La modernidad de América Latina

Ponencia presentada en el Encuentro de Filosofía, Universidad Michoacana. Morelia, México, 1991.

En un ensayo reciente, El laberinto latinoamericano, Octavio Ianni llama la atención críticamente sobre el núcleo que articularía la problemática y buena parte de las interpretaciones sobre la historia, los procesos sociales, la economía y la cultura de América Latina: el sociólogo brasileño se refiere al tópico de la modernización, y por tanto de la occidentalización de América, como trasfondo de las diversas corrientes interpretativas. Partiremos de esta observación para proponer, como interrogación en este Encuentro, el modo de ser modernos, occidentales, que nos es característico a los latinoamericanos. Nos referiremos a América Latina, si bien consideramos que dicha interrogación podría hacerse extensiva a América del Norte, pues si esta, como anota Ianni, entró en el proceso de occidentalización y modernización de manera más intensa que aquella, hasta el punto de que los Estados Unidos llegaron a convertirse en potencia hegemónica y paradigma de modernidad y de Occidente, no es menos cierto que en los intersticios de la sociedad norteamericana, de su organización estatal, de su economía y de sus procesos culturales se manifiestan también fisuras que revelan el modo de existencia que aparece siempre incompleto, heterogéneo, jerarquizado, propio de la Modernidad. El punto de interés para la crítica es sin embargo el contraste de América Latina con el modelo de progreso, organicidad social, libertad y democracia que se suele otorgar desde diversas interpretaciones a Occidente.

Pero, ¿es en realidad América Latina aún poco occidental, poco moderna? ¿Hasta qué punto lo es realmente? Partamos de una enumeración muy esquemática de las principales cualidades que se asignan a la Modernidad. Esta es, en primer lugar, un modo de organización de la economía, el capitalismo. Sin entrar en una discusión sobre el concepto, señalemos que la economía moderna, capitalista, implica cuando menos las relaciones salariales, la expansión de los mercados hasta constituir el mercado mundial, la circulación de mercancías, de fuerza laboral y capitales, el desarrollo de formas de monopolización, el vínculo entre capitales bancarios e industriales.

Al capitalismo se asocia un proceso de rápida y permanente innovación técnica, fundamentalmente a partir de la Revolución Industrial, la cual se sustenta en una perspectiva tecnológica racionalista y sobre todo productivista, esto es, deviene en una producción de mercancías determinada no por una razonable combinación de necesidades y capacidades sociales, sino por la obtención de máximas ganancias, de máximos réditos económicos. Dentro de la estrategia capitalista, la agricultura misma pasa a convertirse en rama de la industria, y no solamente por la estructura del aparato instrumental y tecnológico, sino por su inclusión en el proceso mercantil-capitalista de reproducción social. Esta conversión se manifiesta en la transformación de la “sociedad tradicional” en el campo y el paso de este a la forma moderna, caracterizada por el mercado capitalista.

A esa forma económica debe corresponder la formación del estado nacional, tanto como sistema de poder como de cohesión social. La forma ideal de una estructura estatal, desde una perspectiva liberal, sería, como es sabido, la de un Estado capaz de superar los conflictos suscitados en la “esfera de la sociedad civil”, que intervenga en la economía en los momentos y las esferas que aseguren la continuidad de los procesos capitalistas y que a la vez se coloque al margen de estos cuando hayan recuperado o cobrado su dinámica “privada”. De ahí la paradoja a que pueden llegar en determinadas situaciones los sectores empresariales capitalistas, que piden a la vez la no intervención del Estado en la economía ―por caso, la demanda de privatizaciones de las empresas estatales― y el proteccionismo estatal ―subsidios, aranceles a mercancías que provienen del exterior―. Correspondientemente, el sistema político y de gobierno debería configurar un orden democrático, en el cual el respeto a la voluntad popular expresada a través de los procesos electorales y los mecanismos de representación, y la conciliación de intereses diversos mediante la subordinación de las minorías a las mayorías, aseguraría las condiciones de cohesión social y nacional, y sustentaría incluso un orden de libertad e igualdad política. Se considera que el perfeccionamiento de la democracia supone la superación de las formas del caudillismo, de populismo y el surgimiento y la maduración de los partidos. La cohesión nacional, o del Estado nacional, a su vez integra las minorías étnicas y sus culturas dentro de la cultura nacional.

