Notas sobre “política cultural”

Artículo publicado en: Revista Ecuador Debate, Quito, No. 81, Diciembre del 2010, pp. 51-62.

La posibilidad de construir una política cultural debe partir de una reflexión sobre los supuestos que definen la cultura y sus actores. Es necesario entender que los marcos del Estado nación en los que se define la identidad, la memoria y el patrimonio han sido vulnerados por intensas reconfiguraciones del espacio cultural, la urbanización, las migraciones y las nuevas tecnologías. Las insólitas fusiones o mezclas que atraviesan los sistemas de creencias, los hábitos y los rituales modifican las formas culturales locales.

En este artículo pretendo exponer solo unas cuantas notas introductorias en la vía de un posible debate sobre política(s) cultural(es), que aún no ha tenido lugar en el Ecuador, y que tal vez no tendrá lugar, dado el desierto intelectual que crece día a día en el país. Esta ausencia de debate se encubre con la recurrente demanda de políticas públicas proteccionistas (que surge desde círculos artísticos o intelectuales, o desde la débil industria cultural –editoriales, productores cinematográficos), o con la propaganda de las limitadas y rutinarias actividades que llevan a cabo ministerios y otras instituciones. 

Desde hace décadas, en consonancia con documentos y recomendaciones de organismos internacionales como la UNESCO1, se insiste en los medios oficiales sobre la importancia de las políticas culturales. Esta repetición solo en cierto sentido prosigue los propósitos que persiguió, y las acciones que emprendió, la Casa de la Cultura Ecuatoriana a partir de su fundación, propósitos y acciones que se encuadraban en lo que cabe considerar como una coherente política cultural del Estado ecuatoriano, de clara impronta liberal y orientada a la consolidación del estado nacional, cuyo programa fue expuesto por Benjamín Carrión en lo que algo irónicamente se suele llamar su “teoría de la nación pequeña de gran cultura”. Quizá debamos hacernos cargo de la poca aptitud para el debate intelectual que ha caracterizado al Ecuador, sobre todo en el último cuarto de siglo, que está vinculado al predominio indudable de una ideología liberal-progresista, de “izquierda” por así decirlo, en la que adquieren un peso decisivo algunas nociones y propósitos políticos –reconocimiento de los derechos de las minorías étnicas, de las “nacionalidades”, de las mujeres, de los jóvenes, niños y niñas, y hasta de la naturaleza– pero que desplazan la posibilidad de poner en cuestión los presupuestos con los que se impulsan esos derechos, a la vez que oscurecen las consecuencias políticas, a menudo populistas y demagógicas, a que dan lugar las estrategias estatales en el ámbito cultural. A diferencia de lo que ha sucedido en otros países de América Latina, en el Ecuador se carece de estudios sobre las transformaciones culturales que se han dado desde mediados del siglo XX.

¿Hasta qué punto interesa a los intelectuales y a la tecno-burocracia, que parece desplazar de escena a la figura del intelectual, poner a discusión las “políticas culturales”? ¿Para qué propósitos políticos (siempre de corto plazo: la intención de voto, la encuesta de opinión, la conservación de poder) o de desarrollo (indicadores de pobreza), interesa examinar si el Estado ecuatoriano debería propiciar determinadas acciones para contribuir a la creación artística y al desarrollo intelectual? O ¿hasta qué punto cabría que intervenga para “controlar” y dirigir hacia determinados objetivos los procesos culturales dentro de la llamada “globalización”? Más allá del financiamiento para proyectos específicos, ¿existen siquiera expectativas consistentes de los actores culturales? ¿Acaso existen actores que puedan proponer políticas culturales para intervenir con objetivos estratégicos y de largo alcance dentro y fuera de las instituciones?

Aun si se diera un debate, no revestiría sin embargo mayor importancia teórica, política, artística o estética, pero al menos serviría para percibir que el Estado (y el gobierno) poco o nada hacen en el ámbito de la cultura hoy en día. Una actitud más teórica tal vez incluso nos lleve a concluir que no hay ninguna política cultural (de Estado y por tanto de gobierno) que resulte plausible.

Demarcaciones previas: Política, cultura

En principio, las políticas culturales definen los campos de intervención, los propósitos y las estrategias del Estado, es decir, del gobierno y de otras instituciones públicas “autónomas”, frente a las industrias culturales, las prácticas culturales de los distintos grupos sociales y las actividades intelectuales y artísticas. Conviene examinar, aunque sea de manera muy sumaria, lo que implica la combinación de los términos “política” y “cultura” que se juntan en lo que se toma como algo obvio y necesario, una “política cultural”.

