Las partidas de Agustín Cueva

1992.

El final de la partida 

Para siempre, mi amistad con Agustín Cueva se cierra en torno a una mesa de “cuarenta”, nuestro juego nacional de barajas, en casa de Diego Iturralde y Eulalia Nieto en Coyoacán, México DF, donde también llegaba Vladimiro Rivas. Para siempre. Agustín se ha ido con el triunfo y con la sonora carcajada de placer por la victoria doble: en el juego de cartas y en el juego de palabras que lo acompaña. La muerte pone punto final al juego, es el fin de la partida.  Es la partida sin más. Conocí a Cueva en el Frente Cultural, en las reuniones que tenían lugar en el estudio de Hugo Cifuentes, seguramente en 1969. Pese a su juventud, él ya era un intelectual prestigioso, maestro universitario respetado, autor de un libro que celebrábamos, Entre la ira y la esperanza, y yo era un muchacho que escribía poemas y que apenas me atrevía a mostrarlos a Ulises Estrella y a algún otro poeta tzántzico. Poco después Agustín partió para Chile y un par de años más tarde llegó a México. Nos vimos muchas veces cuando él venía a Ecuador, en Quito o en Cuenca, y luego nos volvimos a encontrar en México dos o tres veces en 1991.

Final del juego. Y digo “final del juego” sin inocencia, aludiendo tanto a la proyección de la existencia de Agustín en nosotros, en relación con lo radicalmente otro que queda para siempre más acá de su palabra. Porque ella continuará incitándonos desde sus libros, pero ya no contaremos con las respuestas reflexivas que podríamos plantearle, ni tampoco con su ironía, ni con su risa. Historia, vida, responsabilidad, compromiso: distintas maneras de poner en juego la fuerza de la subjetividad, de la voluntad, de colocarla dentro de las composiciones de la interlocución. La existencia se dispersa en un tiempo y en espacios que al final se conjuntan para configurar el “destino” individual, sin otro horizonte que el cumplimiento de la propia vida, en una sucesión de actuaciones que informa el ámbito de este destino: opciones, responsabilidades, enunciaciones. En fin, agonística.

Agustín Cueva ha concluido sus partidas, y nosotros podemos leer su destino en su conclusión. Compañeros y adversarios de su empresa político-intelectual reconocemos su entereza moral, su valor para sostener principios, su honestidad, la lealtad que supo asumir posiciones, lealtad que le obligaba a mantener una mirada crítica permanentemente. Reconocemos su indeclinable antimperialismo, su opción democrática, su lealtad con los amigos. El final del juego llega ciertamente de modo prematuro para Agustín, en el momento en que la singularidad de su experiencia le dotaba, como a pocos entre nosotros, de la posibilidad de abrir nuevas vías de comprensión de la actualidad.

Final de partida. Escribo “final de partida” para marcar la conclusión del juego singular, tal como decimos “final de una partida de ajedrez”. Pero la contradicción, la paradoja contenida en la frase, escandaliza. ¿Qué dice esta frase, “final de la partida”, al unir la conclusión a un comienzo y al aludir a la vez a un acabamiento dado por el cierre definitivo de la “partida”? Porque hay un acontecimiento único, la partida, que es un umbral, el cierre de un tiempo, el acabamiento de una forma. Pero el umbral abre otros espacios, otras posibilidades vitales, otros movimientos del ser. Agustín Cueva ha partido, ya no estará más entre nosotros, la suya es su partida definitiva, y no una más de las que solía emprender el amigo, el maestro, el adversario honesto, en su continuo deambular sobre todo por nuestra América Latina. Es la partida que sella el acabamiento de su palabra, de su pensar; acabamiento en el sentido de que no habrá una palabra más que pueda añadir a lo dicho, pero también porque el silencio que impone la muerte acaba por totalizarla, por darle su plenitud. Así, la partida también delimita el fin.

