La restauración poética de lo perdido

Texto leído en la presentación del libro
Tiempos que no existen del poeta Juan González Soto.
El acto tuvo lugar en Tarragona, el 10 de noviembre de 2022.

el tiempo empujando trasbordos
Juan González Soto

Creemos saber qué es el tiempo, sin embargo, esta es una de las nociones más difíciles de comprender. Nuestra conciencia se ancla en el instante, en el ahora, en una presencia que inmediatamente desaparece para dar paso a un nuevo presente. La conciencia que tenemos del tiempo, lo sabemos bien, proviene de la memoria, de lo que esta resguarda del olvido, y de la expectativa de aquello que podría advenir; de los relatos que inventamos para entender nuestra singular inserción en el devenir. «El pasado está en nosotros, y sin embargo ya no es», esta frase del filósofo Henry Lefèbvre con la que me topé en una lectura de la adolescencia –hace ya algunos decenios, en un libro que, por lo demás, ya he olvidado–, vuelve ahora desde algún rincón de mi memoria, mientras intento aprehender el significado del título del libro de Juan González Soto, Tiempos que no existen. Existen el ahora, el presente, y, en ese instante, las cosas, el mundo. El futuro todavía no es. Mas la vida o el mundo existen en ese transcurrir. Pero ¿para qué buscar una comprensión de lo que anuncia el título del libro si será de su discurrir de donde emanarán sus múltiples sentidos? 

Los tiempos que no existen bien podrían ser los que se evocan en la elegía, trayendo al poema la presencia fugaz de lo que ha desaparecido, o bien aquellos de la utopía, los tiempos deseados que podrían abrirse paso en el mundo. Pero ya desde las primeras páginas del libro el poeta deja claro que lo suyo es la elegía, no la utopía: “indigno de la verdad y su secreto / mirando los cristales manchados / por el agua por el tiempo”, y un poco más adelante, en el poema III: “estoy solo / con los muertos que me siguen”. Cabe detenerse en esta declaración del poeta, pues enuncia una contradicción inherente a la soledad misma. Cuando Quevedo proclama su encierro para mantener su conversación con los muertos a través de la lectura, coloca esa singular circunstancia de la soledad ante el lector del poema: en este retorna el espectro del poeta que únicamente puede afrontar la soledad en ese diálogo con los muertos, esto es, provoca una duplicación de esa conversación espectral: en el lector, a quien se le está yendo el tiempo entre las manos mientras lee el poema, y en el poeta, que retorna en el poema. La elegía trae lo desaparecido hacia el poema, y esa presencia de lo espectral tiene sus ecos y sus repercusiones en el lector, abre en este un campo de evocaciones y con ello lo conmociona emotivamente. Todos tenemos nuestras pérdidas. El tiempo ha devorado el hogar de la infancia, a algunos seres amados, paisajes, pero estos retornan para acompañarnos en la extrema soledad de la lectura de los poemas. También, desde luego, en las evocaciones que continuamente tenemos a lo largo de nuestras vidas.

El mundo que se construye en los poemas, y que pareciera colocarse fuera del tiempo, surge de una memoria que transita por los ámbitos de lo hogareño, de la familia, la casa de la infancia, los pequeños animales domésticos, los muebles; mas ese retorno de lo familiar trae consigo también la amenaza constante de la muerte. De hecho, quienes retornan en el recuerdo o en el poema lo hacen, a semejanza de Hamlet padre, como espectros. Su presencia es espectral. La madre, el padre, la abuela, el hermano que ha muerto prematuramente, vuelven como espectros que se sientan al borde de las camas, que ocupan las sillas vacías apartando quizás la ropa que se dejado en ellas sin cuidado. Vuelven para acompañar al que continúa vivo y en soledad. Más aún, retornan en la memoria de los momentos más tristes, más dolorosos, como el recuerdo de la muerte y el velorio del hermano.

Se puede leer Tiempos que no existen bien como un único y largo poema o bien como una colección de breves poemas elegíacos. En estos breves poemas, González Soto evidencia su singular mirada de lo hogareño: zapatos, mesas, cucharas, trapos. El hogar cobija a los pequeños animales domésticos: el perro abandonado que vuelve siempre, como vuelve el espectro del hermano muerto; las gallinas, el gato, el jilguero. En torno de ese paisaje hogareño revolotean gaviotas, vencejos, lavanderas, aunque por momentos aparecen algún cuervo, alguna urraca, chicharras, insectos, alacranes, aves o bichos en quienes se ha descargado el sentido de lo ominoso. No obstante, esta presencia de estos signos inquietantes, de algunos seres ominosos, los poemas no se vuelcan hacia lo siniestro. 

Desde estos paisajes hogareños, recogidos en pueblos o aldeas, se iniciará también, en algunos poemas, el tránsito hacia la ciudad. Desde luego los trenes que se abordan son los de las pequeñas estaciones. Los poemas en que aparecen provocan una inmediata asociación con las escenas cinematográficas en las que jóvenes, muchachas y muchachos, trepan a los vagones con sus pequeñas maletas o descienden en las estaciones de las ciudades, a la vez con expectativas y con recelo o miedo. Esa fue experiencia común hace medio siglo en España, en Europa o en Argentina; en otros lugares, donde no había trenes, los jóvenes trepábamos y descendíamos de autobuses, de camiones. El poeta, por tanto, nos habla de mundos relativamente recientes que fueron devorados por el tiempo.

González Soto señala en sus epígrafes el vínculo que guardan sus poemas con textos de Vergilio Ferreira, António Lobo Antunes, Juan Carlos Onetti o Luis Rosales. Además, un verso nos trae a la memoria la muy conocida elegía de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Dice el verso de González Soto: “el río que no lleva al mar”. Tal vez esta modificación de los versos iniciales de la tercera copla del poema de Manrique contenga el sentido de un esfuerzo por recobrar lo perdido, por mantener en la memoria las querencias que se van desvaneciendo, en un combate permanente contra el olvido, es decir, contra la muerte definitiva de los seres amados, del mundo perdido. Pero lo elegíaco en González Soto, a diferencia de lo que sucede en el poema de Manrique, no trae consigo ni sermón ni moraleja.

González Soto ha escrito Tiempos que no existen durante la pandemia de la covid-19, en meses de encierro, de temor generalizado a la muerte. Tal vez, y de manera contradictoria, la elegía sea una manera de confrontar el miedo a la muerte trayendo al poema la memoria de los muertos, a quienes, en su día, amamos. No obstante, la vida se afirma a través del poema: nos quedará siempre “un trozo de mar en la ventana” para contemplar un nuevo amanecer. Una de las características de la poesía de Juan González Soto, presente en sus libros anteriores, de manera notable en Las islas sonoras, es precisamente la pregnancia de las imágenes que captan, en el paisaje recreado en el poema, la cercanía de las cosas, de los ambientes naturales y los objetos de la vida cotidiana. Con ello, el poema alcanza una carga emotiva singular que conmueve al lector.