El uso del término “cultura” en los discursos de la ideología hegemónica del liberalismo-progresista, democrático, que combina humanismo, populismo y relativismo cultural, es cuando menos ambiguo2.

De una parte, el término “cultura” señala en dirección a la “identidad cultural”, correlativa a la “diversidad” de culturas que caracteriza, como hoy se reconoce expresamente, no solo a la humanidad sino a cada sociedad, y por consiguiente al Estado ecuatoriano que, si nos atenemos al primer artículo del texto constitucional, ha dejado de ser “nacional” para convertirse en “unitario, intercultural, plurinacional”. La cuestión de la identidad, del (auto)reconocimiento del sujeto por su integración a la cultura de su comunidad, y de la consiguiente diferenciación entre culturas3 tiene que ver no solamente con las prácticas simbólicas que caracterizan a las “comunidades culturales” en el presente, sino con el pasado de lo que se supone idéntico y de lo que se supone diferente, aunque la ideología hegemónica entienda el pasado como hechos que se conservan en la “memoria histórica”, en documentos y monumentos que forman parte del “patrimonio” que se hereda y al que se debe dar presencia en lo actual, como paradigma y como símbolo que une el pasado con el presente que se proyecta al futuro. Para lo que aquí interesa, puede advertirse la combinación de dos componentes (los dos cargados de relativismo): un sesgo antropológico y otro más bien historiográfico, el cual no obstante se mueve pendularmente entre la antropología, es decir, los registros históricos de las distintas “comunidades” culturales, y la historiografía mítica del Estado nacional –que, según se dice, se intenta superar. 

La ambigüedad que contiene la apelación a la “memoria histórica” puede observarse en las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia4, en las que se ha tratado por sobre todo de unir la mitología del origen del Estado nacional con la construcción de una imagen mediática sobre la “revolución” de nuestros días o de la restauración del Estado, forjado hace dos siglos, que supuestamente habría casi desaparecido durante la “larga noche neoliberal”. Después de la noche colonial o neocolonial, se teje la analogía entre los dos amaneceres de la emancipación: tal es la construcción imaginaria de la “memoria histórica”… ¿Pero cabe denominar “historia” a esta retórica y mitología del Estado? La memoria, como se sabe, no solo narra sino que también fantasea, mitifica, interpreta… 

Por otra parte, el término “cultura” se refiere en el mismo discurso a algo diferente, a la “capacidad creativa”, “estética” en sentido moderno, es decir, a las prácticas que se realizan en los campos artísticos e intelectuales. Las artes, las ciencias, ¿son solamente prácticas simbólicas que están contenidas en la “cultura”? ¿Cómo se explica la “trascendencia” del arte, de la literatura, de las ciencias, que rebasan los horizontes culturales donde se crean? ¿Qué puede significar una “historia” del arte, de la ciencia, de la filosofía, si es que acaso existen tales historias? Pero aquí están, con nosotros, para interpelarnos, las obras artísticas, filosóficas y los saberes científicos creados en otros mundos, en otras culturas. 

Como no puede ser de otra manera, la norma constitucional o los documentos declarativos de los estados o de las reuniones de organismos supraestatales, solo pueden señalar de modo descriptivo los ámbitos de la “cultura” (lo cual no quita que la descripción sea intencionada), sin acceder a las cuestiones de fondo que, aunque visibles en la descripción, resultan inabordables en la norma o en la declaración de intenciones, y que quizá incidan en la incoherencia que parece caracterizar a las políticas culturales de Estado, pues a fin de cuentas se carece de una base conceptual de sustentación. Al menos quedan en suspenso algunos aspectos problemáticos: (a) la tensión entre identidad(es) y diferencia(s), no solamente entre distintas “comunidades culturales” sino entre los sujetos y dentro de cada uno de los sujetos que participan diferenciadamente dentro de esas comunidades; (b) la tensión entre pasado –”memoria histórica” y “patrimonio”– y presente –la diversidad de prácticas simbólicas–, (c) la tensión entre el Estado nacional (y su “cultura nacional” fosilizada en mitos y monumentos), que se quisiera superar5, y la diversidad cultural que se correlaciona con la diversidad étnica y social; y, (d) la tensión entre la cultura en sentido antropológico y la cultura circunscrita a los ámbitos intelectuales y estéticos, es decir la inserción, relativa autonomía y “trascendencia” de los campos artísticos e intelectuales dentro de las prácticas simbólicas de una sociedad6. Por si esto fuera poco, la Constitución introduce además otro componente, el “derecho al ocio”, como si éste fuese el lugar de la cultura, o al menos el de un aspecto de la cultura: el disfrute más allá del tiempo de recuperación de la fuerza laboral de los sujetos.