Mas el fin es también partida. El fin de la enunciación hace que los enunciados entren en el movimiento dialógico, que partan hacia el otro. El fin de la vida es también, por ello, una partida desde el cierre del pensar y la palabra, desde el cierre de los labios del actor, el cierre de la mano del escritor, hacia un fluir que ya no alcanzará jamás al actor que los produjo. El pensar configurado en las palabras dichas alcanza definitiva independencia respecto de su sujeto, y sin dejar de ser de su tiempo, desde el cual opera su apertura de sentido, entra en otros tiempos como memoria, reto, evocación, señal, conjunto simbólico para que interpretemos las formas de la historia que nos atañe, para que hurguemos en su sentido las tendencias de la vida misma.

Agustín Cueva nos deja como legado, en su obra, una palabra en movimiento por más de un cuarto de siglo, un pensar que explora nuestra historia, una palabra que indaga en las tendencias del presente, en continua crítica de las formas de dependencia de nuestras sociedades, una palabra democrática. Es un testimonio de procesos sociales específicos, pero también de posiciones que Agustín representó de modo ejemplar. Cuando su personalidad aparece plenamente configurada en nuestro ámbito cultural, hacia mediados de la década de los sesenta, fue un adelantado de nuestra ciencia social. Ha partido de igual manera, adelantándose demasiado.

Las breves reflexiones que siguen no abordan el corpus de la obra de Cueva para ubicarla en relación con nuestra actualidad. Más bien intentan delimitar el horizonte desde el cual podemos establecer nuestra relación con Agustín Cueva, en una nueva partida, en los nuevos juegos de relaciones simbólicas, culturales, históricas. La brecha que abre la muerte entre Agustín y nosotros impide que él, con su personalidad inquieta, participe de nuestro lado en la indagación de nuestra actualidad, que es el horizonte desde el cual podemos mirar el pasado, incluso el reciente. Sin embargo, la honestidad intelectual y la criticidad de las que fue siempre un vivo ejemplo Agustín Cueva, son aspectos irrenunciables para nuestra propia intervención. Los desplazamientos de posiciones que están en nuestros destinos, determinados por los desplazamientos operados en la propia realidad, la cual incluye su actividad intelectual, ciertamente marcan desde el umbral de su muerte una diferencia con nuestro amigo y maestro, pero a la vez de alguna manera se mantienen como su legado para nosotros, se mantienen en las tendencias en cuyas aguas también Agustín estuvo involucrado.


Agustín Cueva y la historia del pensamiento social ecuatoriano

Para comprender el alcance del pensamiento de Cueva, su peculiaridad en el movimiento del pensamiento social ecuatoriano, me parece necesario considerar el contexto cultural y social de la década de los años sesenta. En breves rasgos, es una época de transición: de la organización de la economía, del sistema político, de la organización social, de los sistemas culturales en el Ecuador. Desde el gobierno de Galo Plaza (1948–1952) hasta la dictadura militar (1963–1966), se realizaron procesos de profunda significación en la vía del denominado desarrollismo. No cabe repetir aquí lo ya explicado o señalado por historiadores, sociólogos o economistas. Retengamos en una breve enumeración solamente los aspectos más sobresalientes de esa empresa desarrollista del Estado ecuatoriano: reforma agraria y ampliación de la frontera agrícola a través de la colonización, paso desde una economía organizada en torno a la agroexportación (el banano) a una economía nacional estructurada en torno a la exportación de petróleo, desarrollo de los procesos de urbanización, establecimiento de nuevas ciudades de pequeña y mediana dimensión, inicio de procesos industriales, intervención decisiva de los medios de comunicación de masas ―prensa, radio, televisión más tarde―, cambios sustanciales en las formaciones culturales, ampliación de la cobertura educativa en todos sus niveles. A la vez, surgieron nuevas composiciones sociales: clases vinculadas al capital industrial y bancario, nuevos grupos de presión ―tanto en la esfera del poder económico como en los grupos medios, o los sindicatos―, emergencia de las etnias indias. Los años 60 son por ello indicativos de la “modernización” del Ecuador, en un contexto determinado por el desarrollo del capitalismo dependiente, por el acabamiento de una modalidad oligárquica de organización del Estado y del sistema político. En este contexto, la aparición de Entre la ira y la esperanza ―un libro fundamental en los estudios críticos sobre la cultura y la vida intelectual en el Ecuador―, de los estudios sobre el populismo y el velasquismo, y, luego, de El proceso de dominación política en el Ecuador, constituyó una novedad, un acto inaugural de una nueva forma de ejercicio del pensamiento sociológico, histórico, político y crítico de las formas culturales.

