Señoras y señores, amigos todos:
«Pushkin era negro como aquel negro en el Pasaje Alejandrovski, al lado del oso blanco parado en dos patas, junto a la fuente siempre seca, donde íbamos con mi madre a mirar: ¿si no habrá vuelto a brotar el agua? Las fuentes nunca brotan (¿de qué manera lo harían?), el poeta ruso —era un negro, poeta-negro, y al poeta — lo mataron.
(¡Dios mío, cómo se cumplió esto! ¿Quién de los poetas, pasados y presentes, no es un negro, y a cuál de los poetas —no lo mataron?).»
Este es un pasaje de Mi Pushkin, el ensayo donde Marina Tsvetáieva evoca su temprana relación con el gran poeta ruso, que comenzó cuando era una niña pequeña, primero en relación con uno de los tres cuadros que había en su casa, que ponía en escena el duelo en que murió el poeta, luego, con las caminatas desde la casa hasta «Monumento Pushkin» como ella lo bautizó, no «el monumento de Pushkin», y por último sus encierros en el armario rojo para leer los poemas contenidos en el enorme libro azul de su hermana, su fascinación por todo lo que tuviera que ver con el gran poeta. Si el metal del monumento llevó a la pequeña Marina a convencerse de que Pushkin era negro, esa convicción con el tiempo se afirmaría al descubrir que el poeta era descendiente de un príncipe de Etiopía.
Mi Pushkin es un ensayo extraordinario, parece por momentos la evocación de un personaje familiar, como si por sus páginas rondaran los espectros del abuelo. Sin duda, Pushkin es el antecesor de Marina. Acompaña a la niña desde su tierna edad: en el cuadro en que aparece ya muerto y negro en el trineo, al ser abatido, en el monumento, en los poemas. Ese ensayo en que la muerte está presente desde el inicio, la muerte de los poetas, sin embargo está lleno de humor, de juego. El lector tiene sobrados motivos para sonreír y para reírse de la absurda incomprensión de los adultos: son estos los que no comprenden a los niños. Son los adultos los que complican las cosas, los que al tratar de explicar un verso aniquilan la magia, o a veces, por descuido, al dejar en suspenso la explicación, permiten que «Napoleón», el nombre que aparece en un verso, pase a significar algo etéreo, que flota en el aire. La imaginación vuela detrás del sonido de las palabras, al nombre se vincula la fantasía: ¿qué es el mar? El mar, desde luego, no puede ser lo que a la niña muestran desde un muelle de Génova, el mar tiene que ser otra cosa, asociada íntimamente con su nombre, Marina, o con el poema de Pushkin dedicado a los últimos días de Bonaparte en su encierro en la isla.
La niña que se vuelca por completo a la aventura de leer a Pushkin, incluso a aprender a leer con los poemas de Pushkin, descubre así la fuerza de encantamiento que poseen las palabras, su sonido, su ritmo, se encuentra con la fascinación de dejar que floten las imágenes sugeridas, incluso si no se comprende el significado de los términos. ¿Qué importa lo que quiera decir «Napoleón» si puede sugerir algo que queda flotando en el aire?
Sí, Pushkin es indudablemente el abuelo de Marina, ella aprendió a leer, a componer poemas, a imaginar personajes y escenas cuando el gran poeta la sentaba en sus rodillas. Y de soslayo le trasmitió un mensaje: que los poetas son negros, que al poeta-negro lo mataron, que los poetas-negros estaban destinados a que los maten.
Vale la pena detenerse en esta vindicación de la negritud que hace Tsvetáieva, del africano, como también la vindicación de los gitanos a propósito de otro poema de Pushkin que le lleva a intuir lo que es el amor y a discutir apasionadamente con el aya de su hermana sobre los personajes del poema y sus sonoros nombres.
Marina Tsvetáyeva es una poeta-negra, fue durante decenios un fantasma tan negro, noche profunda, ocultada bajo pesadas sombras en su propia patria. Tardó, pero como había profetizado en un poema de adolescencia, justamente en el que inicia esta antología, sus versos llegaron como los buenos vinos. Es una poeta-negra para quienes no conocemos su lengua materna: toda traducción es un esfuerzo enorme que sin embargo deja en las sombras parte del sentido, del significado de cualquier expresión. No se diga de un poema. Y hay poetas que alcanzan una altura que hace imposible verter su intensidad a otra lengua. Marina Tsvetáyeva es de estos, lo ha dicho Ekaterina Ignatova y lo han dicho también todos sus traductores al español. Por consiguiente, tenemos que adivinar, sobre todo detrás de las buenas traducciones, lo que queda irremediablemente en la sombra. Es como abrir cortinas y encontrarnos con que detrás de ellas hay pasadizos en penumbra: en estos poemas, los guiones, por ejemplo.