El término “política” se presta a una consideración semejante. Por “políticas culturales” se tiende a entender el conjunto de estrategias y medios que se fijan las instituciones estatales para intervenir en el ámbito de la cultura, e incluso para administrarlo. Desde esta perspectiva, es un asunto que compete a la tecno-burocracia, en concreto a los expertos en gestión cultural, una rama reciente de la administración que ha surgido en los últimos años. Se consideran bajo el lema “política cultural” las acciones, los ámbitos y modos de intervención del gobierno central, de los gobiernos locales o regionales y de instituciones “autónomas” como, en el caso del Ecuador, la Casa de la Cultura Benjamín Carrión o las universidades. En este sentido, los gestores de tales políticas tienen en sus manos cierto poder decisorio, determi nados recursos y ámbitos delimitados para su intervención. En un Estado altamente centralizado, como el ecuatoriano, se tiende a que las políticas culturales estén concentradas en el gobierno central, lo cual no impide que los gobiernos locales destinen recursos, más bien escasos, para ciertas actividades consideradas culturales, que dependen de la arbitrariedad de los dirigentes locales7. Por su parte, las instituciones “autónomas” encuentran el límite de su autonomía en los fondos asignados por el gobierno, lo cual puede verse en las vicisitudes de los núcleos locales de la Casa de la Cultura. Pero la “política” no se restringe a los fines, las estrategias y los medios gubernamentales; en un sentido más amplio, la política tiene que ver con los modos de configuración y detentación de los poderes sociales, entre ellos, de los poderes que se constituyen dentro de los campos culturales, y con los conflictos y enfrentamientos en torno a los poderes. La política se relaciona con la configuración de las subjetividades, con la disputa entre distintas prácticas simbólicas, con los diferentes y contradictorios propósitos que surgen en la sociedad. De ahí que se haya postulado propuestas culturales contestarías, “contraculturales”.

Los procesos culturales, ya sean mirados desde el punto de vista antropológico o desde el punto de vista estético, dado que están constituidos por prácticas simbólicas, por objetos prácticos y discursos que son percibidos en su condición de signos, se realizan como procesos de comunicación, de intercambio de informaciones. No es posible considerar la cultura, desde ninguna óptica, por fuera de la comunicación y de los medios a través de los que se realizan los intercambios semióticos. Igualmente, es imposible separar la cultura de los procesos educativos, pues a través de estos últimos los sujetos aprehenden los códigos que les permiten comprender los mensajes, los signos, los sentidos inherentes a los objetos (sus valores de uso), es decir, los sujetos aprenden a percibir, leer, escuchar, a cifrar y a descifrar, a imaginar. Aprenden los mandamientos sociales, las obligaciones, lo permitido y lo prohibido. Se puede decir con Bourdieu que a través de la educación se adquiere el “capital” educativo y cultural con el que los sujetos enfrentan sus prácticas simbólicas, siempre de manera socialmente distinta, porque los “capitales” no se distribuyen tampoco en este campo de manera semejante ni equitativa. Lo cual torna aún más complejo el análisis de lo que intenta concebirse bajo el lema “política cultural”.

La manera en que se aborden los modos de intervención de los distintos actores en la cultura constituiría el campo de batalla de las políticas culturales, que no cabría reducir a una lucha de facciones que levantan sus peculiares programas definidos. Sin embargo, habría que considerar las posiciones que asumen los distintos actores frente a los valores, las transgresiones que intentan o el control y la administración que ejercen sobre las prácticas simbólicas, la apertura o el cierre ante intercambios, mezclas o fusiones, la apertura hacia lo diferente o la clausura dentro de lo idéntico o lo semejante. Podría verse en las políticas culturales las consecuencias que tiene la distinción entre amigo y enemigo, las filiaciones y fraternidades que se establecen simbólicamente, o las implicaciones del señalamiento de fronteras; así como las distintas formas de apropiación, desapropiación y transformación de los legados recibidos del pasado. Y frente a esas demarcaciones, esas posiciones, y en consecuencia de las confrontaciones, podrían verse los continuos y crecientes procesos de transculturación que se tejen en las culturas.

