generado en millones de años de vida, se ha provocado el calentamiento global de la Tierra con todas las amenazas de catástrofe que contiene. Estos son problemas globales, que no pueden ser enfrentados de manera parcial. La humanidad ha creado en un siglo terribles artefactos de guerra. Bombas atómicas, bombas de napalm, bombas personales, misiles transcontinentales, toda la parafernalia de la “guerra de las galaxias” que, entre otras cosas, dio origen a Internet. Ha creado lo que Paul Virilio llama bomba climática cuya terrible amenaza se cierne sobre todo el planeta. Ha transformado radicalmente la propia idea de lo que es el cuerpo humano a través de los trasplantes y las prótesis. El resultado es el profundo cambio de la vida cotidiana, como consecuencia del uso de fuentes de energía, de medios de movilización, de información y comunicación que han terminado por crear esas condiciones de la vida actual que tratamos de aprehender con nociones como “tiempo real”, “presencia virtual”, y que a veces llevan a pensarnos ya no como individuos, sino como nodos de redes en continua interacción. 

Las migraciones masivas: Guerras, conquistas, alianzas, comercio y migraciones han sido siempre el ámbito de encuentro, confrontación y mezcla de culturas, es decir, de lenguajes, costumbres, hábitos, conocimientos, valores. Las migraciones masivas del último siglo y medio, que se han incrementado en los últimos decenios, contribuyen aún más a las transformaciones culturales. A nuestro continente, a nuestro país, han arribado grupos humanos diversos: europeos occidentales y orientales, asiáticos, árabes, judíos. Además, están las migraciones internas, la combinación de grupos humanos de distintas raíces dentro de lo que han sido los estados nacionales, y que en el caso ecuatoriano ha dado lugar a esa figura del “estado plurinacional” de la actual Constitución (2008). De nuestro continente, y por supuesto de nuestro país, han emigrado cientos de miles, millones de personas. A veces, por la persecución política (aunque no sea precisamente el caso del Ecuador, salvo unas cuantas excepciones), a veces, en búsqueda de trabajo (y no solo obreros, sino profesionales, científicos), y seguramente también por un deseo de movilidad. Y con esos grupos, con esas personas, van, vienen y se entremezclan códigos culturales, saberes, hábitos, lenguajes y otros sistemas semióticos… Tal vez la emigración de africanos, árabes, asiáticos, europeos orientales y latinoamericanos esté transformando hoy por completo las culturas europeas, más allá de lo visible, porque estas metamorfosis se realizan sobre todo en los intersticios, en lo subterráneo, en lo “underground”. Por otra parte, ¿acaso los Estados Unidos, con su pretendida vocación de “crisol” de culturas, no evidencia también la problemática de la confrontación y del aislamiento entre grupos humanos que tienen distintas procedencias? En todo caso, detrás de la recepción a los inmigrantes o su rechazo, se juegan los graves asuntos de la hospitalidad y de la hostilidad, y por supuesto, el fundamento mismo del mestizaje. Mestizaje, combinación de distintas culturas: la realidad social, en todas partes, es multicultural.

Finalmente, los procesos de urbanización: la configuración de megápolis, de espacios urbanos gigantescos; aun en países como Ecuador la mayor parte de las personas viven en espacios urbanos. La urbanización es una realidad que combina múltiples procedencias de los grupos humanos, transformaciones de los espacios de trabajo, de vivienda, de estudio, de mercados, es a menudo un proceso caótico. Se crean así distintas subculturas urbanas. Algunos sociólogos, el francés Maffesoli entre ellos, han llegado a hablar de una organización tribal en las urbes contemporáneas. 

¿Hemos pasado de una “modernidad sólida” a una “modernidad líquida”, como sostiene Bauman? Y, como sabemos gracias a Benjamin, todo avance cultural, todo proceso civilizatorio, trae consigo su dosis de barbarie. 

Desde luego, como me consta, Mario Campaña conoce bien la complejidad que engloba la noción de cultura. 