¿En qué radicó esa novedad? En primer lugar, Cueva colocó como cuestión nuclear y urgente del pensamiento la comprensión de la actualidad de la cultura y la política ecuatorianas. De conocerla, indagarla y criticarla para asumir una posición ante ella, es decir, para optar por compromisos éticos y políticos. Esa intervención en la actualidad, o en la historia desde la actualidad, para ese momento, suponía examinar las tendencias de la sociedad ecuatoriana y descubrir en esta las nuevas modalidades de división social, los cambios que se operaban en las formas explotativas heredadas de un pasado de servidumbre colonial, y la posibilidad de su transformación: el título de la obra de Cueva es por demás evidente: Entre la ira y la esperanza (1967).

Pero si ese contexto define el programa intelectual, en el campo más circunscrito del pensamiento social debía operarse la ruptura con las formas positivistas de explicación de la historia, e igualmente con la retórica de una tradición marxista, más bien vinculada a las herencias estalinianas, y que sin embargo no era ajena al positivismo descriptivo de la tradición liberal. Quizá la diferencia más notable entre esas dos corrientes radique en que mientras el positivismo liberal destacó los hechos políticos desde su abstracción respecto de la complejidad social, el positivismo estaliniano hizo lo propio con los hechos económicos y un esquema mecánico de la lucha de clases determinada por las relaciones económicas. En esta perspectiva debería situarse, a mi modo de ver, el trayecto que va desde los ensayos de Cueva sobre el velasquismo, ante todo El proceso de dominación política en el Ecuador (1972), hasta sus obras posteriores, particularmente El desarrollo del capitalismo en América Latina (1977). La innovación del pensamiento social y político que impulsa Cueva tiene que ver con el esfuerzo por comprender las relaciones sociales en su complejidad, por ampliar la visión que se tenía de los procesos políticos y sociales. Por más de una década, no cesó de profundizar en ese camino de indagación de las formas sociales, desde su posición marxista, más cercana ciertamente a la comprensión estructural de los sistemas económico-sociales. Personalmente considero que Cueva es quien llevó de manera más sistemática y con mayor aliento entre nosotros esa orientación del pensamiento marxista.

Esa perspectiva implicó, a mi juicio, una particular posición ante las ciencias sociales. Si se analiza, a grandes rasgos, la presencia del marxismo en el Ecuador, podrían establecerse algunos momentos: 1) el efecto ideológico global de la Revolución de Octubre, y como consecuencia de ello, el surgimiento de los partidos socialista (1926) y comunista (1930); 2) la aproximación a la doctrina marxista, bajo la forma de economía política, que alcanza en Manuel Agustín Aguirre su expresión más significativa, o bajo la forma de ideología política en los partidos marxistas influenciados por el marxismo soviético, estalinista; 3) la explicación histórico-social con los conceptos del materialismo histórico, que es el campo donde destacaba Cueva, y 4) una reflexión filosófica alimentada por el marxismo, en la que se destaca la reflexión sobre la cultura efectuada por Bolívar Echeverría.

Dadas las circunstancias de nuestra hora, puede parecer anacrónico o aun dogmático el destacar la importante significación que tuvo para nuestro pensamiento social, y particularmente para la explicación histórica, la intervención del materialismo histórico en la forma en que este adquirió hacia mediados y fines de los años 60, de alguna manera contagiado de “estructuralismo”, con los atolladeros a que conduce una explicación cargada del análisis de la combinación entre modos de producción, de determinaciones, sobredeterminaciones, determinaciones en última instancia y autonomías relativas[1]. Ese materialismo histórico fue sin duda la primera mirada hacia la complejidad de las relaciones sociales, hacia la representación de las estructuras sociales; fue una mirada que intentó producir explicaciones de los procesos articulando distintas determinaciones y sobredeterminaciones que tenían que ver con el predominio de las formas capitalistas y la permanencia de formas precapitalistas subordinadas a ese predominio; que intentó escapar de la simplificación que reducía los procesos políticos, jurídicos o culturales a la determinación “en última instancia” de las relaciones sociales económicas. Produjo, a mi modo de ver, un resultado incuestionable: explicar la configuración histórica de nuestra sociedad en el contexto del desarrollo histórico del capitalismo, destacando la especificidad de las sociedades latinoamericanas, esto es su dependencia, su condición de sociedades periféricas, o la supervivencia de formas de colonialismo cultura l.