Poeta-negra en una época catastrófica para su patria, catastrófica para la Europa hacia la que huye (la revolución de 1905, la primera guerra mundial, las revoluciones de febrero y de octubre del 17, la guerra civil, la persecución, la segunda guerra mundial); tuvo que vivir en la penuria extrema, enfrentando sufrimientos, hambre, la muerte de la pequeña hija, exilio, el infortunio. En una época de poetas-negros, que padecieron cárceles, que fueron víctimas de la infamia. Poetas, artistas, intelectuales, científicos, técnicos, trabajadores, campesinos, millones de seres humanos que fueron víctimas del despotismo. A veces Marina contrapone al poeta con la masa informe. Yo creo que la contraposición más evidente es entre el poeta y los poderosos, y entre estos, los más terroríficos son los que se arrogan la tarea de instituir el Paraíso. Y estos son los que llevan a Marina Tsvetáyeva a la última decisión, el suicidio, los que fusilan a su esposo pese a haber servido a la tiranía, los que encarcelan a su hija. Los que acabaron con buena parte de sus amigos.
No obstante, Tsvetáyeva fue una mujer vital, enamorada, apasionada, y sobre todo, una gran poeta.
Tenemos que agradecer a Ekaterina Ignatova este libro, con el ramillete de poemas de Tsvetáyeva traducidos con amor y a la vez con prolijidad, con probidad y enorme sensibilidad. Katya se ha sentado junto a Marina, la ha (con)-fundido con su abuela Ekaterina Vasilievna, repitiendo así el gesto de la pequeña Marina con Aleksandr Serguéyevich. Y ha ido trasladando verso a verso, imagen a imagen, la intensa poesía de la gran poeta a nuestra lengua.
Lo que ha hecho Katya para nosotros es un maravilloso regalo. Quienes algo la conocemos sabemos de su desbordante generosidad. Por supuesto, están el té, el vaso de vino, el salmón, caviar, vodka, las galletas, las golosinas para los amigos. Pero esto es lo menor de esa generosidad. Su mayor don está en sus traducciones: Blok, Pasternak, hoy día Tsvetáyeva. Poetas a los que ama, a los que conoce bien. A más de los poemas, en este libro encontramos un excelente estudio introductorio que nos permite un acercamiento a la poeta rusa, que nos la presenta en el escenario terrible en que le tocó vivir, amar, escribir y morir. Las notas a los poemas son oportunas y nos ayudan a comprender peculiaridades de cada poema.
Quisiera señalar algo más, en relación con una nota al inicio del libro en la que Katya agradece la colaboración de Mercedes Mafla. Conozco bien el trabajo de Ekaterina, pues me otorgó la gracia de que colaborase en su traducción de algunos poemas de Blok. Ekaterina tiene su método: leer los poemas en ruso, escribir varias versiones en español, luego juntarse con su colaborador o colaboradora y leer varias veces en ruso, explicar el significado de cada palabra, los problemas sintácticos, la estructura de la frase, la función de los signos (por caso, los guiones), de los encabalgamientos, de los cortes versales. Es fascinante. Y esto, siempre acompañado de sus golosinas. Desde luego, quien colabora con ella participa no solo del esfuerzo sino del placer y la alegría que provoca el hallazgo de una solución dada. Mercedes habrá gozado de esos momentos intensos, pero también a ella cabe mencionar con gratitud por estos poemas de la Tsvetáieva en español.
Gracias, querida Ekaterina Ignatova por tu paciencia, tu esfuerzo, por tu obsequio, estos poemas.
Finalmente, el libro cuenta con un editor excepcional entre nosotros, Carlos Reyes Ignatov. Un bello continente para este contenido: un libro espléndido. ¡Vaya hallazgo, querido Carlos, esa fotografía de la joven poeta en Crimea, transformada para que ilumine al libro desde la portada! Y conserva, como no, la franja negra a la derecha… poeta-negra, de rostro moreno, que nos mira desde la profundidad de sus ojos, que nos hace mirar desde esos ojos profundos.
Yo solamente deseo que siga Katya traduciéndonos a los grandes y maravillosos poetas rusos y que Strana, la editorial que hoy nace para la poesía traducida, tenga el mejor de los destinos.
Muchas gracias.
Iván Carvajal
Quito, 11 de enero de 2018