La cultura occidental y las culturales ancestrales

La carta abierta dirigida por Campaña y demás firmantes al presidente Correa propone sin embargo que, para afianzar el cambio del mundo de la vida coherente con las transformaciones sociales que estarían en curso en el Ecuador, se emprenda en una “revisión crítica de las bases de la cultura occidental”. Y no solo eso, sino que se hace una enfática afirmación sobre el envenenamiento progresivo de nuestra vida que habría producido esa cultura occidental: “Valores y nociones de la educación colonial, de la cultura greco-romana, la cristiandad feudal y medieval, la filosofía de la Ilustración, la ideología del progreso, la actividad del comercio, la industria y el capital financiero, han conformado una gran masa cultural hereditaria que ha envenenado nuestra vida progresivamente”. Esta afirmación la destinan, curiosamente, a un gobernante cristiano, católico, que, según cuenta, hizo cumplió su apostolado a la manera franciscana entre los campesinos indígenas de Zumbahua, formado en una disciplina intelectual que emerge en el mundo occidental moderno (la economía), y que dirige un proceso de supuesta transformación política que tiene como divisa la revolución ciudadana, la cual ha puesto como objetivos los ideales heredados de la revolución francesa, de la Ilustración (la soberanía nacional, del pueblo), y que ha retomado los mitos modernos vinculados a la nación… Debo confesar que para mí resulta insólita esta destinación, pues el discurso de la revolución ciudadana es esencialmente occidental y moderno[8]. Las instituciones políticas, jurídicas, educativas son, en esencia, occidentales y modernas. Lo es también la Constitución que acaba de aprobarse a través de instituciones occidentales como son los procesos electorales, la asamblea constituyente, el plebiscito; sus principios, las instituciones que de ella derivan, son sustancialmente occidentales y modernos. 

Pero, ¿qué es lo que envenena progresivamente nuestra vida? ¿Todas esas instituciones, todos esos saberes occidentales? ¿Toda las filosofías, todas las ciencias? ¿El derecho? ¿Todas las literaturas, las artes plásticas, la arquitectura, que vienen de Occidente? Que me disculpe Mario Campaña si tengo que usar un término duro, pero esta afirmación me parece un verdadero disparate metafísico. ¿Suponen los autores de la carta al Presidente que existe una substancia subyacente en “nuestro” ser que habría sido “envenenada” por occidente? ¿Cuál es el ser vivo, el cuerpo, o en la extensión de la metáfora, el ser social, el cuerpo social, que habría sido envenenado? ¿Cuál es su contextura, capaz de sufrir un envenenamiento tan prolongado? El disparate metafísico no se asienta sobre “base” alguna (debo confesar que no entiendo la noción “bases de la cultura occidental”). No deja de ser sintomático que en esta enumeración de los venenos que progresivamente han envenenado “nuestra vida” no se mencione a otra fuente de la cultura occidental y del cristianismo, la judía, ni tampoco a los restos de la cultura islámica andaluza que, de todas maneras, también llegan hasta “nosotros” a través de la conquista española. Y a propósito, cabe preguntar: ¿a quiénes engloba el “nosotros” a que remite el adjetivo posesivo “nuestra”? ¡Ah, los deícticos! ¡Lo que puede hacerse con un deíctico como el pronombre “nosotros”!

¿Por qué no reconocer que estamos inscritos en el cumplimiento de una historia de occidentalización del mundo, que para bien y para mal se ha realizado en los últimos siglos? Solamente a partir de este reconocimiento, me parece a mí, sería posible pensar los desafíos que se plantean a los seres humanos en nuestro tiempo, y que se nos plantean a nosotros, ecuatorianos. Es decir, los procesos conjugados de civilización y barbarie. Sin ese reconocimiento, considero imposible la crítica, cualquier crítica, de la cultura, de la política, de la economía, del derecho, de las instituciones. Es imposible pensar qué pueda significar la “crítica” fuera de ese reconocimiento, dado que la crítica es una forma de intervención del pensamiento sobre formas de interacción social y las formaciones conceptuales o ideológicas, de raigambre occidental. Aun si quisiéramos “superar” la crítica en proyectos “deconstructivos”, seguiríamos insertos en modos occidentales del pensamiento. No en vano lo que se nos ofrece como algo distinto del ejercicio de la crítica es la meditación al modo de la que se practica en el budismo zen. No sé, en verdad, si al amparo de la meditación se puedan organizar prácticas culturales articuladas a la transformación social (aunque tal vez sean las más idóneas para el buen vivir).