Así, si hemos de valorar con justicia la obra historiográfica y sociológica de Cueva, hemos de señalar su objetiva ubicación como uno de los más destacados forjadores de las ciencias sociales en nuestro medio; que introduce conceptos y categorías explicativas, que produce una comprensión de la historia atravesada por el proceso de formación y enfrentamiento de las clases, y que caracteriza la historia de la sociedad ecuatoriana en términos que permiten comprender su “dependencia”, su “subdesarrollo”, su “modalidad” de “atraso”, es decir, un pensamiento que capta la determinación fundamental del modo de ser y acceder a la modernidad capitalista de la sociedad ecuatoriana. Por otra parte, una virtud fundamental de Cueva es haber avanzado en ese proceso relacionando la historia de la sociedad ecuatoriana con la historia latinoamericana. La suya fue una comprensión amplia, contextualizadora: siempre apuntó hacia el continente, hacia América Latina, hacia su presente. No es casual, por ello, que sus debates engloben a sus contemporáneos de México, Brasil, Argentina, Chile o Perú, sobre temas comunes, pero a partir del conocimiento de realidades específicas de esas sociedades; como tampoco lo es que reivindique constantemente la tradición de Martí o de Mariátegui. Pero el pensamiento de Cueva intenta ir más allá de la teoría de la dependencia, no deja de examinar constantemente sus debilidades, sus límites, como se advierte, por caso, en su polémica con Theotônio dos Santos y Vania Bambirra.

Hay sin embargo, a mi modo de ver, un límite en el modo de intervención del marxismo para explicar el movimiento histórico de América Latina y, particularmente, del Ecuador, presente en Cueva y en otros sociólogos e historiadores de inspiración marxista contemporáneos suyos. El límite se refiere a la ausencia de inmersión en la filosofía y, por consiguiente, a la reflexión, a la vuelta del pensar sobre sí mismo para indagar sus condiciones de producción, su alcance, su organización, de una parte. Y de otra, a la penetración en la cultura, a la capacidad para pensar no solamente las estructuras, sino la densidad de los acontecimientos, en su formación simbólica, en su repercusión subjetiva, en la organización de la memoria colectiva. Curiosamente, cuando más se acerca Cueva a esta densidad de la cultura, al examen de la psicología social, es en textos como Entre la ira y la esperanza, y no precisamente en sus posteriores estudios de crítica sociológica de la literatura, por ejemplo. Si señalo esta apreciación aquí es porque considero que esa ausencia no reduce la estatura intelectual, y aún menos la ética de Agustín Cueva, ni es, por otra parte, un asunto que atañe a la circunstancia individual; aludo, más bien, a una configuración del pensamiento social, a un modo de estructurarse, de producirse, de organizar temas o problemas; de provocar tesis o conceptos. Hay como una reticencia del pensamiento social ―en el que por otra parte se formó mi generación― para adentrarse con desenvoltura en los ámbitos de la “conciencia social”, de la subjetividad, de las formas culturales. Y algo similar pasa respecto del examen de las condiciones de la producción del conocimiento, de la reflexión sobre la teoría.


Silencio y retorno de las palabras de Cueva

Quizás asistamos hoy a un momento en la historia de nuestro pensamiento social en que lo determinante sea precisamente esa necesidad de poner en el centro de las reflexiones tanto las condiciones de producción del pensamiento mismo como una dilucidación de la subjetividad. Este giro ciertamente está motivado por los acontecimientos de los últimos años: el hundimiento del llamado “socialismo real” en Europa, el fin de la URSS, la Guerra del Golfo Pérsico, es decir, las nuevas condiciones internacionales.

