Job, Leviatán, Satán y la soberanía

[Versión corregida del ensayo publicado en La Tendencia ― revista de análisis político, No. 14, abril-mayo 2015, Quito – Ecuador, pp. 120-130.]

A la memoria de Ulises Estrella,
poeta rebelde y hombre justo
que nos «enseñó a ver el cine»

 

Una sátira política inscrita en una «tradición»

No nos gusta en nuestros días hablar de «tradición» artística, de «legados» o de «herencias» culturales, entre otras razones por las connotaciones nacionalistas o etnicistas que los términos adquieren en determinados contextos intelectuales, o simplemente porque al artista o al escritor nóveles les angustia la dificultad de inscribir su obra de arte entre las grandes que configuran lo que, recurriendo a un anglicismo, hoy se llama «canon». No obstante, es indudable que existen lenguajes y culturas diversos, mundos diferentes, sensibilidades e imaginaciones distintas, vinculadas en ocasiones con el paisaje, con los mares, los trópicos o las gélidas proximidades a los polos terrestres, con las montañas, las estepas, las selvas. Hay ciertas tonalidades afectivas o atmósferas que de inmediato nos llevan a conectar un filme como Leviatán con otros de Tarkovsky o Sokurov. El filme de Zviaguintsev se inscribe en una potente tradición artística que conocemos mínimamente, acá, en Ecuador: la del cine ruso. Y por consiguiente, en la «tradición» de las artes y las literaturas rusas, y con mayor amplitud, eslavas.

Como se ha señalado en varios comentarios periodísticos, Leviatán es un filme complejo, compuesto por múltiples estratos narrativos y simbólicos. Por una parte, es la historia de la desdicha de Kolya, una suerte de Job ruso de nuestra época. Kolya es despojado de todo lo que tiene, de su pedazo de tierra, de su casa, de su familia —su mujer y su hijo—, de sus amigos, y finalmente de su libertad. El filme teje, a partir de esta historia de desdichas, una abierta sátira de la colusión entre el poder político, los aparatos de justicia y policía, y el poder religioso, para perpetrar actos de corrupción y de expolio. Detrás del escritorio del alcalde borracho y corrupto cuelga una fotografía del actual presidente de Rusia, Vladimir Putin. Me imagino que el filme no debe hacerles gracia ni a Putin, ni a su ministro de Cultura, ni a los expertos en comunicación del régimen ruso, pero Zviaguintsev es lo suficientemente cauto como para evitar cualquier explícita relación entre el alcalde y el presidente ruso. Lo que sugiere el filme es que el alcalde es un funcionario de un estrato inferior, inserto en la cadena de reciprocidades, relaciones clientelares y corrupción del aparato estatal, que facilitan las prácticas oligárquicas e incluso mafiosas. Ante los juicios emitidos acerca de la pretendida adscripción del filme a la intriga de los poderes políticos, económicos y comunicacionales de Occidente, que pretenderían presentar una imagen distorsionada de Rusia, Zviaguintsev ha respondido con sobrada razón que situaciones como la narrada en su película se dan no solo en Rusia sino en muchas partes del planeta. La sátira de Leviatán a los poderosos que utilizan el aparato estatal en beneficio personal y en provecho de grupos oligárquicos o mafiosos, la sátira al cinismo de algunos hombres de iglesia, la sátira que cae sobre los tribunales de justicia sometidos a los autócratas o gobernantes autoritarios o corruptos para imponer exacciones, para tapar sus crímenes y para condenar a los inocentes, o la sátira sobre el abuso policial, no se restringen a lo que acontece en un lugar del norte de Rusia. La potencia crítica de Leviatán en tanto filme político surge precisamente de que la historia narrada no es un caso aislado que sucede en algún lugar remoto, sino que esa historia tiene que ver con lo que acontece en nuestra época, a lo largo y lo ancho del mundo. Basta considerar que el nombre de la película conlleva un sentido irónico, puesto que no en vano el filme es homónimo de una de las obras que dan inicio al pensamiento político moderno, el Leviatán de Hobbes, título que lleva un complemento: La materia, forma y poder de una república [Common Wealth] eclesiástica y civil. Ya el nombre del filme anuncia, por tanto, que se trata de una sátira del Estado, de la «soberanía» y del poder absoluto.