Pero Campaña no se detiene en el “envenenamiento” provocado por occidente y que habría dañado “nuestra vida” de tal modo que nos habría convertido en individuos egoístas (porque a su juicio la cultura occidental estaría consagrada a producir individuos egoístas) y repetitivos (seguramente por la herencia colonial), sino que señala que así como habría que recoger la herencia de occidente con beneficio de inventario, lo mismo habría que hacer con las culturas ancestrales. Muchos de los tópicos sobre el occidente envenenador que contiene la carta de marras se repitieron en el pasado cercano a propósito de los quinientos años del viaje de Colón, como muletillas indigenistas. Sin embargo, Campaña sabe bien que es difícil sustentar una crítica a occidente a partir de idealizaciones del mundo indígena. 

A mi juicio, desde el punto de vista de una política democrática, una prédica sobre el “envenenamiento occidental”, sin que medie una coherente y consistente demarcación de aquello occidental que habría que poner en cuestión, puede convertirse en una incitación al oscurantismo e incluso al terror. Entre otras cuestiones, hay que reconocer que si bien el capitalismo es la esencia de la modernidad occidental, o incluso que el capital es el dios de la modernidad occidental, también lo son los ideales de democracia, de justicia, de libertad de pensamiento, expresión y movimiento, de igualdad, de tolerancia, de reconocimiento mutuo. Estos son valores puestos por occidente, y una crítica de este occidente mundializado en el que esos valores no se cumplen (precisamente por la subordinación de las comunidades humanas al capital y a las relaciones de poder que imponen y mantienen la injusticia, la desigualdad o la opresión), necesariamente se sustenta en ellos.

A ese anti-occidentalismo cabe contraponer el principio de la antropofagia propuesto por el poeta brasileño Oswald de Andrade. Ese es el principio del mestizaje, que es la vocación cultural de América Latina. Una formulación teórica consistente de este principio, a la que me remito, la ha realizado Bolívar Echeverría. La antropofagia es códigofagia, es apropiación de lenguajes, de formas culturales. Como apropiación, es reinvención. No es verdad que los latinoamericanos seamos unos meros repetidores de las formas culturales de Occidente, y no es verdad, como lo demuestran varios estudios de historia cultural, desde el momento mismo de la conquista y el comienzo de la colonia. Pero, por otra parte, a inicios del siglo XXI, con las interacciones que dependen de la economía mundial y las tecnologías contemporáneas, la imbricación de formas de diversa procedencia profundiza las fusiones y mestizajes: ello sucede en la música popular, en las culturas urbanas, en todas las artes, en la cocina… Más aún: tiende a mundializarse el desvanecimiento del espacio y del tiempo como factores estructuradores del mundo de la vida, lo que sería resultado perverso de la ciencia y la tecnología; desvanecimiento que ha conducido a algunos de nuestros jóvenes escritores a suponerse nómadas, cuando en realidad ya no tienen a su disposición un mundo de lugares insólitos en los que pudiesen concretar momentos singulares de la condición humana en el curso de la existencia, sino una tierra finalmente plana como la pantalla del computador, donde todo es semejante, en todo lugar y a toda hora, de donde resulta que la apariencia de movilidad devela de inmediato la inmovilidad esencial. 