La obra sistemática de Agustín Cueva se cierra aproximadamente hacia 1988, es decir, coincide con los procesos de Europa Oriental a que me he referido. Cueva libró durante esos años un enfrentamiento con las posiciones que, a partir de una supuesta superación crítica del marxismo ―la cual hasta se pretendió sustentar en Gramsci― derivó en una variante sociológica de orientación entre liberal y socialdemócrata. Lo que estaba en el centro del interés de Cueva en ese enfrentamiento era la articulación de una sociología supuestamente “novedosa”, pero que en realidad retomaba las vías del empirismo, mezclada con algunos argumentos filosóficos del llamado “postmodernismo”, con una opción política que se desplazaba desde la izquierda hacia la socialdemocracia y aun hacia el liberalismo. Paralelamente, Cueva enfrentaba la ideología neoliberal y el neoconservadurismo dominantes en este período.

El combate de Cueva a la vez afirma su posición intelectual y política hasta el final de su vida ―no sé si sus últimos artículos son los dedicados a Gregorio Selser y a la defensa del derecho del pueblo cubano a su autodeterminación―, presentan quizás la dificultad de que ámbitos de la reflexión contemporánea quedan por fuera de su examen: las reflexiones sobre el lenguaje, las consideraciones sobre el límite del pensamiento científico, que si bien explica a partir de encontrar regularidades y determinaciones dentro de relaciones estructuradas, reconoce a la vez el principio de indeterminación e incertidumbre, y por lo tanto relativiza la propia determinabilidad científica, o la reflexión sobre la técnica y las consideraciones más globales de la civilización moderna.

Pero esta apertura del pensamiento supone el reconocimiento de una nueva situación histórica, el desplazamiento de la realidad histórico-social hacia una organización nueva. Las tendencias presentes en el mundo desde fines de la Segunda Guerra Mundial han entrado en una fase de acabamiento: ha sido un período de hegemonía de una potencia, Estados Unidos, de constitución de grandes empresas transnacionales, de configuración de un poder político-militar de alcance planetario, que bien podría encaminarse hacia un “estado mundial”. La civilización capitalista ha cubierto la totalidad del planeta, y consiguientemente se ha expandido la barbarie que ese tipo de civilización ha incorporado para la humanidad, junto a los indudables logros científico-tecnológicos. Hemos llegado a un punto en que se advierte una tendencia hacia la autodestrucción de la especie, ligada a una forma civilizatoria, más aún, a los ideales de progreso de esa forma civilizatoria.

No quiero decir que Agustín Cueva haya permanecido ajeno a esta problemática, a este reconocimiento de la realidad. Quizás sí podemos decir que para quienes vienen del marxismo este desplazamiento de la realidad ―o, más estrictamente, este desplazamiento de los órdenes simbólicos― demanda una transformación teórica y política que tiende a remover una serie de supuestos que sirvieron para explicar la historia y la configuración social hasta hace unos años. No quiero decir con esto que ese conocimiento sea inválido, o que dado el triunfo global de la derecha neoconservadora en casi todos los órdenes o de los fundamentalismos religiosos y nacionalistas en varias regiones del Tercer Mundo, conceptos como el de “lucha de clases” deban ser sin más abandonados. Más bien, lo que se nos impone es aventurarnos en vías del pensamiento y de la palabra, en perspectivas críticas y confrontaciones que deberán llevar la marca de la actualidad en la propia novedad teórica, en los nuevos problemas que surgen en la actualidad.

La muerte impone a la vez silencio y un retorno de lo ya dicho que llega a los vivos, a los que permanecen vivos, dentro de un diálogo que renueva el sentido. El silencio: ¡cómo lamentamos la ausencia de Agustín Cueva, con quien tanto tendríamos que debatir e indagar sobre la actualidad, con la camaradería que lo caracterizó!, ¡cómo lamentamos la clausura de su palabra, sobre los acontecimientos de esta actualidad! Ante ese “diálogo” sin réplica posible de su parte, no podemos soslayar que nos vamos alejando de su pensamiento, de su palabra, que nos desplazamos a otros ámbitos de reflexión por las propias exigencias de la actualidad. Pero desde ese desplazamiento se abre nuestra escucha a su palabra, a su pensamiento. Que es escucha de nosotros mismos, en la voz del compañero que siempre será parte de nuestra historia.


[1] En mi formación intelectual fue parte decisiva, en esos años, ese marxismo. La vía de reflexión inspirada en el marxismo que recorría Bolívar Echeverría era distinta.