Alexander Rodnyansky, productor del filme, destaca en una entrevista la filiación de Leviatán con el legado de la gran literatura rusa: la sátira de un Gogol, la ironía de un Chéjov, de un Dostoiewsy, las atmósferas de la épica de Tolstoi, del Zhivago de Pasternak, la sátira de un Bulgákov. Humillados, ofendidos e inocentes sobre los que se descarga la injusticia pueblan la literatura rusa. Ese legado literario se enriqueció en la penuria, cuando muchos artistas y escritores tuvieron que sufrir, como otros centenares de miles de personas, las persecuciones del estalinismo, que terminaron en muerte, cárcel, destierro, trabajos forzados, o en el silencio. Para sobrevivir, en efecto, algunos grandes artistas tuvieron que sortear la época de las «purgas» a través de estrategias que iban desde las reiteradas «autocríticas» —esa especie de confesión, acto de contrición y propósito de enmienda que los comunistas heredaron de la iglesia—, como fue el caso de Eisenstein, hasta el silencio mantenido con dignidad durante décadas, como ilustran los casos de Ajmátova o Nadezhda Mandelshtam, quien guardó con ejemplar lealtad la obra de su esposo Osip y luego escribió sus memorias, que la revelaron como una extraordinaria narradora. Unos cuantos se «salvaron» por decisión del tirano, como parece ser el caso del novelista Mijaíl Bulgákov, el genial autor de El maestro y Margarita, y entre otras obras, de una sátira política mordaz, Corazón de perro, llevada al cine por Vladimir Bortko. Hay en la tradición de la literatura y el arte rusos una vena irónica y satírica que supo ver el gran crítico Mijail Bajtin —otro perseguido y desterrado durante el estalinismo— a propósito de Dostoievsky. Con su puntualización, me parece además que Rodnyansky alude a los rizomas que se extienden entre estratos poéticos, desde los más antiguos a los contemporáneos. La literatura rusa está inscrita en el horizonte de la cultura cristiana, del cristianismo ortodoxo, bizantino, y desde luego es una literatura que ha dialogado a lo largo de siglos con las literaturas europeas clásicas y modernas. Es evidente que el filme toma como uno de sus antecedentes el Libro de Job, donde aparece nombrado el monstruo marino Leviatán. Y también es evidente que mira irónicamente un libro precursor de la teoría política moderna, el Leviatán de Hobbes.

 

Un Job contemporáneo — y la perplejidad del Papa

Kolya, el protagonista de Leviatán, a pesar de su incredulidad en cuestiones religiosas, aparece como una suerte de Job de esta época «posmoderna», o como se la quiera llamar, posterior en más de un siglo a la constatación nietzscheana de la «muerte de Dios». Tal «muerte» no significa, desde luego, el fin de las creencias religiosas, tanto que hoy día hay quienes siguen matando en nombre de su Dios y quienes sufren martirios en nombre del suyo. Pero la ciencia prescinde de la hipótesis de Dios en sus explicaciones; tal vez haya un Dios antes del Big-Bang, mas la ciencia se ocupa de lo que ocurre a partir de este acontecimiento en adelante. Desde la modernidad se ha expandido por Occidente y por otras regiones el laicismo del Estado, la «separación entre Estado e Iglesia». Todo ello no impide la existencia de Job, más aún, sitúa en un nuevo horizonte histórico esta dimensión de la existencia humana marcada por el extremo infortunio.