Por consiguiente, el proceso de modernización, de progreso o de desarrollo, tal como se ha entendido por más de un siglo en América Latina, supera las formas de la sociedad “tradicional”, impulsa los procesos de urbanización, supedita el campo a la organización industrial y urbana, introduce el predominio de la cultura científico-tecnológica, desacraliza el mundo, lo seculariza; determina la hegemonía de las formas racionalistas, empiristas y positivistas de pensamiento. Y a la vez, al desarrollar las condiciones para la formación del individualismo moderno, de la subjetividad que le es correspondiente, produce como contrapartida el relativismo ético extremo, si es que no directamente el cinismo.

Por lo demás, este proceso de modernización y consiguientemente de occidentalización es global; manifiesta la confluencia de las distintas sociedades, culturas y procesos regionales, en la historia mundial constituida a partir del siglo XVI luego de los viajes de descubrimiento de Colón y Vasco de Gama, luego y por sobre todo de la conquista y colonización de América, África y Asia por los europeos occidentales.

Ahora bien: lo usual ha sido pensar que este proceso de modernización no se ha completado en América Latina, que se ha cumplido a medias, que por distintas vías y estrategias ha fracasado. Desde el populismo a las dictaduras militares, desde las propuestas reformistas a las revolucionarias, parecería entonces que la historia de América Latina es la constante frustración de su progreso, de su modernización. Ciertamente, las perspectivas programáticas de la modernización no son coincidentes: han fluctuado desde los programas liberales y neoliberales hasta los programas en que se busca la confluencia del socialismo y la liberación nacional, esto es, un esquema de socialismo en el cual debía consumarse el proceso de formación del estado nacional.

Pero, ¿existe realmente tal inacabamiento del proceso de modernización? ¿O es más bien esa forma de “inacabamiento” la única modalidad históricamente posible de modernidad para América Latina? Antes de proponer una respuesta, quizás resulte más conveniente apuntar algunas determinaciones del proceso histórico de América Latina que nos parecen fundamentales. El sustrato de estas determinaciones está constituido por el tránsito de la forma de dominio colonial a la neocolonial; pero de ello no puede derivarse ninguna forma simplista de explicación, sino que, por el contrario, su sola formulación abre la posibilidad de todo un programa de investigación que, de hecho continúa una tradición importante, iniciada por Martí hace ya un siglo.

El tipo de colonialismo configurado a partir de la conquista española, para Hispanoamérica, a diferencia del colonialismo inglés en América del Norte, se constituye con base en la imposición colonial sobre sociedades en las que ya existía un considerable desarrollo de la agricultura y de instituciones económicas, sociales, políticas y culturales que hacían posible la subordinación y la explotación de las comunidades indígenas (mayas, aztecas, incásicas) a través de la tributación característica del régimen servil. Por el contrario, la inexistencia de tales formas de organización social en Norteamérica determinó una modalidad de colonización sustentada en la expulsión de las comunidades indígenas de su territorio y su apropiación por los colonizadores europeos. A ello debe sumarse la incorporación de la esclavitud constituida en la cacería de indígenas africanos, para convertirlos en fuerza de trabajo para procesos laborales específicos dentro de la división del trabajo de la sociedad colonial.

Son conocidas las consecuencias de este proceso para América Latina: la violencia sobre las comunidades indígenas, las exacciones brutales encaminadas a la producción de metales preciosos, la posterior formación del latifundio, los efectos demográficos resultantes tanto del mestizaje como de la violencia de las exacciones coloniales que acabaron por diezmar a la población indígena. Igualmente, las consecuencias para España, en la cual se paralizaron los procesos de desarrollo moderno, capitalista, especialmente después de la derrota de los comuneros de Castilla (1520-1522) y a causa del endeudamiento de la Corona, sobre todo la deuda de Carlos I de España con los banqueros Fugger, deuda que había contraído para acceder al trono alemán como Carlos V. El historiador argentino Rodolfo Puiggrós nos dejó un notable estudio al respecto, La España que conquistó el Nuevo Mundo.

