La felicidad (2ª parte)

Luego de los “ajustes” en Grecia, España y Portugal, que implican reducción de salarios y pensiones, recortes al bienestar, incremento de las restricciones a los inmigrantes, otros países europeos (Italia, Francia, Gran Bretaña y hasta la poderosa Alemania) anuncian medidas económicas para reducir el déficit fiscal. Son los efectos del traspaso de dinero a la “industria financiera” para saldar la crisis de 2008; medidas desesperadas para evitar el hundimiento de las economías europeas. 

En el Ecuador, mientras tanto, los economistas liberales críticos del Gobierno claman por medidas semejantes. Vaticinan que el déficit fiscal, provocado, según explican, por las políticas sociales distributivas del Gobierno (es decir, subsidios) terminarán en una situación semejante a la griega.

Desde hace décadas compiten estas dos tendencias de política económica: la neoliberal y la que propugna cierta intervención estatal para controlar el mercado a través de las políticas sociales, la redistribución y la planificación. Entre ellas se reparten las decisiones gubernamentales. La historia de América Latina evidencia, además, que “políticas económicas neoliberales” y “políticas económicas estatistas” se combinan bajo distintas formas en gobiernos democráticos o dictatoriales.

Desde un punto de vista político parece necesario colocar estas tendencias en la perspectiva de las tecnologías y las estrategias del poder. El concepto de biopolítica, que introduce Michel Foucault en sus últimos cursos y escritos, cobra particular importancia para entender cómo a través de la economía y de la “gubernamentalidad” se ejerce el dominio, la manipulación y el control sobre la vida.

Hacia el final de su curso “Defender la sociedad” (1976), Foucault propone una distinción fundamental entre lo que llama “Estado de policía” (que administra la totalidad de la sociedad), que prevalece en Europa hasta mediados del siglo XVIII, y el “Estado liberal”, que introduce la gubernamentalidad. En el Estado de policía, el soberano decide sobre la vida y la muerte del súbdito. Por el contrario, la gubernamentalidad se ejerce sobre la vida, es biopolítica. 

Ésta se pone de manifiesto, como productividad, en los sorprendentes resultados de las tecnociencias, la genética y las biotecnologías, la creación de células artificiales, la clonación, toda la masa de programas destinados a prolongar la vida y asegurar la salud. Pero también provoca la muerte: las guerras contemporáneas, las hambrunas, la acelerada extinción de especies. Junto a la productividad de vida, se crea toda una compleja tecnología que incide en el dominio, la manipulación y el control de esa vida. Baste considerar la compleja maquinaria telemática que incide en la formación de la subjetividad de los seres humanos, en su vida cotidiana, en su dominio.

Foucault añade que sin embargo la biopolítica no implica la supresión de la soberanía, es decir, de la decisión del soberano sobre la muerte. En efecto, las políticas de “ajuste” son también políticas de “ajusticiamiento”: pérdidas de puestos laborales, desocupación creciente entre los jóvenes, reducción de pensiones para los viejos, persecución y expulsión de inmigrantes (un caso reciente: Arizona). El soberano decide también sobre la guerra.

Pero, ¿quién es el soberano que decide en estas circunstancias sobre la vida y la muerte? ¿Los socialistas Papandreu, Sócrates, el taciturno Zapatero? Más bien, estas decisiones aparecen como resultado de la racionalidad tecnocrática que corrige las supuestas malas decisiones de política social. El tecnócrata neoliberal es lo suficientemente cínico como para depositar en la racionalidad de la competencia mercantil, en la “mano invisible”, la suerte de los seres humanos.

Pero, ¿qué pasa con el tecnócrata del bienestar? En el ámbito de las ideas se puede sobrevolar más allá del Estado de policía y de la gubernamentalidad liberal, más allá de la biopolítica, hacia una sociedad distinta, a la que se puede llamar el buen vivir o la felicidad. Con la mira puesta en la felicidad se pueden soñar utopías: “Construir un sistema económico, justo, democrático, productivo, solidario y sostenible basado en la distribución igualitaria de los beneficios del desarrollo, de los medios de producción y en la generación de trabajo digno y estable”… “Fomentar la participación y el control social, con reconocimiento de las diversas identidades y promoción de su representación equitativa, en todas las fases de la gestión del poder público”… “Recuperar y conservar la naturaleza”… (Constitución de Montecristi, Art. 276).

La norma configura así, con estatuto de ley suprema, la utopía que ha de ser finalidad no solo del Estado (Art. 277) sino también de las personas y colectividades (Art. 278). La utopía de una sociedad de empresarios igualitarios (distribución igualitaria no sólo de los beneficios del desarrollo sino de los medios de producción) se conjuga así con la participación en la planificación, en una suerte de democracia directa, o cuando menos a través de la representación equitativa de las “identidades (…) en todas las fases de la gestión del poder público”. 

Pero la misma Constitución no oculta la primacía del tecnócrata, pues el camino para la conquista de la felicidad queda determinado por el plan, y por tanto, por la abigarrada red de consejos planificadores. Se acaba por no saber cómo pueda actuar la representación equitativa de las “identidades” en la producción de la vida, aunque de todas maneras se abre la tensión entre “lo público” regido por el plan y “lo privado” que queda fuera de él, en manos del mercado. Todo ello sin considerar, desde luego, que la “soberanía nacional” termina aquí mismo, apenas se cruza lo “público” hacia la esfera de lo “privado”, puesto que cualquier sociedad está inserta en la globalidad.

El tecnócrata del plan (figura de gobierno que reemplaza al cortesano) sueña con un Estado que administre la totalidad social con la racionalidad de algún modelo matemático, y no tardará en diseñar sistemas nacionales del buen vivir que registren hasta los mínimos logros de felicidad: los números de control que nos recuerdan el Gosplan soviético o el Ministerio del Amor (Orwell, 1984). O que, cuando menos, son guarismos que registran el “capital humano”.

Aun si se reconoce cierta validez a la planificación para dar curso a políticas sociales, ¿no venimos a dar también por esta vía en la producción de un cuerpo biopolítico, sobre el que se ejerce el dominio a través de las tecnologías de control sobre la vida? Y, cuando fallan, en la decisión sobre la muerte. A fin de cuentas, siempre está a la mano el “estado de excepción”.

¿Quién es el soberano que decide hoy sobre la muerte?


[Publicado originalmente en la revista Trashumante (I), No 4. Junio 2010. (pp. 3).]