La felicidad (1ª parte)

En sus inicios en el mundo griego, hace ya dos milenios y medio, la política tenía que ver con el gobierno de la Ciudad, mientras la economía se circunscribía al gobierno de la casa, esto es, la mujer, los hijos, los esclavos, los dependientes, y los bienes, los animales domésticos, las cosas. ¿Cómo devino la economía, a lo largo de la historia de Occidente, en fin de la política, y ésta en el gobierno sobre la totalidad de la vida? Acaso, en esa historia, como sugiere Agamben, tenga una función decisiva la teología económica, la economía de la salvación.

Como sea, el ejercicio de la política, las luchas entre fuerzas que la configuran en cada coyuntura, tienen que ver con los fines que adquiere el gobierno, es decir, con la economía: gobierno sobre los hombres y las mujeres, sobre las cosas, sobre la vida. 

El neoliberalismo no implicó falta de gobierno ni Estado débil. Por el contrario, el neoliberalismo económico demandó una política y una forma de gobernar que, si por una parte se orientó a crear las condiciones para que la competencia regulase el mercado, en el ámbito ya no solo nacional o regional sino global, por otra no dejó de impulsar acciones de gobierno sobre las poblaciones, sobre los territorios. El neoliberalismo tuvo sus políticas demográficas, educativas, sanitarias, territoriales. Es en la época de la hegemonía del neoliberalismo cuando justamente se dan los procesos más fuertes de emigración desde nuestros países hacia Estados Unidos y Europa. 

El neoliberalismo fue ante todo privatizador, puesto que concibe la economía como un juego de competencias entre empresas de propietarios privados; dentro de sus límites conceptuales, el mundo debía ser concebido como un mundo de empresarios. 

En la “aurora de una nueva época”, al fin de la “larga noche neoliberal”, supuestamente se recupera para la política su propósito fundamental: el bien común. El fin del gobierno, de la economía, no puede ser otro que “la felicidad”, si es que no de todos, al menos de la mayoría. La felicidad, el buen vivir… No para otro fin se supone que se obtiene poder. En torno a este fin de la política, la felicidad colectiva, al menos de la mayoría, se articulan los proyectos, los programas, las utopías que rigen las acciones y los principios de revolucionarios y reformadores sociales.

Se puede argüir que el bien común o el buen vivir no es precisamente el fin que persiguen esas figuras que se constituyen en torno al poder: el soberano, el intrigante, el conspirador, el cortesano. Mas estas figuras no desaparecen del Estado moderno, ni de la política posmoderna, ni de las configuraciones de poder supranacionales de nuestros días, sino que adquieren otras fisonomías y funciones subsidiarias en torno al fin supremo de la política: la economía.

De esta suerte, si en la superficie aparece la política como un juego de intrigas en torno a la obtención y el mantenimiento de las relaciones de poder en el Estado, no por ello es menos visible bajo tal superficie la confrontación entre fuerzas que pugnan por definir lo que aparece vinculado con lo esencial del gobierno: la orientación de las políticas económicas, y con estas, de las políticas sociales –educativas, de salud, de organización territorial, científicas, culturales.

Frente a la reciente crisis económica [2008], cuyo epicentro fue la “industria financiera”, las relaciones de fuerza de los distintos actores políticos se ha concentrado en las políticas económicas: se demanda que los gobiernos intervengan para regular los mercados, para revitalizar la “industria financiera”. Con ello se trata de revitalizar el capitalismo. Lo que está en juego es el modo de la intervención: si ésta se ha de restringir a ser, como de hecho es, un mecanismo de traslado de recursos sociales para el rescate de los grupos financieros, o si a más del rescate del sistema financiero ha de modificar la estructura misma de éste creando mecanismos de control gubernamental más fuertes. Desde una posición crítica, no es posible equiparar sin más estas dos tendencias, pero igualmente sería erróneo no ver en el trasfondo su común propósito: la continuidad del capitalismo.

Sin embargo, no es este el escenario político que aparece en primer plano entre nosotros, los ecuatorianos, aunque las formas que asumen las políticas económicas se interrelacionen de alguna manera con esas fuerzas y tendencias. Pero cabe preguntar a los analistas de la economía cuánto en realidad se han transformado en América Latina las políticas gubernamentales relacionadas con los bancos, las finanzas, las inversiones en sectores estratégicos (telecomunicaciones, energía). Cuánto han cambiado desde la aurora que dejó atrás la “larga noche neoliberal”.

La pregunta tiene su trasfondo político, puesto que podría suceder que las políticas económicas destinadas a fortalecer los sistemas impositivos, al incremento de la inversión estatal en educación, salud e infraestructura vial, los subsidios a los más pobres no incorporables a la economía, no constituyesen sino el complemento necesario de las viejas orientaciones neoliberales del Estado, que deja a la competencia la regulación del mercado, pero que se ocupa de ciertas políticas sociales. ¿Qué sucede en la realidad de la economía con el empleo, la seguridad alimentaria, la seguridad social? ¿Cómo operan los subsidios?

Podría suceder que estuviésemos ante formas de ejercicio del gobierno que combinen políticas provenientes del neoliberalismo, complementadas con políticas de sus viejos adversarios, el estatismo, las políticas de distribución de la riqueza, el keynesianismo. La realidad nunca se ciñe a modelos puros, por el contrario, suele caracterizarse por la combinación compleja de tendencias diversas y hasta contradictorias.

En ese contexto, ¿qué función cumplen las promesas de felicidad como fin de la política? Las utopías pueden ser miradas sobre el fondo del proceso en que se constituye la razón de la política que acabó por configurarse en el siglo pasado: la vida. “La vida se ha convertido ahora […] en objeto de poder”, decía al respecto Foucault. La vida humana se constituye en el objeto de la política: vida animal, biológica, y vida política: la relación entre sujetos, entre grupos, entre culturas. Lo ha sido como dominio, como manipulación, como control de la vida.


[Publicado originalmente en la revista Trashumante (I), No 3. Mayo 2010. (pp. 3).]