El ministerio y los misterios de la alta cultura y la cultura popular

La carta en mención tiene finalmente un propósito: solicitar al presidente Correa una modificación del Ministerio de Cultura. A juicio de Campaña y los demás firmantes de la carta, la creación del Ministerio “fue esperanzadora”. ¿Para quién? ¿A partir de qué intereses? Quizá muchos tuvieron alguna expectativa con el anuncio de Correa de crear un Ministerio de Cultura, unos días antes de su posesión como presidente (2007). Sin embargo, para algunos, entre los que me cuento, la designación del primer ministro de este Gobierno en esa cartera fue ya la evidencia de que nada nuevo auguraba esa creación, que se trataba de un acto burocrático más. Esto con independencia de lo que significa Antonio Preciado como persona, como poeta, como amigo. Pero Preciado representaba a los mismos grupos y la misma gente que ha venido, a nombre de la “izquierda”, controlando todas las instituciones culturales de Ecuador por décadas. Algunos de ellos han colaborado con gobiernos de distinta orientación, de derecha y de izquierda, nacionales o municipales, pero siempre, eso sí, se han proclamado seguidores de Castro, amigos de Cuba, y muchos hoy día simpatizantes de Chávez. Por tanto, estaba cantado, desde el primer momento, que la creación del Ministerio de Cultura no comportaba ninguna novedad. Ni siquiera un cambio de actores. Javier Ponce y Galo Mora, ministros de este Gobierno, entienden bien a qué me refiero. 

Pero pasemos a las cuestiones de fondo: ¿se puede decir que este Ministerio, en los dos años y medio que ha durado esta primera presidencia del economista Correa, ha impulsado la “alta cultura”, es decir, “literatura, teatro, cine de arte, fotografía, danza, pintura, música orquestal”, tendiendo con ello “a satisfacer necesidades culturales de una minoría de la población”? ¿Cómo así lo que los autores de la carta llaman “alta cultura” tiene que ser una necesidad de una “minoría de la población”? ¡”La noción elitista y letrada de cultura” llaman a estas actividades fundamentales de la cultura! ¿No deberíamos, por el contrario, esperar que los bienes de la “alta cultura” lleguen a la mayoría de la población? ¡Cómo ha cambiado el pensamiento de los intelectuales de izquierda! Marx expresaba su ideal de emancipación humana como la posibilidad de alcanzar una forma de comunidad (y no tanto de “sociedad”) en que los seres humanos se dedicasen no solamente a la producción material, sino a la creación artística, al disfrute y al goce de lo que los autores de la carta llaman “alta cultura”. Laforgue defendía el derecho al ocio (¡y no su condena!) en la misma línea de Marx. ¿Acaso en la literatura, el teatro, el cine de arte, las artes plásticas, la música orquestal, no se configuran emociones e ideales vitales, que si bien no aseguran ni altruismo ni beatitud, al menos nos involucran en las distintas facetas de la condición humana? 

Por otra parte, ¿acaso el conocimiento de la creatividad de un pueblo, que se expresa en su literatura, su teatro, su cine, su danza, sus artes plásticas, su música, no contribuye a fortalecer su presencia en el contexto regional (latinoamericano o iberoamericano en nuestro caso) y mundial? ¿Y acaso no es urgente – de extrema urgencia, diría yo – que contemos con un acuerdo democrático para fortalecer la imagen del Ecuador en el contexto internacional, dados los conflictos regionales? 

Además, ¿cuánto ha hecho en realidad el Ministerio de Cultura por la promoción de lo que los autores llaman “alta cultura”? En verdad, es poco, demasiado poco, al contrario de lo que suponen Campaña y demás firmantes. Unos cuantos concursos de proyectos, algunas publicaciones, unas cuantas exposiciones, alguna feria de libros. Una miseria. Entre esas actividades, que no responden en realidad a una política, a una estrategia, ha habido de todo, desde convocatorias para que se presenten poemarios o cuentos a concurso en formato de “proyectos”, esto es, con “marco lógico”, “análisis FODA” y otros disparates, hasta una relativamente exitosa feria de libros. Pero, repito, es demasiado poco lo que se ha hecho. 