Las políticas culturales no solamente se orientan hacia la consagración del derecho de las personas o incluso de los grupos o “comunidades”, a mantener determinadas características que los identificarían, o del derecho de las personas a poseer o gozar de ciertos bienes llamados culturales, sino en un sentido más claramente político a circunscribir estos derechos, a potenciarlos o a conculcarlos en nombre de fines más “altos”: la Patria, la Nación, la Revolución. Se orientan o bien a la profanación, esto es, a la desacralización o por el contrario a la sacralización de determinadas prácticas o componentes discursivos o monumentales. De modo muy esquemático se puede decir que la censura y la mitificación son instrumentos de los que hacen uso los regímenes autoritarios, mientras que la democracia liberal ha sustentado la libertad de expresión, de movilización de las personas y de bienes mercantiles (y con ello las posibilidades de intercambio simbólico y mestizaje), pero a la vez ha producido la expansión imperialista de formas culturales, las tendencias homogeneizadoras de la industria cultural de masas. Sin embargo, como se ha tornado evidente, ni la expansión imperialista ni las tendencias homogeneizadoras se producen sin resistencias, sin transformaciones culturales complejas. Desde este punto de vista político, cabe entonces colocar la pregunta sobre lo que estaría en juego en las políticas culturales en relación con la apertura de la democracia.

Formas culturales: espacio y tiempo

Cualquier invención o construcción de una idea de cultura, si quiere escapar de abstracciones vacuas, necesariamente procura situar un conjunto de prácticas simbólicas en una configuración espacio-temporal. En esta vía contamos con importantes contribuciones latinoamericanas, entre ellas La ciudad letrada de Ángel Rama y Definición de la cultura de Bolívar Echeverría. Desde esta perspectiva, es posible pensar la articulación de los procesos culturales en la reproducción de las formas sociales, así como concebir formas culturales complejas que han venido sucediéndose unas a otras en la historia del Ecuador y de América Latina. El “espacio” cultural tiene que ver con los procesos de constitución, modificación, superposición y destrucción de territorios8 en que se rea lizan determinadas prácticas simbólicas que guardan entre sí correspondencias, que permiten que los sujetos se relacionen socialmente al compartir lenguajes, valores, creencias; es decir, determinados códigos, o mejor aún, entornos de configuración de sentidos. El espacio cultural es un contexto de contextos simbólicos o de signos. La definición de la cultura como “un sistema de sistemas de signos” (Lotman) quizá provoca una idea de la cultura como una estructura cerrada, sólida, de relaciones normadas entre los lenguajes que la componen (no solo el sistema de signos lingüísticos, el lenguaje como palabra, que en estricto sentido es el lenguaje, sino, en sentido amplio, cualquier sistema semiótico, de señales, iconos, objetos prácticos). Pero un lenguaje no es solamente un sistema de signos, sino los procesos de comunicación que tienen lugar dentro de ese sistema, y por consiguiente las construcciones de sentido, es decir, de mundo, que tienen lugar gracias a esos procesos. Carece de sentido preguntarse por el origen del lenguaje y por consiguiente de mundo. Cada ser humano individual, cada conglomerado humano, cada “comunidad”, existe siempre dentro de un mundo que a la vez que se hereda es recreado en la interacción entre sujetos. El sujeto o la comunidad existen en un contexto de sentidos conformado por palabras, discursos, objetos prácticos, existe en un territorio o paisaje, donde están dadas formas peculiares de relación social, sistemas de valores, de creencias, de saberes, técnicas, hábitos, rituales, ceremonias. Esta materialidad constituye el espacio de la cultura, que como todo espacio implica límites, bordes, fracturas, intersticios. Límites que establecen las distintas concreciones de lo diferente: la naturaleza, el “más allá” o la “otra vida”, el mundo de los bárbaros9. Solo en ese contexto se instituye el sujeto, se despliega su historia individual en relación con los otros, con lo Otro y consigo mismo.

