Esta entrevista fue publicada originalmente en Metáfora. Revista de literatura y análisis del discurso, 6, 2021, pp. 1-9. ISSN 2617-4839 | DOI: 10.36286
Luis Eduardo Lino Salvador
luis.lino@unmsm.edu.pe
https://orcid.org/0000-0002-6415-5744
DOI: 10.36286/mrlad.v3i6.93
Iván Carvajal (San Gabriel, Ecuador, 1948) es poeta y ensayista. Su producción poética se reúne en los poemarios: Poemas de un mal tiempo para lírica (1980), Del avatar (1981), Los amantes de Sumpa (1983), Parajes (Premio Nacional de Literatura “Aurelio Espinosa Pólit”, 1983), En los labios/la celada (1996), Inventando a Lennon (1997), Ópera (1997), La ofrenda del cerezo (2000), La casa del furor (2004) y Jacarandas (2018). Asimismo, obtuvo el Premio a las Libertades “Juan Montalvo” (2013). Metáfora. Revista de literatura y análisis del discurso se complace en presentar esta entrevista que gentilmente accedió a brindarnos el poeta en agosto del año 2020.
EDUARDO LINO: ¿Cuál es el papel que le otorga al lenguaje como materia de la poesía, así como también a la experiencia vital del hombre de carne y hueso que está imbricado en ella?
IVÁN CARVAJAL: Prefiero hablar acerca del poema más que de la poesía, término este cuyo significado me parece excesivamente difuso. Un poema es un objeto material y a la vez mental, configurado con palabras que se encadenan y que cobran sentido en los entornos o contextos dentro de los que se enuncian, sea de viva voz o sea en la escritura, y en los que se reciben e interpretan, es decir, en la escucha o la lectura. Desde hace siglos el poema es, ante todo, un acto de escritura y de lectura. Lo decisivo en esa configuración de palabras, para que sea poema, es la forma en que se estructura, tanto al nivel de la expresión como del contenido, más que el tema del mensaje. Esa organización de la materialidad del lenguaje caracteriza al poema, aunque tal organización dependa siempre de “convenciones” que se establecen entre los creadores de poemas y sus auditores o lectores, convenciones que varían de época en época. En este sentido, el lenguaje es la materia del poema.
No obstante, un poema debe decirnos algo sobre cuestiones comunes a los seres humanos: el amor, la amistad, el duelo ante las pérdidas, la actitud ante la muerte, el júbilo, la salvación o la condena, la cobardía, la valentía, la sorpresa ante algún acontecimiento y más si este es excepcional. Esto se lleva a cabo a través de imágenes que evocan sensaciones o estados anímicos, y esas imágenes, al ser captadas en la audición o en la lectura, provocan ciertamente sensaciones ―ante la lectura o la escucha de ciertos poemas decimos que sentimos algo semejante a una descarga eléctrica―. En realidad, no nos es posible comunicar lo que sentimos, sino que aludimos a nuestras sensaciones. Las imágenes despiertan, en el auditor o en el lector, evocaciones de estados anímicos semejantes, pero también apelan al intelecto. La inteligencia interviene en la construcción del poema, pues quien compone un poema discierne entre opciones formales, escoge palabras, giros lingüísticos. Quien escucha o lee un poema reconstruye su forma intuitivamente, y a partir de esta intuición intelectual lo interpreta, piensa lo que el poema dice, aunque lo hace de manera distinta al pensamiento contenido en un enunciado científico, filosófico, religioso, moral o político. Este es un modo peculiar de establecer un vínculo entre la situación singular del individuo, en ese momento de la lectura o la escritura, y otras experiencias humanas.
Si esto es así, a la vez que el poeta trabaja con el lenguaje tiene que construir imágenes poéticas a partir de lo vivido. El poema no es una mera expresión del estado de ánimo o de las percepciones y evocaciones del poeta, de sus “vivencias”, sino que esa experiencia vital lo coloca dentro del mundo, en relación con otros seres humanos, con las cosas, con el ámbito natural. Lo que el poema dice lo hace desde esa inserción en el mundo y su devenir. Es fundamental tener en cuenta que el mundo es comprensión de lo existente y de nuestro estar y pasar dentro de lo existente; el mundo es, por tanto, sentido.