Sin embargo, en una consideración más estructural de la historia, las formas que adquirieron los colonialismos ―español, portugués, inglés― en América guarda una correspondencia estructural con el proceso de emergencia de la Modernidad, de surgimiento de la economía mundial, de configuración del mundo capitalista. Por supuesto, esto no significa que el capitalismo ―como forma de producción y, en general, como formación económica, social, política, en suma, civilizatoria― organice la vida social en los dominios coloniales españoles o portugueses, sino que se constituye una estructura mundial capitalista que se desarrollará desde entonces a través de interrelaciones crecientemente globalizadas, la que sobredetermina las relaciones sociales serviles y aún esclavistas de los países coloniales, así como sus posteriores modos de transición a las formas propiamente capitalistas, ligadas al salario, al mercado capitalista, a nuevas instituciones sociales, políticas y culturales.

Por su parte, en Hispanoamérica el movimiento independentista de comienzos del siglo XIX estuvo hegemonizado por criollos vinculados a la propiedad latifundaria y al comercio de las agroexportaciones e importaciones industriales, convirtiendo a ese intercambio en vehículo para acceder a la propiedad de la tierra, como señala el historiador Marcelo Carmagnani, antes que en mecanismo de acumulación para la actividad industrial, siendo incluso incapaz de generar un auténtico mercado nacional.

La Independencia en los Andes se produjo luego de la derrota de movimientos indígenas como el de Túpac Amaru en el Perú, el de Túpac Catari en Alto Perú y las rebeliones indígenas de finales del siglo XVIII en Quito. A veces conllevó la liquidación de la intelectualidad mestiza. Posteriormente derivó en luchas regionales de caudillos, proceso en el cual se fueron delineando las fronteras de los países hispanoamericanos, que fracturaron no solamente los espacios de organización de la administración colonial sino incluso los de la posible constitución de proyectos políticos como el bolivariano ―la Gran Colombia― o el de Centroamérica postulado por Morazán. Todo esto, por lo demás, es ampliamente conocido.

En este proceso, la idea de estado moderno y las correspondientes formas del derecho civil (Andrés Bello) y constitucional, superaban ampliamente a las condiciones sociales, económicas y políticas existentes. Las formas legales tomadas de los sistemas europeos modernos se convirtieron así en fórmulas carentes de posibilidad organizativa de los procesos, especialmente de los políticos, en la mayor parte del continente a lo largo del siglo XIX.

La “invención” de muchos de nuestros estados nacionales descansó así en la combinación de las formas administrativas heredadas del período colonial, en el tipo de condiciones sociales derivadas de la economía minera y latifundista en ese período, de las funciones asignadas en la división internacional del trabajo y la inserción en el mercado mundial capitalista en expansión, de las modalidades de actuación política vinculadas al caudillismo y al regionalismo, de fórmulas legales y principios liberales trasladados de las experiencias europeas ―las Revoluciones Inglesa y Francesa― y de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hay a partir del surgimiento de estas entidades una contradicción profunda, una fisura que constantemente atraviesa y pone en cuestión a los “estados nacionales” hispanoamericanos: la no correspondencia entre la nacionalidad que podría sustentarse en nuestro mestizaje y la demarcación de los espacios “nacionales” (los países); entre la cultura mestiza y las “culturas nacionales” de Estado; entre los endebles intentos por construir economías nacionales, aún en el ámbito del mundo capitalista, y las formas sucesivas de dependencia. El liberalismo revolucionario decimonónico expresó ciertamente estas contradicciones reales, como también a lo largo del siglo XX lo hicieron los movimientos nacionalistas y socializantes.

Más aún, las formas sociales y políticas así configuradas contienen en su interior otra fisura, extremadamente compleja en países como los andinos o Guatemala e incluso México: la opresión de las comunidades indias, su exclusión de las formas políticas y en alguna manera de las económicas, su sometimiento a aberrantes manifestaciones de discriminación.