Nuestro modo de pensar tiende a separar analíticamente las dimensiones espaciales de la dimensión temporal. No hay espacio fuera del tiempo, ni tiempo que transcurra fuera del espacio. Además, en el análisis se tiende a considerar el tiempo de manera homogénea, como mera sucesión de períodos semejantes, que se prestan para la cronología y la cronometría: el día, el año, el siglo. Comienzo y fin de año, comienzo y fin de siglo. En esta sucesión se representa el tiempo desde un punto de origen de la representación, el presente que está siendo, origen de la representación que en un sentido abre una dimensión hacia el pasado, en que se perciben (para el caso de las culturas) las causas o los antecedentes de lo que está siendo hoy, y en otro sentido, hacia un futuro en el que determinados aspectos del presente podrían alcanzar su plena concreción. Así, si hay una nación (ya configurada o aún en ciernes, para el caso da igual), es porque ha surgido en algún momento del pasado, porque tiene un origen histórico (o mítico) y porque tendrá su plena concreción, su fin, en el porvenir. Esta idea del tiempo, que pertenece al progresismo y al historicismo modernos, que une a través del presente un origen y un destino teleológico, es una idea matriz de la historiografía y la antropología implícitas en la configuración de las “culturas nacionales” de la época de formación y consolidación de los estados nacionales, que en el caso de América Latina avanza a través de una historia llena de tropiezos hasta las primeras décadas del siglo XX. Pero es una idea matriz que no ha desaparecido; por el contrario, retorna permanentemente en los discursos del Estado y por tanto en los discursos sobre las políticas culturales. La “cultura nacional” adopta e impone una lengua, una religión, una historiografía mítica en que se postula el origen de la nación y una proyección hacia su fin ideal, su “utopía”; integra en una “forma nacional”, articulada con una “naturaleza” peculiar, los componentes culturales diversos; unifica lo diferente en torno a un ideal de patria. Desde la concreción estatal se modela la nación. En el caso del Ecuador, este proceso integrador de la diversidad étnica, social e incluso regional dentro de la unidad nacional se advierte en la literatura y la pintura de los años 30 (que construyen un fresco de lo que sería la nación y sus componentes: mestizos, indios, negros; Sierra, Costa, Oriente e Islas Galápagos), y encuentra su síntesis en las Cartas al Ecuador donde Carrión expone su propuesta de nación pequeña con gran cultura.

La idea del tiempo lineal, homogéneo, vinculada al progreso, ha sido objeto de crítica por parte de historiadores, filósofos y pensadores que reflexionan sobre la distinción entre configuraciones de larga y de corta duración (Braudel, Wallerstein), sobre la singularidad del acontecimiento (Heidegger, Badiou), sobre las posibilidades no realizadas o derrotadas en el pasado (Benjamín), sobre los diversos ethos de la modernidad (Echeverría) o sobre el horizonte de incertidumbre que implica siempre el futuro (Wallerstein). El tiempo histórico es en verdad una imbricación de temporalidades, de ritmos temporales diversos. Las modificaciones que tienen lugar en las culturas corresponden a esos ritmos. Si las culturas premodernas tenían una representación cíclica del tiempo para un cosmos relativamente cerrado, que repetía en el futuro lo que ya había acontecido en el pasado, se debía a los lentos procesos de transformación cultural, y sobre todo al ritmo lento de los cambios en la estructura técnica de la reproducción social. Hoy vivimos, por el contrario, en un mundo de constante aceleración, en un mundo caracterizado por el vértigo (Virilio) de las transformaciones del campo instrumental.