El Libro de Job es un grandioso poema. Está considerado, además, como uno de los textos «sapienciales» del Antiguo Testamento, junto a los Salmos, los Proverbios, el Cantar de los cantares, el Eclesiastés y el Libro de la sabiduría. Más allá de las consideraciones religiosas o teológicas, son todos ellos extraordinarios poemas. Más aún, el Libro de Job, el Eclesiastés, Sabiduría, los Proverbios, como han anotado algunos comentaristas, antes que libros religiosos, son poemas que indagan por la sabiduría, esto es, por una manera sensata de hacer llevadera la vida, incluso en circunstancias de adversidad e infortunio. Frente a las cuestiones que tienen que ver con el sentido de la existencia, son libros más bien escépticos, que propugnan que los designios de Yahveh, su sabiduría y su providencia, son inescrutables. Un creyente católico puede ver en el Cantar de los cantares el simbolismo de la relación del alma, o incluso de la Iglesia, con Dios; pero con independencia de la interpretación religiosa, el Cantar es sin duda un gran poema de amor, un extraordinario poema erótico. Como anota el comentarista de la Biblia de Jerusalén Manuel Revuelta, el Libro de Job, el Eclesiastés y los otros libros sapienciales surgen seguramente de otros poemas dentro de una tradición que se habrá extendido por Asia Menor, Mesopotamia y quizás Persia, tradición en la que es muy viva la inquietud sobre el sentido de la existencia humana sujeta a la desdicha o a la injusticia. Estos libros sapienciales debieron ser escritos hacia el siglo V a.C., es decir, son obras de poetas contemporáneos de los grandes trágicos griegos, de Esquilo y Sófocles. Job no es Edipo, no obstante, el infortunio de uno y otro, tan diversos en su relación con lo sagrado, con la Ley divina, dan cuenta de dos de los contextos culturales en que se configuran como personajes de potente sentido simbólico para la cultura occidental. Ni el infortunio de Job ni el de Edipo y su estirpe son ajenos para nosotros.

Recordemos de manera breve y esquemática que el Libro de Job[i] tiene una estructura peculiar: una introducción que avisa sobre la piedad de Job y la prueba a que va a ser sometido por Yahveh, con la colaboración de Satán; la protesta de Job ante el infortunio, los discursos de los viejos sabios Elifaz, Bildad y Sofar, que acuden ante el devastado Job, discursos entre los que se intercalan las respuestas del propio Job; una parte que bien podría ser una interpolación tardía, como sugiere el comentarista, que es el discurso de Elihú que cuestiona a los viejos sabios; luego viene el sorprendente discurso de Yahveh —dividido en dos partes, a fin de intercalar el relato del arrepentimiento y sometimiento de Job—, y se cierra con un epílogo en prosa en que se da término a los infortunios y se restablecen familia y fortuna a Job, el hombre justo, por decisión de Yahveh. Se nos presenta a Job como un patriarca, padre de cinco hijos y cuatro hijas, señor de siervos, dueño de tierras, ovejas, camellos. Un hombre justo que protege y cuida de huérfanos, viudas y menesterosos. En principio, hay una correspondencia entre la vida del hombre justo y el favor divino del que goza. La historia del infortunio de Job se inicia con una extraordinaria escena localizada en el mundo celestial. Yahveh recibe a sus hijos, los ángeles, y entre estos aparece un personaje que va a tener en la historia posterior de las creencias, de la literatura y las artes de Occidente, un destino singular: Satán ― el Adversario. Dentro del Antiguo Testamento el Libro de Job es uno de los pocos lugares donde aparece Satán. Este ángel-demonio, que luego se fundirá en un solo personaje mítico con Luzbel, a quien Dante designará como Príncipe de los demonios y que será el poderoso ángel rebelde y réprobo que protagoniza el Paraíso perdido de Milton, es en el Libro de Job más bien una especie de funcionario del aparato de supervisión divino sobre el mundo terrestre, una especie de fiscalizador de las obras humanas. ¿Qué novedades hay en la Tierra?, pregunta Yahveh. Él sabe que ahí vive un hombre justo. Dice Yahveh a Satán: «¿No te has fijado en mi siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra; es un hombre cabal, recto, que teme a Dios y se aparta del mal!» Satán sugiere a Yahveh probar la fe de su siervo Job. «¿Es que Job teme a Dios de balde?». ¿No será, acaso, que su fidelidad responda a la riqueza de que goza, al bienestar familiar, que reconoce haberlos tenido gracias a la bondad de Yahveh? No deberíamos pasar por alto este breve pasaje que evidencia a Satán como intrigante: ¿no será, acaso, que la intriga es componente irremediable del juego político, del accionar de los aparatos de gobierno? Sea de ello lo que fuere, Satán recibe de Yahveh el encargo de devastar a Job para ponerlo a prueba. Job perderá a sus hijos, a sus hijas y a muchos de sus siervos, se verá despojado de tierras y ganado; sin embargo, la adversidad no doblega a Job, que mantendrá su fe y sumisión ante Yahveh. Rasga su manto, se rapa la cabeza y postrado en tierra dice: «Yahveh dio, Yahveh quitó: / ¡Sea bendito el nombre de Yahveh!». Ante la actitud incólume de Job que acepta piadosamente los designios de la divinidad, Satán, con autorización de Yahveh, intervendrá sobre su cuerpo que se convierte en una sola llaga desde los talones hasta la cabeza. Solo entonces Job levanta su queja: ¿por qué el hombre justo debe sufrir semejante infortunio? Los interlocutores de Job, los viejos sabios Elifaz, Bildad y Sofar, representan la creencia, ya vieja para la época en que se escribió el poema, de la correspondencia entre el premio o el castigo divino en esta vida, y la conducta o piadosa o pecaminosa del ser humano. Job protesta contra semejante creencia dados sus méritos, dada la rectitud de su vida. ¿Por qué Yahveh castiga de tal manera a su siervo, el piadoso Job? Este será un grito reiterado: ¿por qué Dios castiga a los inocentes? ¿Por qué los humillados y ofendidos deben soportar las injusticias? Hay que tomar en cuenta, además, que en el mundo judío, en el mundo del Antiguo Testamento, los muertos iban todos al Sheol hasta el Juicio Final, es decir, no era posible responder al sufriente con la promesa de un cielo placentero si aceptaba el martirio, como en el cristianismo, y menos todavía con el cielo de huríes que se promete al guerrero musulmán.