En una visión panorámica y, por consiguiente, extremadamente general, se puede percibir un cierto “vacío de historia” durante el siglo XIX en Latinoamérica, si por historia entendemos un conjunto de transformaciones en los sistemas económicos ―de la organización de la producción social, del intercambio, de la distribución, de las formas de realización del consumo y por tanto de la vida material, cotidiana, de las comunidades―, en los sistemas sociales, políticos y jurídicos. Historia, por tanto, no de meros cambios de personajes en los mismos escenarios y papeles en las relaciones de poder político y también dentro de los sistemas culturales.

Pero a través de esa carencia de transformaciones sustanciales luego de la Independencia, y por la incidencia política e ideológica del liberalismo, y de la sustentación de la entidad jurídica de los países como estados nacionales, se consolidaron las condiciones de la inserción dependiente de América Latina en la economía mundial capitalista y, con ello, en la Modernidad. En grandes líneas, la historia de América Latina durante el siglo XX ha profundizado tal proceso. Un proceso de características ciertamente neocoloniales, pero que ha sido la manera específica, la única posible, de la Modernidad de América Latina, de su modo de integración a Occidente. Estaríamos sustentando con ello que en América Latina se ha realizado a lo largo de este siglo una forma particular de capitalismo, al que corresponden formas, estragadas si se quiere, de industrialización, de transformación agraria, de constitución de mercados capitalistas; de formación de estados “nacionales” y de constitución de una institucionalidad democrático-liberal, a menudo sujeta a interrupciones, pero que finalmente tiende a consolidarse bajo el ejercicio de la ciudadanía a través de los mecanismos partidarios, gremiales, sindicales, electorales y representativos. Reorganiza con ello las formas tradicionales del caudillismo en las modalidades del populismo y la mediatización institucional de los intereses de las comunidades, las clases o los grupos. Además, ciertamente se han desarrollado los procesos de urbanización ―hasta las megápolis como México o Sao Paulo―; de integración a los mecanismos de la comunicación de masas en la época de la llamada revolución científico-tecnológica, de integración a la fase que acelera la “época de dominio técnico del mundo”. Nuestras culturas nacionales por ello mismo incorporan parte de la cultura universal contemporánea, se incorporan a la cultura universal.

Ello no quiere decir, sin embargo, que las condiciones de reproducción de la existencia social y cultural de nuestros pueblos hayan mejorado ostensiblemente en su conjunto; por el contrario, cada vez esas condiciones de reproducción se vuelven más graves, violentas, “bárbaras”. Se puede decir que la existencia social se realiza en extensos campos de concentración y exterminio de nuestros pueblos, del Tercer Mundo, en las condiciones de los que Félix Guattari denominó “capitalismo mundial integrado”.

“Tercer Mundo” de “Occidente”, de la “Modernidad”, no ya en el sentido de una realidad distinta a “capitalismo” y “socialismo”, sino en el espacio mismo del mundo capitalista, detrás de las “zonas” metropolitanas y de las “zonas” dependientes con mayor desarrollo relativo, o que habían perdido su hegemonía pasada o las “glorias” de su pasado colonialista. Las ideas que surgieron en América Latina hará ya casi un cuarto de siglo sobre los “subimperialismos” (Marini, Gunder Frank), los “colonialismos internos”, ponen de relieve la tesitura compleja del capitalismo y particularmente del desarrollo del capitalismo en la región latinoamericana, que combina desiguales desarrollos dentro de una tendencia global.