Se considera que las metáforas señalan la ausencia de un concepto dentro de las construcciones teóricas; sin embargo, son imágenes que poseen indudable validez heurística. El “cronotopo”, esto es, una específica composición espacio-temporal que organiza el sentido en una narrativa, metáfora creada por Bajtin para el análisis de la novela, puede trasladarse desde el terreno de la crítica literaria al terreno de los estudios de la cultura, a fin de imaginar las culturas –y por consiguiente, las distintas formas de mundo, o de “mundo de la vida”– como complejas configuraciones espacio-temporales. Para imaginar el mundo en que vivimos se han creado algunas metáforas: aldea total (McLuhan), sociedad red (Castells), modernidad líquida (Bauman), sociedades o economías de la información, sociedades de lo virtual. Todas estas metáforas dan cuenta de un cambio profundo en las formas culturales de nuestra época. En esas metáforas se trasluce la evanescencia o la rápida transformación de relaciones, de objetos, de hábitos, el surgimiento de emociones vinculadas a la aceleración y al vértigo, a la vez que se intenta captar los efectos en la subjetividad del alcance y la velocidad de las comunicaciones, del crecimiento impresionante de la masa de información de la que disponen los sujetos10. El nuestro es un tiempo de ritmos crecientemente acelerados, que corresponden también a espacios culturales que han roto las fronteras locales, nacionales, estatales, regionales. Sin embargo de ello, hay sistemas de creencias, de rituales, que permanecen como sedimentos detrás de prácticas asociadas a la rapidez de los cambios. Se puede postular que vivimos en una época que, mirada en el horizonte de la larga duración de las formas sociales, implica el acabamiento de las formas civilizatorias modernas, quizás el lento derrumbe del capitalismo, e incluso de lo que se ha llamado cultura o civilización occidental. Pero antes de tal proceso de acabamiento o decadencia de formas históricas seculares o milenarias, se ha asistido, bajo distintas formas, a la expansión y dominio (hegemonía) en la totalidad del planeta de las formas civilizatorias modernas, del Occidente moderno, del capitalismo, y hoy, de la norte-americanización de la modernidad (Echeverría). Esa expansión, ese dominio o hegemonía, suponen desde luego distintas modalidades concretas de transformación, adaptación y asimilación no homogéneas en las distintas culturas locales, en las distintas regiones del planeta, en las diversas sociedades. Es a esto a lo que se denomina “globalización”; la cual implica una historia compleja, de varios siglos, que se realiza desde los inicios de la modernidad, que tiene como escenario la totalidad del planeta y que culmina en nuestra época. 

Globalización, fragmentación 

La comprensión de la cultura requiere que imaginemos y pensemos el mundo (los mundos) desde una topología que no se reduce a la esfera, y menos aún al recorte de las fronteras en mapas planos, sino que contempla intersecciones, superposiciones, fracturas, intersticios, invaginaciones, y que al mismo tiempo lo(s) imaginemos y pensemos desde una dimensión temporal compuesta por temporalidades de ritmos distintos. 

Las vertiginosas transformaciones del mundo de la vida que tienen lugar en nuestra época se relacionan con cambios que se producen en distintos ámbitos que inciden en las formas culturales. Para referirnos al Ecuador, son evidentes los cambios que se operan en el último medio siglo, es decir, en un período de tiempo que es menor a la expectativa de vida de un ecuatoriano en nuestros días, como consecuencia de la imbricación compleja de cambios sociales, tecnológicos, educativos, económicos. Señalemos las dinámicas más importantes de estas transformaciones: 

En primer término, lo que tal vez sea la transformación que más profundamente cambió a nuestra época: la emancipación creciente de la mujer. Desde luego, desde las distintas ópticas feministas o de género, se puede debatir el alcance de tal emancipación. Pero para efecto de la comprensión de los cambios culturales no dejan de ser altamente significativos los cambios que se han operado en los ámbitos del trabajo, del conocimiento, de la participación política, de la organización familiar, que se deben a la independencia adquirida por las mujeres en este medio siglo. 

El creciente proceso de urbanización: A mediados del siglo XX todavía la mayor parte de la población ecuatoriana vivía en zonas rurales, en el “campo”. Las dos principales ciudades, Quito y Guayaquil, no llegaban al medio millón de habitantes. Aunque aun hoy estamos lejos de llegar a las complejas megaciudades de más de diez millones de habitantes (toda la población del país cabría en una de estas megaciudades), la mayoría de la población vive en espacios urbanos que, además, se comunican con relativa rapidez entre sí. ¿Qué es el “campo” en nuestros días?11 Los dos polos de concentración urbana, Quito y Guayaquil, seguirán concentrando en su entorno a la mayor parte de la población del país. 

Además, la configuración de los espacios para la habitación, el trabajo, los intercambios mercantiles y la circulación, tiende a homogeneizarse bajo los patrones de la arquitectura internacional. La industria de la construcción no solamente estandariza los materiales sino también los diseños. Hoteles, supermercados, edificios de oficinas, puentes, carreteras, terminales de aeropuertos, edificios de vivienda se parecen unos a otros en distintas ciudades del mundo. 

La transformación de los medios de comunicación: Incluso los pequeños núcleos urbanos están conectados no solamente a través de las vías de movilización de personas y mercancías, sino que debido a los modernos medios de comunicación interpersonal (la radio, la televisión, el teléfono celular, Internet) las personas pueden, en principio, recibir informaciones y conectarse con cualquier lugar del planeta. 