Ante el lamento de Job, que concentra la fuerza lírica del poema dado que el clamor se eleva desde el extremo sufrimiento humano, no son los discursos de los sabios expresados en el tono menor de las sabidurías ancestrales sobre la sumisión humana al designio divino los que cobran vigor en el poema, sino que este alcanza su mayor intensidad en el discurso de Yahveh que cae como una poderosa tormenta sobre el pobre e inerme Job. A lo largo del Antiguo Testamento se insiste en que el ser humano no puede contemplar a Dios, que moriría en el acto si lo hiciera. Yahveh se presenta o bien como zarza ardiente o bien como tempestad. En ocasiones habla a ciertos privilegiados, ciertos hombres justos, que deben escucharlo piadosamente: Abraham, Moisés, Job. Desde los abismos, desde la tempestad habla entonces Yahveh para increpar a Job, que ha clamado por su extremo infortunio, y para colocarlo en su condición de criatura mortal, finita, ignorante de la Sabiduría, incapaz de comprender los designios divinos:

¿Quién es éste que empaña el Consejo / con razones sin sentido? / Ciñe tus lomos como un bravo: / voy a interrogarte y tú me instruirás. / ¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra? / Indícalo, si sabes la verdad. / ¿Quién fijó sus medidas? ¿lo sabrías? / ¿Quién tiró el cordel sobre ella? / (…) / ¿Quién encerró el mar con doble puerta, cuando del seno materno salía borbotando? / (…) / ¿Has mandado, una vez en tu vida, a la mañana, / has asignado a la aurora su lugar, / para que agarre a la tierra por los bordes / y de ella sacuda a los malvados? / (…) / ¿Has penetrado hasta las fuentes del mar? / ¿has circulado por el fondo del Abismo? / ¿Se te han mostrado las puertas de la Muerte? / ¿Has visto las puertas del país de la Sombra? / (…) / Si lo sabes, ¡es que ya habías nacido entonces [es decir, en los inicios de los tiempos, en los días de la Creación], / y bien larga es la cuenta de tus días!

