En los albores de la Modernidad, Francis Bacon observaba el peso que tienen ciertas creencias (ídolos o mitos) como obstáculos al conocimiento. En verdad, los mitos dirigen gran parte del comportamiento humano. Las ‘idolatrías’ son evidentes cuando se trata de relaciones de poder. Conservadores, reaccionarios, reformistas o revolucionarios, todos acuden al mito. Eso lo vieron los nazis y fascistas, pero también Sorel y Mariátegui.
Hay mitologías que nos llegan del pasado, y que inciden con fuerza en los debates políticos de este inicio del siglo XXI. Cruzan por igual a la ‘revolución ciudadana’ y a sus opositores. Están los mitos patrióticos, el culto al Estado, la nación y sus héroes.
Los historiadores podrían ofrecernos la genealogía de otros prejuicios:
1) La ley transforma la realidad social: se supone que buenas leyes impedirán los crímenes, mejorarán la educación, crearán ‘buen vivir’, ‘civilidad’ o ‘ciudadanía’. Con la nueva Constitución y las leyes consiguientes se abre el camino hacia la felicidad: el reino de los derechos humanos, sociales y naturales.
2) El aparato impulsa el cambio social: el ministerio, el consejo, la secretaría, ley en mano, ordenarán la realidad. Los viejos aparatos inútiles deben sustituirse por otros que hay que inventar. Como la Casa de la Cultura no sirve ya para casi nada, hay que crear un Ministerio de Cultura (más burocrático, costoso e ineficiente que aquella).
3) Para los estatistas, toda institución privada es perversa. Para los privatizadores, toda institución pública es perversa. Unos claman por controlar la vida desde el aparato gubernamental y otros desde las empresas o las ONG. ¿Estado y sociedad civil son en esencia tan distintos ?
4) Para los revolucionarios, importan poco los individuos, que son intercambiables, prescindibles (excepto el líder, por supuesto).
Los viejos revolucionarios no se interesan por las cualidades personales, salvo la total adscripción al ‘proyecto’ o al líder. Para los neo-revolucionarios, apegados a valores de clase media en ascenso, cuentan los nuevos títulos nobiliarios, los certificados ya no de pureza de sangre sino de ‘conocimientos técnicos’, la meritocracia.
5) Todo cambia en revolución: la Academia Ecuatoriana de la Lengua adeuda la nueva gramática, acorde con el español soberano de la Constitución. Un físico cubano me dijo en cierta ocasión que la revolución revoluciona no solo las relaciones sociales sino también las leyes naturales (pese a sus derechos): hay incompetentes muy fieles al líder que siempre caen para arriba, contra la gravedad.
Detrás de estos mitos puede verse la vieja estructura de la pirámide del poder que viene del pasado lejano. En la cúspide, el Sol, el Soberano y la Ley. Enseguida la corte y el aparato. En la base, la masa idólatra.
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