Sin embargo, cabe preguntar qué es la experiencia vital. Uno de los grandes poetas hispanoamericanos, Lezama Lima, casi no se movió de su casa en La Habana. Su vida, comparada con la de cualquier estrella del rock o del pop de nuestros días, podría parecer pobre de experiencias. Pero ¡cuánta riqueza vital en ese hombre condenado casi a la inmovilidad, impedido de viajar fuera de su país por diversas circunstancias, entre ellas, las políticas! ¿Qué es la experiencia vital, entonces? Están las experiencias en los cafés y bares, en mercados, estadios, calles y plazas, en discotecas, pero están también las bibliotecas, las conversaciones con los amigos, la escucha de la música en soledad, la contemplación de paisajes, de cuadros o esculturas o filmes, la manipulación de herramientas, de objetos artesanales, de muebles, el gusto por las comidas, por los licores; están las pasiones amorosas, las texturas de la piel, las frustraciones. Hoy tenemos el sinnúmero de experiencias “virtuales” a través de aparatos conectados en redes. Lo importante es la intensidad con que se vive, la voluntad de insertarse en el mundo y proponerse a ser lo que se debe ser.
EL: La página como un espacio en el cual se despliega el verso es un punto que encuentro a lo largo de su producción poética. Así, ¿cuáles son los criterios que considera en su elección para operar con el empleo del verso libre, el juego propiamente dicho con la topología del poema, el uso del versículo, el fragmentarismo o la ausencia de determinados signos de puntuación?
IC: A veces nos sorprendemos al analizar en detalle los versos libres, pues en gran medida son combinaciones de pautas métricas tradicionales. En mi adolescencia, en la época en la que yo comenzaba mi lento aprendizaje de escritura, descubrí a Vallejo, a Huidobro, a Girondo y al Paz de Ladera este y Blanco. A Whitman, en la traducción de Francisco Alexander. Luego cayó en mis manos Un coup de dés de Mallarmé. Podría decir que si bien ya había asimilado el verso libre —el juego de tensiones entre la sintaxis, el ritmo prosódico y la unidad semántica de las frases o del verso, y también del versículo—, de pronto tomé consciencia de lo que era una página en blanco donde había que distribuir las unidades versales, las estancias, los fragmentos. Se trataba, hasta cierto punto, de una topología, como dice usted, de componer un texto en un espacio en blanco delimitado colocando determinados conjuntos de frases o fragmentos que tuviesen cierta unidad, alguna contigüidad y, a la vez, ligeras variaciones entre ellos.
Esto, supongo yo, tiene que ver con las posibilidades que surgen de los instrumentos de escritura: la máquina de escribir primero y más tarde el computador, y seguramente de las técnicas de impresión del siglo pasado. En nuestra cultura, el poema ya no tiene mucho que ver con el canto o el recitado, sino con la lectura en silencio, donde cuentan la tipografía, la distribución espacial de versos o fragmentos. El poema se construye para ser mirado, a semejanza del ideograma, para que la vista se mueva por él. Lo que ofrecen las técnicas de registro y archivo de las máquinas actuales, de los computadores, abre ciertamente innovaciones formales que apenas comienzan a prefigurarse. Con estos instrumentos, contaríamos con una topología más compleja, de distintos planos y espacios curvos, donde se distribuirían los textos. Lamentablemente me será difícil, por no decir imposible, adentrarme en esas posibilidades. Tal vez se requerirá el trabajo creativo dentro de una especie de taller, semejante a los talleres de los pintores renacentistas, para componer poemas aprovechando esas condiciones que ya están a nuestro alcance, pues el dispositivo técnico ya lo tenemos ante nosotros.
Vuelvo a su pregunta. Un espacio en blanco entre palabras o una sangría implican siempre un lapso de silencio, una necesaria suspensión de la lectura, no solamente para respirar, sino también para marcar una insistencia o un ligero desplazamiento de sentido. La puntuación conlleva dificultades específicas en el poema. El fin del verso es, en sí mismo, un signo de puntuación. A veces una coma dentro de un verso, en una enumeración por ejemplo, se torna innecesaria, corta el movimiento de la lectura, aunque en un texto en prosa, que tiene otro ritmo de lectura, sería imprescindible. Se requiere, por consiguiente, una suerte de economía para evitar signos innecesarios. Yo he errado a menudo al respecto.