Las migraciones: cada vez es mayor el flujo de personas que se desplazan, sea por razones económicas (mercados de trabajo, intercambios mercantiles de bienes, mercados educativos), sea por razones políticas (persecuciones, guerras). Las migraciones, junto con el intercambio mercantil y las conquistas han alimentado siempre los procesos de mestizaje, la interacción entre culturas. No hay en rigor imposición de dominio que no implique un proceso de trasformación cultural tanto en quienes imponen su dominio como en quienes lo sufren. Los migrantes, a la vez que llevan consigo formas culturales “tradicionales”, reciben y adoptan otras. ¿Cuál es el efecto cultural de las migraciones a España y otros países de Europa, o a Estados Unidos, que llegaron a tener una dimensión importante para el Ecuador en los últimos diez o quince años, en las comunidades y poblaciones de las que salieron? ¿Cómo se han transformado culturalmente los pueblos y comunidades de Azuay, Cañar, Loja o Manabí? ¿Qué ha cambiado en Murcia? ¿Qué sucede cuando por la pérdida de puestos de trabajo en España u otro país extranjero los trabajadores ecuatorianos retornan al país? Desde luego, hay aspectos muy complejos en estos procesos: la situación distinta de quienes migran a quienes se quedan, la situación de niños y jóvenes que quedan más o menos desamparados mientras los padres trabajan. La necesidad de incorporarse rápidamente a las comunicaciones a través de Internet y telefonía celular12. El turismo no tiene que ver con las migraciones, pero igualmente los turistas se desplazan para captar (no solamente en sus cámaras fotográficas o de video) componentes culturales de los países visitados, que luego son imitados, o fragmentariamente incorporados a las prácticas simbólicas de sus lugares de origen13

Estas transformaciones cambian radicalmente las relaciones con el pasado, con las formas tradicionales. Desplazan a los sujetos a través de distintas configuraciones culturales, crean insólitas fusiones o mezclas que atraviesan los sistemas de creencias, los hábitos, los rituales. A la vez que se amplía la globalización económica, la incidencia de componentes culturales exógenos modifica las formas culturales locales. En tales condiciones, cabe preguntarse hasta qué punto pueden mantenerse como principios que fundamenten las políticas culturales la supuesta “identidad” de la comunidad, o la comunidad de un pasado nacional representado en su “patrimonio” (definido por aparatos administrativos) y su “memoria histórica” (creada en el ámbito de la “opinión pública” y como escenario de exhibición de la mitología del Estado). La interacción entre distintas culturas se ha incrementado constantemente desde las grandes civilizaciones del neolítico, y hoy estamos insertos en un mundo de interacción global. La ilusión que se expresa en la actual invocación de la interculturalidad como núcleo de las políticas culturales del Estado (como si la interculturalidad dependiese de la planificación gubernamental – la cual podría tornarse impositiva, autoritaria), radica en los ideales de diálogo, mutua comprensión, respeto y paz que caracterizan al liberalismo político progresista e ilustrado. El encuentro del jazz con el rock en los años 60 para dar lugar a una “fusión” (Miles Davis es el primero que habla abiertamente de fusión) estaba ya por completo anclado en la industria cultural. Hoy la fusión en música, como en la cocina, se dan de manera “natural”, digámoslo al modo del poeta Osvald de Andrade, de manera “antropofágica”, a través de procesos en que se devoran los códigos exógenos para metabolizarlos, para transmutarlos. La “antropofagia” o la “códigofagia” (Echeverría), el mestizaje en suma, constituyen la permanente “interculturalidad”: intercambios simbólicos en las fronteras, transformación en las culturas que se encuentran o se enfrentan, sea en los mercados, sea a través de migraciones o de conquistas. Lo que acontece es que esas fronteras, esos lugares que establecen el encuentro y la diferencia, no son el borde de espacios que se puedan dibujar en un mapa político, no son “países”, “estados”, “naciones”, y ni siquiera ciudades. Como hispanohablantes, formamos parte de una “comunidad” de algunos cientos de millones de individuos, pero a la vez, en cuanto se refiere a mis creencias, a mis hábitos alimentarios o a mis gustos musicales o literarios, tal vez nada me “identifique” con las otras personas que viven en el edificio de apartamentos donde vivo, en Quito, mientras seguramente mis creencias las compartan, en aspectos que solemos considerar decisivos, millones de personas que están regadas por todo el mundo. 