¿Qué proponen Campaña y sus compañeros? Una “nueva cultura” que se desvanece en la bruma de las abstracciones, aunque en principio debería responder a “la obligación democrática de atender los derechos culturales de la mayor parte de los ciudadanos, de la población popular urbana y rural, de los indígenas de la costa, la sierra y el oriente, de la población afroecuatoriana”, sin que se especifiquen cuáles son esos derechos. Y el desvanecimiento en la bruma de los derechos culturales de las mayorías acaba por concluir en otro conocido expediente de los intelectuales de izquierda de hace décadas: la “contracultura”. “Una transformación cultural excede el ámbito y las capacidades de un Ministerio, y tal vez sólo pueda ser afrontada por un gran Frente Educativo-Cultural con un liderazgo afianzado, que sea capaz, por su competencia y orientación, de desarrollar una verdadera acción contracultural”, dicen los autores de la carta. He aquí que hemos retornado a la refundación del Frente Cultural creado por los tzántzicos y el grupo VAN hace cuatro décadas, pero entonces como una acción contra las instituciones, y no como hoy, como propuesta para un Ministerio. Me parece que también el ministro Noriega dijo en alguna declaración a la prensa o en algún discurso de ocasión que su política ministerial era la “contracultura”. Pero, en fin de cuentas, ¿qué es la contracultura? El gran peligro que veo en toda esta – en apariencia, pero solo en apariencia – inocente propuesta “contracultural” del “gran Frente Educativo-Cultural”, que responda a “la obligación democrática de atender los [indefinidos] derechos culturales de la mayor parte de los ciudadanos, de la población popular”, es el populismo. El diletantismo de los intelectuales y promotores culturales calza como anillo al dedo en las políticas populistas… Y, a la postre, en las autoritarias. 

Frente a ello, yo me permito señalar lo que a mi juicio deberían ser las líneas de acción del Ministerio de Cultura (si algún sentido tiene ese ministerio): 

1. Configurar y proyectar en el escenario internacional y en el ámbito nacional una imagen consistente de lo que es la creación cultural multifacética de los ecuatorianos: su literatura, sus artes plásticas, su música “académica”, su música popular, su pensamiento filosófico, estético, social, histórico. Esto implica criterios de selección de aquello que ha de representarnos, que no pueden someterse ni a los “viciados círculos clientelares” (como señalan con pertinencia los autores de la carta) ni a la reiteración acrítica de cánones ni tampoco a la demagogia populista. Por tanto: colecciones de libros editadas de manera impecable (para que tengan valor en el ámbito internacional), exposiciones de los maestros de la pintura ecuatoriana en ciudades importantes del mundo, colecciones de discos escrupulosamente grabados con composiciones de nuestros músicos académicos, y también de las expresiones musicales folclóricas. 

2. Organizar y preservar la memoria cultural del Ecuador. ¿Cómo es posible que Ecuador carezca de una verdadera biblioteca nacional? ¿Qué va a pasar con los bienes culturales que conservaba el Banco Central? El Ministerio debería organizar un sistema nacional de bibliotecas (con una gran biblioteca nacional a la cabeza, con un edificio espléndido, como se merece una biblioteca en nuestros días), debe organizar y coordinar un sistema nacional de museos, de salas de conciertos, de orquestas sinfónicas, de espacios para las diversas expresiones culturales. 

3. Organizar un adecuado sistema cultural, en el que tengan cabida el Ministerio, el Consejo Nacional de Cultura, las Casas de la Cultura (que deben existir como espacios de encuentro de los creadores culturales, y que por tanto deben ser reformadas), las instituciones de los gobiernos municipales y provinciales. Uno de los errores en este periodo ha sido la superposición de instituciones, en lucha absurda entre ellas. ¿Por qué no, razonablemente, organizar los espacios de acción de cada una de ellas? El Ministerio debería ser por principio pequeño, y no un pesado paquidermo burocrático. 

4. Hay iniciativas privadas que han sido fecundas y que deben ser apoyadas. La política del Estado debería ir por la vía de crear estímulos para las iniciativas privadas en el campo cultural. 

