Los idus de marzo

Et tu, Brute!

Julio César

Shakespeare da a conocer su Julio César en 1599, entre dos acontecimientos del pensamiento político, El príncipe (1513) y Leviatán (1651). Si con Maquiavelo la política se emancipa de la teología y la moral, con Hobbes esa autonomía permite colocar la pregunta sobre el fundamento del poder, de la soberanía y el Estado. El horizonte histórico en que se inscriben esas obras es el surgimiento del estado nacional y de la monarquía absoluta. Para completar la tríada de filósofos que sustentan el pensamiento político moderno habría que añadir a Spinoza, que se encarga de pensar otro tópico político, las pasiones (Tratado teológico-políticoÉtica).

Maquiavelo prepara al príncipe para el ejercicio del poder y Hobbes le provee del fundamento metafísico de su soberanía: la necesidad del estado político para controlar el estado natural de guerra entre los hombres. ¿Hay otra figura del actor de la política que no sea el soberano, el príncipe, el monarca absoluto? 

La plasticidad de la poesía dramática y de la representación teatral permite captar las relaciones en torno al poder político de forma más vívida que la teoría. Las funciones que requiere la política se encarnan en personajes paradigmáticos. La tragedia de Shakespeare gira entera en torno a la tríada que forman César, Bruto y Antonio. La obra se llama Julio César, aunque este personaje desaparece en mitad de la pieza, en el tercer acto. ¿Acaso, se pregunta el lector, no se trata más bien de la tragedia de Bruto, el héroe ético?

“¡Cuídate de los idus de marzo!”, grita a César, al inicio de la obra, el adivino ciego, confundido entre la muchedumbre. Bruto tiene que repetir a César, que no escucha bien, las palabras del ciego. Pero ¿por qué habría de cuidarse César de un día de buenos augurios, como se supone es el 15 marzo? En seguida, Shakespeare presenta el nudo de la intriga (en inglés, plot) que pone en movimiento la tragedia: el complot para impedir que César se proclame emperador. 

         Mientras Bruto, sombrío por el cambio de conducta de su amado amigo César, escucha al intrigante Casio exponerle sus propias inquietudes, Antonio estaría ofreciendo ante la muchedumbre una corona a César, quien la habría rechazado sin convicción. Shakespeare se cuida de presentar ese ofrecimiento en escena. Nos enteramos de ello, al igual que Bruto y Casio, a través de las palabras de un personaje secundario.

Casio está metido en la conspiración desde el inicio de la tragedia. Para ganarse a Bruto, cuenta con las virtudes ciudadanas de este último. Harold Bloom precisa la diferencia entre los dos: “Casio, como muchos epicúreos romanos, es un puritano, y encarna el espíritu del resentimiento, desdichado como es al contemplar una grandeza que lo rebasa. Bruto, un estoico, no envidia el esplendor de César, pero teme el potencial del poder ilimitado, incluso si lo ejerce el responsable y racional César”.

César es un personaje consistente, enérgico, algo arrogante, que no va a sucumbir a la debilidad, ni ante los malos augurios ni ante el pedido de clemencia para un deportado que le hacen los conspiradores. Morirá en el Senado, no sin grandeza. Bruto es un personaje más ambiguo. ¿Por qué decide matar a César? Su acto no es en estricto rigor un tiranicidio, porque César no se ha proclamado emperador. En uno de los pasajes célebres de la obra, Bruto se justifica a sí mismo aduciendo que hay que aniquilar el huevo de la serpiente, antes de que esta nazca. Figurémonos, dice, que “llegaría hasta tales y tales extremos”. 

Por esa vía van sus argumentos ante la plebe, después de asesinar a César. Declara que amaba como ninguno a César, pero que ama mucho más a Roma. Y prosigue: “¿Preferiríais que César viviera y morir todos esclavos a que esté muerto César y todos vivir libres? Porque César me apreciaba, lo lloro; porque fue afortunado, lo celebro; como valiente, lo honro; porque fue ambicioso, lo maté. (…) ¿Quién hay aquí tan abyecto que quisiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan estúpido que no quisiera ser romano? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién me responde?”.

Antonio, a diferencia de Bruto, es un político ambicioso, que si bien tiene razones para llorar la muerte del amigo, sabe que tiene el destino de Roma en sus manos. Está obligado a actuar como un intrigante pragmático. Ante el caos que se produce por el asesinato de César, Antonio actúa para poner orden, para afirmar el poder, y en primer lugar, para controlar al pueblo. Ninguno, ni siquiera Bruto, se aproxima a la elocuencia de Antonio. ¡Qué esplendor alcanza su apología de Julio César ante la plebe romana! ¡Cómo desmonta la retórica ética y patriótica de ese “hombre honrado” que es Bruto!… ¡Cómo se sirve del supuesto testamento de César al pueblo romano para corromperlo con dádivas y ponerlo a su servicio!… Luego, sin remordimiento alguno, repartirá con Octavio el real legado de César, cambiando lo que haya que cambiar del testamento. 

Sin embargo, Antonio no es solo un político ambicioso, está tocado también por un hálito de grandeza. Es el general victorioso que no deja de pronunciarse con justicia y lealtad ante el cadáver de Bruto: “¡Éste es el más noble de todos los romanos! ¡Todos los conspiradores, menos él, obraron por envidia al gran César! ¡Sólo él, al unirse a ellos, fue guiado por un motivo generoso y en interés del bien público! Su vida fue pura, y los elementos que la constituían se combinaron de tal modo, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo entero: ¡Éste era un hombre!”. 

Si la figura ética de Bruto sucumbe ante la figura política de Antonio por obra de las armas, no es menos cierto que en otro plano la tragedia de Bruto se despliega en el ámbito puramente ético: ha puesto en juego todo, la amistad, la vida de su mujer Porcia, y su propia vida, en nombre del ideal: Roma, la república, la patria, la libertad. Ha conspirado y ha llegado al asesinato por ese ideal ético. Pero su argumento tiene una debilidad: Julio César no había llegado a proclamarse emperador, aún no había sucumbido la república. ¿Cabe matar al huevo de la serpiente para evitar la tiranía? ¿Qué certeza se puede tener sobre ese huevo, cómo se puede anticipar el porvenir?

El asesinato de César no impide, en efecto, que la república romana sucumba. Son Antonio y Octavio quienes establecen la tiranía, y, como sabemos, luego de vencer a Bruto y Casio, comenzarán a enfrentarse por el poder. Hasta la muerte de Antonio y la conversión de Octavio en Augusto César. 

Lo que mueve la intriga política, al igual que la intriga dramática, son las pasiones: la ambición, el resentimiento, las emociones que despierta la elocuencia, la venganza, el entusiasmo de las masas. ¿Acaso en la política la intervención ética está siempre destinada a sucumbir ante las pasiones y la intriga? 


[Publicado originalmente en la revista Trashumante (I), No 2. Abril 2010. (pp.3).]