A veces he usado una coma al final de un texto para indicar que, si bien este de alguna manera puede considerarse como un poema independiente, se articula dentro de una cadena de varios poemas como un fragmento. He escrito poemarios que pueden ser considerados como un poema compuesto con varios fragmentos o como una serie de poemas. En todo caso, la decisión la he ido tomando en el transcurso de su escritura. A veces, un esquema formal surge de alguna lectura. En ocasiones me queda la sensación de haber escrito solo fragmentos.
EL: Siguiendo la línea de la pregunta anterior, ¿en qué consistiría la poética del ritmo en su poesía?
IC: Me es difícil contestar a su pregunta, pero intentaré bosquejar una respuesta. El ritmo está asociado en primera instancia a la prosodia, a la cadencia y la distribución de acentos dentro de las frases, a la longitud de estas y su repetición. El ritmo es, ante todo, repetición de un determinado esquema, pero si este se repite sin variaciones acaba por producir fatiga y ruido. De ahí surgen las combinaciones de distintos tipos de versos o de distribución de acentos que encontramos en los poemas. El ritmo tiene que ver con la regularidad y la variación del movimiento.
Ahora bien, en un poema concebido como distribución de versos, versículos o fragmentos de distinta extensión en una página o en una parte de ella, en que cuentan además los espacios en blanco entre líneas o entre palabras, se apela a una lectura que se detenga en estos signos: ese espacio que se ha dejado en blanco, comenzando por su marco, o las sangrías que colocan los versos de manera escalonada o en determinados bloques, o en ocasiones la tipografía utilizada. Son señales que indican aproximaciones semánticas o contrastes, según aparezcan en cada poema en concreto. Obligan a detener la lectura, son marcas de silencios que implican pausas, pero también son gestos para que el lector modifique el movimiento de la enunciación y lo suspenda por un instante para atender a la imagen que trasmite el fragmento. Finalmente, el poema, bajo esta modalidad, se asemeja a un collage; se podría decir que, en cierto sentido, el ritmo del poema se desplaza constantemente entre lo visual y lo verbal. Cuenta mucho la iniciativa del lector para reorganizar la forma del poema.
EL: En Inventado a Lennon percibo la coexistencia, a la vez tensa y dinámica, entre elementos tan heterogéneos, provenientes de diferentes referentes culturales. A partir de ello y de dos poemas —“Hacia Babel” y “Habitante de Babel”—, le pregunto ¿en qué consiste la cosmovisión y la palabra babélica que se configura en el poemario?
IC: Viví en la ciudad de México entre 1991 y 1992. Durante la estancia en esa megalópolis, comenzó a perfilarse lo que luego sería Inventando a Lennon. Yo había visitado hasta entonces algunas ciudades latinoamericanas y europeas, pero nunca había vivido en ellas. Vivir en una megalópolis era una experiencia completamente nueva para mí. Quito o Guayaquil en esa época se acercaban al millón de habitantes, pero la ciudad de Quito de mi infancia era todavía una ciudad pequeña encerrada entre montañas. Durante mi juventud se habían producido cambios significativos en la vida cotidiana, sobre todo determinados por la radio, el cine y la televisión. El primer aparato de radio que tuvimos en casa llegó cuando yo tenía 6 o 7 años; el tocadiscos, a los 17; el televisor, a los 19. Mi primer viaje en tren lo hice de Quito a Guayaquil a mis 9 años, conocí el mar a los 11. Era una vida muy provinciana. Escuché por primera vez canciones de los Beatles y los Rolling Stones en casas de amigos a los que algún familiar había regalado algún disco LP comprado en el extranjero. Pero gracias a los discos, la televisión y el cine comencé a percibir el mundo contemporáneo al tiempo que, a través de los estudios y la lectura, adquiría alguna información sobre las culturas o civilizaciones del pasado. A mi generación todo le llegó al mismo tiempo en una mezcla muy compleja: Platón, Heidegger y la antropología estructuralista, el surrealismo, Bergman, Antonioni, Fellini y el cine expresionista; Borges, Rulfo, los grandes narradores del boom latinoamericano, Mao, el Che, Mayo del 68, la Primavera de Praga, entre otros.