5. Si alguna razón de ser tiene el Ministerio de Cultura en el contexto de la construcción de una democracia, el presidente Correa debe comenzar por otorgarle un especial privilegio: no puede ser un instrumento de confrontación con quienes no participan de la ideología o de los objetivos políticos de la revolución ciudadana; por el contrario, debe ser un Ministerio que abra la más amplia interlocución entre los actores de la cultura. Debe ser un Ministerio que no solo busque consensos sino que abra cauces para las disensiones, para los puntos de vista alternativos, que propicie la audacia en el pensamiento y en la creación. 

6. Solo en este contexto adquiere sentido la interacción entre las distintas fuentes culturales – las mestizas, las ancestrales, las que provienen del mundo globalizado de nuestros días. Lo absurdo es predeterminar qué de ellas tiene valor y qué no. ¿Quién puede predeterminarlo? La libertad en la creación, el respeto mutuo, la “antropofagia” a lo Oswald de Andrade, constituyen por el contrario el ámbito en que los valores que se encuentran y reinventan las diversas formas culturales.

Por lo demás, cada escritor, cada artista, cada pensador sabe que en el fondo está condenado a sus solitarias búsquedas, sin fin.


NOTAS:

[1] Por economía de expresión utilizaré términos que se usan para dar cuenta de formas sociales contemporáneas, sin entrar a discutirlos, pese a que estoy consciente de las consecuencias que tiene su uso.

[2] Pienso que hubo momentos revolucionarios en Rusia, China y Cuba, y también y en consecuencia, que a esos momentos sucedieron las fases de burocratización, estancamiento, tedio, obsolescencia y final acabamiento; que a la fulguración democrática y emancipadora que estuvo contenida en los estallidos revolucionarios, sucedieron las fases de dictadura, supresión de la democracia y liquidación de los componentes emancipadores de esos procesos.

[3] Permítanme que use términos tan problemáticos como pueblo, espíritu, y lo más grave, espíritu de un pueblo, pero que se entienda otra vez que lo hago de modo descriptivo, cercano al uso conversacional y distante del teorético.

[4] Quizá Salvador Allende haya sido el cabal representante de esta tradición en la historia latinoamericana.

[5] La democracia, a mi entender, es el ámbito de la disensión, y sobre todo se configura en el espacio y el tiempo del acontecimiento insólito a través del cual los oprimidos, los postergados, los explotados, se levantan para derrumbar instituciones, formas de dominio, de poder, es decir, el más alto momento de la democracia es la explosión del disenso, explosión en la que surgen formas de participación y de acción directa de los sujetos revolucionarios. Ese acontecimiento radical ha tenido lugar pocas veces en la historia, y siempre ha sido breve, aunque a veces brille en la aurora como el horizonte de la democracia siempre por venir, anunciando la posibilidad, o quizá la imposibilidad de que la interacción e interlocución entre los seres humanos se realice en un ámbito de justicia, de igualdad, de escucha mutua y de racionalidad, un ámbito en el que no solo se busquen consensos, sino también en que se respeten y valoren las disensiones, y desde luego en que jamás se impongan decisiones basadas en el terror o en la concentración absolutista del poder.

[6] Dejemos de lado por ahora la inquietante cuestión planteada por Immanuel Wallerstein sobre si durante ese período de la Guerra Fría hubo en verdad un mundo bipolar o si, por el contrario, existió un mundo monopolar hegemonizado por Estados Unidos, cuya economía, basada en el complejo militar industrial, requería la presencia de un enemigo virtual frente al cual se debía crear un terrorífico arsenal disuasivo.

[7] Algo semejante hicieron Benjamín Carrión y sus contemporáneos para levantar al Ecuador después de la derrota de 1941: la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Y también algo parecido habían impulsado Vasconcelos y sus contemporáneos como política cultural en el México postrevolucionario.

[8] El término moderno incluye aquí la apreciación (mía, por supuesto) del anacronismo de ese discurso.