Sin embargo, queda por considerar una cuestión decisiva: la trascendencia del arte, de la ciencia, de verdad. Los discursos del liberalismo progresista han insistido en la crítica a la universalidad de lo humano y se han anclado en un relativismo que a pretexto del reconocimiento de la diversidad desconoce un cierto modo de presencia de las obras de arte y del conocimiento que trasciende las formas culturales, y en el historicismo que reduce esas creaciones, o al menos la interpretación de esos resultados de la actividad “espiritual” a los contextos culturales de su aparición. Cuando más, se consigna el derecho de las personas a gozar de los “bienes culturales”, cuando quizá haya que advertir que se trata más bien de una responsabilidad de los sujetos y de las “comunidades”, de los grupos humanos, con respecto a la verdad. ¿Cuál es la responsabilidad frente a los legados, a los acontecimientos que han tenido lugar en el pasado y sus huellas en el presente? Se abre una interrogante mayor cuando se advierte que desde el Estado, a través de la mitificación, la reducción de las obras al museo, y desde las industrias culturales a través de la reducción a mercancías que no están sujetas a ninguna jerarquía, se cristalizan esos legados en formas despojadas de verdad.



NOTAS

  1. En especial, a partir de la Declaración de México sobre Políticas Culturales (1982).
  2. Esta ambigüedad se evidencia en un documento que nos servirá de referencia en este ensayo, la sección “Cultura y ciencia” que forma parte del capítulo destinado a los “Derechos del Buen Vivir” de la Constitución de la República del Ecuador de 2008, Arts. 21-24. Esta sección es el referente ineludible para las políticas culturales del Estado ecuatoriano.
  3. No abordaré en este ensayo el presupuesto de la “identidad”, aunque no puedo dejar de anotar que una crítica de la cultura requiere de la crítica o la deconstrucción de ese presupuesto de la ideología y hegemónica, de los discursos del liberalismo-progresista, democrático, y desde luego, de su complemento, del (neo) conservadurismo.
  4. Lo poco que se ha hecho a propósito del Bicentenario es quizás la acción más destacada de la “política cultural” de estos últimos cuatro años (lo cual, por supuesto, solo sirve para poner en evidencia la práctica nulidad de la cultura en los propósitos del Estado ecuatoriano y del gobierno actual).
  5. En este sentido, nuestra época es de decadencia de los estados nacionales, tanto por la globalización y el surgimiento de entidades supraestatales, como por las tensiones internas que atraviesan a los estados, y al desarrollo de poderes autonómicos regionales o locales.
  6. Puesto que arte, ciencia y filosofía desbordan los límites de las culturas y tampoco tienen historia, en el sentido de evolución, de desarrollo, que el término tiene en los discursos de la ideología humanista, progresista.
  7. Esta arbitrariedad explica que actividades mercantiles triviales se conviertan, una vez maquilladas con elementos grotescos o kitsch, en folclore, en expresiones de la “cultura popular”, que son las que más réditos electorales ofrecen a las prácticas populistas.
  8. Es decir, a la territorialización, desterritorialización y reterritorialización.
  9. De hecho, cada cultura imagina una “geografía” del “más allá”, de los confines, del mundo salvaje, bárbaro.
  10. Sabemos cómo preocupa a los educadores los cambios que se producen en la percepción y en la atención como consecuencia de las tecnologías de la comunicación (teléfonos celulares, computadores, Internet). ¿Cómo enseñar a leer, a escribir, a argumentar a los niños insertos en ambientes de comunicaciones que fraccionan las frases, que se dispersan a través de los límites débiles entre mensajes?
  11. Cuando éramos colegiales, a fines de los 50 o hasta mediados de los 60, salíamos a estudiar en el “campo”. ¿A qué “campo” podríamos llevar hoy de paseo a un niño quiteño?
  12. Entre las cuestiones que se pasan por alto en los análisis culturales e incluso políticos están las tecnologías de la comunicación: ¿qué significó para las comunidades indígenas del Ecuador la llegada del aparato de radio a transistores?
  13. Así, inmigrantes, emigrantes que retornan por vacaciones o que deben volver por la pérdida de sus puestos de trabajo, y turistas han transformado los hábitos alimentarios de las capas medias ecuatorianas en este medio siglo último.