Aunque Quito es una ciudad que tiene un magnífico centro histórico en el que se combinan iglesias barrocas de la época colonial como La Compañía de los jesuitas o San Francisco, así como una arquitectura civil republicana del siglo XIX y unos cuantos edificios art nouveau, carece de restos de edificaciones prehispánicas, a diferencia del Cuzco, o de grandes edificaciones modernas. Pero en el centro de México, junto a grandes construcciones barrocas de la época virreinal en torno al Zócalo, como el palacio de gobierno y la catedral, están nada menos que las ruinas del Templo Mayor de Tenochtitlán. Muy cerca se encuentran edificaciones modernas y vanguardistas o posmodernas. La ciudad es un laberinto o, más bien, una sucesión de laberintos que nunca termina: barroca y ultramoderna. Me encontré ahí con personajes insólitos. Por unos meses trabajé en la casa-museo de Diego Rivera y contemplaba maravillado la abigarrada colección de juguetes y artesanías que él y Frida Kahlo habían coleccionado. A poca distancia se abrían extraordinarias exposiciones históricas o del arte contemporáneo mexicano y universal.
De pronto tuve la intuición de que la ciudad de México era una moderna Babel por la diversidad de lenguajes culturales que se entremezclan, por los códigos que se tejen de manera insólita en una recreación permanente. Se vive en un incesante proceso de mestizaje, de mutación constante de las identidades. Por otra parte, los medios de comunicación actuales nos ponen en contacto inmediato con lo que sucede en otros lugares del planeta, y aunque en ese momento todavía no nos habíamos sumergido en la vorágine de las redes sociales vinculadas a la veloz transformación que vino con el cambio tecnológico de los sistemas analógicos a los digitales, teníamos consciencia de que se acentuaba vertiginosamente la globalización, y, con ello, la velocidad de las mezclas culturales. A ello, en mi caso, se añadió una renovación de lecturas que derivaron en un cambio sustancial de mi comprensión del mundo. La realidad es polifacética, múltiple, sujeta a las contingencias, y así es también la vida del individuo en esta moderna Babel global de nuestro tiempo.
En Inventando a Lennon me serví de lo que veía en la televisión, de lo que percibía como un modelo de construcción de imágenes visuales combinadas con la música, el canto y la danza, el video clip. La voz poética que se refiere o se enmascara en un Lennon inventado a partir del mito mediático intenta captar el movimiento de la multitud, que no solamente se desplaza por la megalópolis, cualquiera sea esta, sino también por los entramados culturales que provienen de distintas épocas y orígenes, y que quedan como ruinas que se usan en la reconstrucción de mundos o como restos abandonados entre lo nuevo, entre una vorágine de invenciones, de usos y desechos. Babel es el mundo en el que vivimos; una Babel que surge, además, si atendemos a la palabra del Zaratustra de Nietzsche, en la época en que se cobra consciencia de que Dios ha muerto, y esto a pesar de la cantidad de creencias y organizaciones religiosas que han brotado. Hay que pensar poéticamente en el sentido de semejante sentencia, que no es una mera declaración de ateísmo, desde luego. Hay que pensar en el nihilismo ontológico de tal sentencia.
EL: En Los amantes de Sumpa, un elemento relevante es el “erotismo”. A la luz de esta idea, ¿en qué podría consistir el erotismo como respuesta ante el Tiempo implacable representado en dicho poemario?
IC: A pesar de las variaciones de nuestras representaciones del mundo y de las creencias que se suceden a lo largo de los años, hay ciertas ideas o pensamientos que se afirman en el curso de la vida. En mi caso, la comprensión de la condición mortal del ser humano y de lo efímero de sus creaciones, así como la imposibilidad de percibir con certeza el futuro, lejos de entrañar un miedo a la muerte, me llevan a afirmar la vida. Cada existencia es única, irrepetible, singular. Y en el curso de una vida, cada instante es único e irrepetible. Mientras vivimos, el tiempo transcurre y nosotros transitamos por la existencia transformándonos. Crecemos, maduramos, envejecemos y, algún día imprevisible, moriremos. ¿Qué importancia tiene para nosotros lo que venga después? Apenas quedarán nuestras huellas para quienes lleguen más tarde, unos restos que podrían ―o no― ser recibidos para dar sentido a otras existencias, así como algunos restos del pasado pueden tener sentido para nosotros. A ello es a lo que cabe aspirar: a la continuidad de la huella humana.