La continuidad de este proceso en nuestros días se percibe en el nuevo reordenamiento que se produce como consecuencia de los cambios globales, y que se expresan en las iniciativas de zonas de libre comercio, en los cambios de funciones en la división internacional del trabajo (la maquila, por ejemplo) relacionados con el monopolio de las condiciones científico-tecnológicas de la producción industrial por parte de las transnacionales, y, en el ámbito político, en una forma de democracia liberal que subordina el conjunto de los sistemas políticos a un dominio prácticamente totalitario de las oligarquías financieras; aunque a través del control de la “opinión pública”, de los partidos o de las formas de agremiación, crea la ficción de un estatuto republicano, democrático, de ejercicio de la ciudadanía. Modernización económica que desarticula las bases organizativas de los sistemas económicos nacionales y regionales; modernización del campo que desbarata la organización razonable de la agricultura; modernización tecnológica en la que participamos marginalmente en la producción científico-tecnológica a la vez que soportamos todos los efectos destructivos de los sistemas ecológicos ―naturales, sociales y culturales―. Modernización política en la cual sin embargo se revela la imposibilidad histórica de la configuración de entidades nacionales democráticas.

Cabría preguntarse si la continuidad de este proceso no sería sino el “fin de la Historia”, como cierta ideología imperial lo quisiera: cabalgando sobre los restos del Espíritu Absoluto de Hegel, y que ahora el sueño del Estado Mundial ofrece el programa del libre mercado de la época de las transnacionales, de los estados desnacionalizados, de las democracias electorales-representativas, de alguna manera corporativas.

Ciertamente, la actualidad es para América Latina una fase de acabamiento de su proceso de “modernización”. Y por consiguiente de su proceso de “occidentalización”. La tendencia que domina en el presente es la de tal acabamiento, dentro de una reorganización global del mundo. Pero el que deba realizarse tal acabamiento no implica sin embargo que se desarrolle sin profundas contradicciones, que tienen su génesis en la estructura misma de la historia del mundo capitalista, del mundo moderno al que nos hemos referido, a la peculiaridad de ser “tercer”, “cuarto” o “quinto” mundos. Y que conlleva el inacabamiento de los proyectos nacionales, la imposibilidad de constituir democracias de efectiva participación ciudadana, y el estragamiento de nuestras formaciones culturales.

De ahí que para nuestro destino histórico, nuestra formación cultural (latinoamericana) sea necesario y dable obtener una perspectiva comprehensiva de la criticidad que emana de las fisuras existentes en las estructuras económicas, sociales, políticas o culturales prevalecientes en América Latina. A manera de ilustración, podríamos señalar esa criticidad que apunta al acabamiento de la Modernidad y a su desplazamiento, en algunos procesos:

En nuestra estética, por caso, y de manera particular desde y en la escritura artística, se realiza una intervención crítica sobre la cultura occidental y sobre nuestra historicidad que, a la vez que continúa el orden subversivo de los movimientos de vanguardia, ellos mismos, modernos, lleva a límites casi escandalosos esa modernidad: Huidobro, Girondo, Macedonio Fernández, Gangotena, Neruda, Vallejo, Borges, Lezama Lima, Asturias, Rulfo, Paz, García Márquez, Cortázar, Guimarães Rosa, Onetti o Sábato, por citar algunos nombres. Los procesos de producción poética tienen, a partir de Martí y de Rubén Darío, o de Machado de Assis, un soporte que es a la vez la expresión de una fisura en la estructura de la cultura: la lengua. Subyace en ellos la necesidad de apropiación de una lengua, de un torrente que nos mete de lleno en la cultura vinculada a las lenguas ibéricas, románicas, y por consiguiente, en la complejidad de la historia mundial y que, a la vez es el torrente por el que corre nuestro mestizaje, nuestros modos específicos de existencia social. Neruda decía ya que a través del colonialismo se nos llevaron todo, pero que a la vez nos dejaron todo: las palabras. Pero nosotros, los hispanoamericanos, teníamos que comenzar por nombrar, por develar la entidad de lo existente, por iluminar las cosas, el mundo. Y no podíamos hacerlo sin irrumpir críticamente en esa lengua impuesta y a la vez apropiada.

