Publicado en Ciudad Alternativa, Quito, 1992, pp. 29-30.
Hay existencias que se cierran armónicamente, con la serenidad y la plenitud que otorga la sabiduría. La de Manuel Agustín Aguirre (1903-1992) ha concluido así, como un emblema. Porque hay un legado de Aguirre que es patrimonio colectivo de nuestro pueblo, de nuestra nacionalidad, hay una enseñanza de integridad moral, de honestidad intelectual, de actitud ante la vida y el conocimiento del que podemos sentirnos herederos, aun si se discrepa con Aguirre en las posiciones concretas de la política. En un artículo publicado en el diario El Comercio, Ángel Felicísimo Rojas, quien evidentemente habrá discrepado con Aguirre respecto de cuestiones políticas e ideológicas fundamentales, ha consignado su reconocimiento de la recia personalidad de Aguirre, con generosidad y grandeza de espíritu, en correspondencia con la grandeza humana del sabio.
Una pregunta que surge ante la muerte de Aguirre es la relativa a la sabiduría. Porque si de sabiduría se trata, hay mucho más que acopio de conocimientos teóricos, de erudición; hay en él un radical conocimiento de la vida como potencia creativa, hay una serena construcción de una subjetividad armónica, que es capaz de intervenir crítica, irónica y lúcidamente en su mundo; hay con ello una palabra que encarna tendencias transformadoras inmersas en la vida de una cultura, en una historia, en un pueblo.
Rojas ha recordado el talento crítico, la lucidez, el humor y la vocación por el conocimiento que caracterizaron la personalidad de Aguirre. Ha puesto énfasis en la unidad vigorosa entre pensamiento y acción que hicieron de Aguirre un militante y dirigente socialista, un activo participante del movimiento obrero ecuatoriano y un dirigente del pensamiento universitario. También Rojas deja su testimonio del humanismo, la inquebrantable moral y la fuerza personal que hicieron de Aguirre un excepcional amigo, un dirigente político y espiritual de generaciones.
Quisiera, por mi parte, señalar lo que significa Aguirre para mi generación. Para muchos fue la puerta de acceso al pensamiento marxista. ¿Cuántos de nosotros tuvimos entre nuestros primeros textos de divulgación del pensamiento marxista su manual de “Socialismo científico”? ¿Cuántos nos aproximamos al descubrimiento de la experiencia del socialismo a través de sus escritos y conferencias sobre la Revolución Cubana o sobre China? ¿Cuántos de nosotros aprendimos de la realidad del capitalismo dependiente, de la integración de esa forma al sistema capitalista mundial, a una modalidad civilizatoria, a través de sus textos?
Pero detrás de esos textos expositivos del pensamiento marxista, explicativos de la realidad social, de la historia, de intervención política, hay en Aguirre una indudable cualidad: el hecho de ser el primer marxista ecuatoriano que se esfuerza por pensar teóricamente, por aprehender el movimiento de la teoría y por intervenir con la teoría en la formulación teórica. Su incesante llamado a la unidad de la teoría y la práctica, en su caso, no es mera fórmula y menos aún la fórmula retórica que a menudo sirvió para escamotear la necesidad de la teoría, suplantándola por el vacío recitativo de una doctrina jamás pensada que encubría un pragmatismo político inmediatista y reductor de toda potencialidad crítica.
Tal vez Aguirre fue en ocasiones incapaz de formular tácticas políticas eficaces. Pero si de ello se trata, habría que señalar al menos dos cosas fundamentales: jamás a Aguirre, por su actitud radical, de revolucionario, le interesó la eficacia en la subordinación a las formas políticas dominantes, y segundo, esa limitación que se puede advertir en él con grandeza, es la limitación de todo un pueblo, el destino de generaciones. Porque, ¿no es un pueblo, no son generaciones los que se han visto obstaculizados en la formación de un sistema político lo suficientemente democrático y libre como para avanzar hacia la justicia social? Democrático y libre, porque Aguirre, precisamente por la radicalidad de su socialismo, por la firmeza de su marxismo, fue profundamente democrático.
Por el contrario, y dentro de la misma perspectiva teórico-política, hay una herencia formidable de Aguirre en la ya señalada voluntad de teoría. Esta voluntad puede verse en sus reflexiones de 1952, en su Historia del Pensamiento Económico y en varias de sus conferencias sobre los procesos mundiales y latinoamericanos, en sus formulaciones sobre el destino de América Latina. No deja de sorprender la fuerza que entraña esa voluntad, tanto por lo notable de los resultados como por la evidente soledad de Aguirre, en este terreno, entre sus contemporáneos. Había que esperar a Cueva y a algunos de su generación para que ese esfuerzo continuase.
Hombre polifacético, Aguirre fue también poeta. Aún recuerdo el primer texto que leí de Aguirre como poeta, en una antología publicada allá por los años 40. La imagen de la niña pinchando a alfilerazos las estrellas no se ha borrado de la memoria jamás. Sin duda el poeta fue ganado por el teórico y por el político. Pero hay un talante de poeta que jamás abandonó al maestro.
Finalmente, como político Aguirre fue el gestor de una singular y decisiva lucha en el campo intelectual, cultural y social: la reforma universitaria. Su concepto de universidad puede y debe ser examinado críticamente ―él mismo lo pedía―, pero es indudable que siempre quiso una universidad democrática, en el sentido de que en ella se desarrollaran las condiciones para el ejercicio libre del pensamiento en el conocimiento y en la crítica de la realidad social, y en el sentido de que la universidad fuese una institución abierta al pueblo, no excluyente y no encerrada entre sus muros. Quiso una universidad creativa, formadora de conciencias libres, comprometida con el presente. Jamás estuvo en su pensamiento una institución dispersante de la actividad intelectiva, en que la democracia se pervirtiera hasta derivar en oportunismo populista, en que la razón dejase de ser fundamento de reflexión e interpretación del mundo. Achacar a Aguirre, a su pensamiento y a su acción universitaria, la responsabilidad por los aspectos negativos que se observan en las universidades ecuatorianas actualmente, es ciertamente un despropósito. Creo que no en vano se volvió, para mi generación, un símbolo de la suerte de la universidad la imposibilidad del retorno del maestro al rectorado de la Universidad Central del Ecuador, después de la clausura ordenada por Velasco Ibarra en 1971.
Quienes pudimos escuchar la vibrante palabra de Aguirre en sus discursos, en sus conferencias o alguna vez en su charla informal, siempre amigable, abierta a la reflexión, a la pregunta, pudimos sentir el vivo calor de la pasión que lo animó. La pasión de una vida llena de sabiduría.
Así se va, sereno y sabio, uno de los grandes espíritus que ha producido nuestro pueblo. Su palabra, su enseñanza quedan en la savia de ese pueblo.