Frente a la muerte inexorable, y a la que no deberíamos temer, está siempre la vida y su riqueza. Mas la vida es deseo, amor, amistad, convivencia con otros, con lo otro. El poema es una forma de diferir la muerte y de confrontarla: cuando se habla del amor, de la caricia, del encuentro sexual, cuando se da curso a la expresión del deseo, se conquista en el transcurrir del tiempo un momento de intensidad vital. Si hay unos restos humanos, los esqueletos de un hombre y una mujer jóvenes que permanecen abrazados por miles de años, ese gesto de amor, que es como lo interpretamos nosotros, transciende el tiempo y llega al presente para dar sentido al encuentro de otros amantes. Por un tiempo, el del amor o el del poema, se vence el curso inexorable hacia la muerte. El Tiempo ―con esa mayúscula de la pregunta― sería la singladura de Eros y Thánatos. A la vez, el instante de plenitud erótico, y también el poético, otorgan sentido al retorno de la vida, y tal vez a este retorno, a la intensidad del instante, sea a lo que llamamos eternidad.
EL: Usted señala la inexistencia de una poesía ecuatoriana; sin embargo, pese a ello, considero ineludible preguntarle ¿cuál es su balance inicial sobre el desarrollo —a nivel de temas, formas con el verso— de la poesía que se escribe en el Ecuador en los últimos veinte años?
IC: Es muy difícil establecer un balance en el marco de esta entrevista. En estas dos décadas se han publicado muy importantes libros de poetas como Alexis Naranjo y Javier Ponce —los dos, de mi generación—, de Mario Campaña, Cristóbal Zapata, de poetas más jóvenes que han llegado a una notable madurez: Juan José Rodinás, César Eduardo Carrión, Luis Carlos Mussó, David Barreto, Ernesto Carrión, María Auxiliadora Balladares. En líneas generales, diría que hay una diversidad evidente entre sus modalidades de escritura y sus temas. Los poetas mencionados han recurrido a una gama amplia de recursos en su escritura. La temática es igualmente vasta: desde poemas elegíacos o epigramáticos o de tonalidades casi místicas, hasta la narración de desplazamientos humanos, desde la experiencia sexual hasta la sensibilidad ecológica. El nuevo mundo globalizado, los artefactos tecnológicos junto a la mezcla de fragmentos culturales que provienen de los medios y las redes aparecen evidentemente en los textos de los poetas mencionados.
EL: Finalmente, ¿qué significa para usted en tiempos de la pandemia del COVID-19 la escritura y la lectura de la poesía?
IC: No he escrito poemas durante este tiempo de encierro. He leído poemas, sí, pero no especialmente vinculados con la peste; no han variado sustancialmente ni el tipo de lecturas ni el tiempo dedicado a ellas. La pandemia ha sido una experiencia nueva: se expandió rápidamente por la totalidad del planeta, ha ocasionado una rápida difusión de informaciones sobre la enfermedad, sobre su impacto en los distintos continentes y países, así como sobre los modos de prevenir los contagios y, desde luego, ha incitado investigaciones en procura de vacunas o medicinas. A la vez, han circulado informaciones falsas relativas a supuestas conspiraciones o supuestos medicamentos. En ese sentido, evidencia la globalidad de los grandes problemas humanos, la importancia y los riesgos contenidos en las redes de comunicación, así como el avance vertiginoso del conocimiento y la técnica. Sabemos de la actuación de gobiernos y gobernantes. Es decir, es un acontecimiento político, tecnológico, hasta cierto punto científico, y con indudables y graves consecuencias económicas, en la salud pública y en la educación. Seguramente el efecto que puede tener la pandemia en la literatura —si es que tiene algún efecto directo— se verá más tarde. Siempre es necesaria una distancia de la experiencia inmediata para retornar a ella como asunto de la escritura o de la reflexión. Será necesario un esfuerzo del pensamiento para ir más allá de la pandemia, hacia la comprensión de este nuevo mundo que no surge con ella. El covid-19 es, más bien, una metáfora o un símbolo de ese radical cambio civilizatorio al que asistimos desde hace unas décadas y en la totalidad del planeta, que tiene que ver con amenazas catastróficas (el cambio climático o la contaminación del aire, los mares o la tierra) y, a la vez, con una inusitada potencialidad tecnológica (la inteligencia artificial, las biotecnologías, los sistemas de comunicación actuales).