En otro ámbito, las transformaciones que trajo la Revolución Mexicana ―y en relación con ella, la influencia de la Revolución Rusa y de los movimientos sociales de inicios del siglo― permitió la emergencia del derecho laboral y luego del derecho social. Quizás se pueda afirmar que con ello se inicia un proceso complejo, contradictorio, hacia una nueva fase de la organización jurídica. Quizás este siglo será recordado históricamente, entre otros aspectos, como el inicio del tránsito de la organización jurídica articulada en torno al derecho civil moderno hacia una organización jurídica establecida en torno al derecho social. En este sentido, las luchas sociales por nuevas estructuras jurídicas que establezcan derechos sociales ―para las mujeres, los niños, las minorías étnicas, la sexualidad, nuevas formas de derechos laborales, derechos colectivos de protección del medio ambiente, etc.― no hacen sino continuar un modo de intervención crítica sobre la estructura “moderna”, desde diversos intersticios, desde diversos proyectos. Intervenciones que ciertamente, desde lo particular, tienen un efecto sobre la estructura jurídica que, se supone, por principio tiene un alcance universal.

Finalmente, quisiera ilustrar la tesis sostenida recurriendo al denominado, por sus protagonistas, “Levantamiento Indígena”, que tuvo lugar en Ecuador el año pasado (1990). Movimiento marcado por la particularidad, designado con un término tomado de la terminología historiográfica para referirse a las acciones de rebeldía muy circunscritas a comunidades específicas durante la fase colonial, y posteriormente, en 1871, en 1922 o en 1959. El levantamiento fue un movimiento sin proyecto político general para la sociedad ecuatoriana; movimiento, en fin, que combinaba intereses diversos, desde los originados en la intelectualidad india constituida en la última década, hasta otros con mayor historia, los de los campesinos indígenas pauperizados, sin tierra. Pero el movimiento aportó nuevas reivindicaciones democráticas, apenas susceptibles de ser expresadas discursivamente, sobre la territorialidad, sobre la representación popular y la ciudadanía. Puso en cuestión nuevamente la propiedad de la tierra, levantó el velo de la organización del sistema político y de la estructura agrícola; introdujo, en relación con la ecología, el concepto indio de la Madre Tierra (Pacha Mama), de la pertenencia de lo humano-social al mundo natural y en consecuencia formuló renovadamente la defensa de una armónica relación de la sociedad con la naturaleza. Más allá de la conciencia que pueden revelar las plataformas de lucha del movimiento, se trató de una puesta en cuestión de la organicidad del sistema político, de la economía, de los patrones culturales hegemónicos. Y en este sentido, fue una provocación. De ahí que la respuesta política estatal ―incluidos los pronunciamientos militares y las posiciones gubernamentales o parlamentarias― durante las negociaciones, de los partidos políticos y de los sindicados, y asimismo las de los grupos empresariales, haya tenido en unos casos cierta apertura para comprender el alcance del movimiento, y en otros, que haya sido violenta y amenazadora, claramente hostil. Es evidente que el movimiento mostró una grieta profunda en la organización social, y sobre todo en la formación nacional. A la vez mostró cómo formas culturales tradicionales habían sido instrumentos para el desarrollo de la modernización capitalista, provocando las denominadas “estrategias de supervivencia” de las comunidades campesinas indígenas, y también cómo la tradición de la cultura indígena, ella misma fraccionada, intervenía críticamente sobre ese proceso de modernización.

Nuestra “Modernidad”, entonces, existe con profundas fisuras estructurales. Nuestro modo de ser occidentales contiene restos, ruinas sociales y culturales que se combinan de distinta manera, desde las estrategias de dominio y también de resistencia a las formas coloniales, primero, y luego al capitalismo y sus efectos devastadores. No creo posible la constitución de un programa político en la actualidad que pueda abarcar las demandas diversas en un gran proyecto global. Pero sin embargo es posible levantar desde diversos lugares, desde diversas perspectivas, desde los intersticios, una crítica que nos otorgue aperturas hacia el futuro, esto es, existe la posibilidad de intervenciones políticas, teóricas, poéticas o éticas, a contracorriente. Intervenciones que deberían jugarse sin un marco utópico totalizador y, al menos por el momento, sin un programa que exprese con alguna claridad las confluencias de lo múltiple. Y quién sabe si en ello esté fundamentalmente el reto a un nuevo estilo de pensar.


México D.F. y Morelia, 1991.