El discurso de Yahveh tiene el propósito de demostrar su absoluto poder, su soberanía absoluta, su infinita sabiduría; se encamina a situar al ser humano en su condición de criatura mortal frente al Creador inmortal de la tierra, los mares, las estrellas. Muestra la diferencia abismal entre el ser humano, impotente, y Dios omnipotente. El hombre debe aceptar su existencia, su condición finita, y con ella, el bien y el mal, el infortunio o la devastación, sin preguntar por las razones de los designios divinos. Harold Bloom, el gran crítico literario estadounidense, sostiene que los dioses, incluido el Dios del Libro —o precisamente este más que cualquier otra divinidad— son invenciones literarias, poéticas, de lo cual se deriva una conclusión por demás desconcertante: los seres humanos somos capaces de morir y de matar, de guerrear, de cometer crueles actos criminales en nombre de nuestras creencias religiosas, es decir, en nombre de personajes literarios. Me parece asimismo que su tesis acerca de la escritura de un primer Génesis como obra de una mujer de la corte del rey David, versión que habría sido prohibida a consecuencia del dominio patriarcal, tiene un indudable encanto y es, además, plausible.

Sea de ello lo que fuere, es indudable que hay un poeta del siglo V a.C. que escribe en arameo el fascinante y terrible alegato de Yahveh contra la pretensión de conocimiento de los seres humanos. Él es la Sabiduría, el Creador, y sus designios son finalmente inescrutables. Veinte siglos más tarde, el afán de conocimiento de los seres humanos dará inicio a la ciencia moderna, y la hipótesis de un Dios creador, concebido antropomórficamente, dará paso a un sistema de explicaciones de la estructura del universo regulado matemáticamente. No obstante, la filosofía moderna seguirá atravesada, desde Descartes, Spinoza y Leibniz, hasta Rousseau, Kant, Hegel y Schelling, por la inquietud acerca de la participación de Dios en la naturaleza luego de la Creación y, por tanto, de la inscripción de la providencia divina en el universo y en el destino de los seres humanos. ¿Por qué Dios, el Todopoderoso, el Misericordioso, deja que el infortunio reine entre los seres humanos? Guerras, pestes, catástrofes naturales que devastan pueblos enteros, ¿por qué? ¿Por qué Yahveh permite la Shoah? El exterminio de millones de seres humanos en los campos de concentración y crematorios nazis no puede ser considerado, de ningún modo, un «holocausto», como han observado, entre otros, Primo Lévi y Agamben. ¿Por qué Yahveh permitió el genocidio de millones de judíos, de gitanos y de otros seres humanos en los crematorios de los nazis, en ese episodio de barbarie asociado al mundo industrializado moderno? ¿Por qué?, se preguntó el poeta Primo Lévi. ¿Por qué Dios permanece ajeno a los genocidios, a crímenes de extrema barbarie?, se preguntan los creyentes. No se trata de preguntar por la condición mortal del hombre, por su finitud, pues se acepta esa condición; la pregunta tiene que ver con la injusticia, con los actos de barbarie y de terror.

Las narraciones que configuran la imagen de Dios no pueden responder a semejante pregunta. Como tampoco pudo responder hace poco (enero de 2015) el papa Francisco a la niña de la calle que en Filipinas repitió ante él la pregunta en nombre de millones de niños y niñas humillados y ofendidos: ¿Por qué Dios permite que se viole, se explote, se ofenda, se humille a los niños, hasta extremos intolerables, incluso hasta formas brutales de darles la muerte? Se podría añadir: ¿por qué miles de niños se ven abocados a cometer actos de barbarie, a matar, a cargar las kaláshnikov a sus espaldas, por qué han de inmolarse en la infamia de la guerra? Según las notas de prensa, Francisco quedó desconcertado y demoró en responder. Sin embargo, la respuesta que dio fue, a mi modo de ver, banal desde una consideración ética y no sé si también teológica: «¡Porque no lloramos lo suficiente!» ¿Porque no se llora lo suficiente? ¿Porque los poderosos no lloran a causa del infortunio de los humillados y ofendidos? ¿Puede semejante frase dar un mínimo consuelo a un niño o a una niña que han sufrido los peores actos de violencia que podamos imaginarnos? De todas maneras, más allá de la banalidad de la respuesta del papa Bergoglio, lo que merece considerarse con seriedad es su perplejidad. El jefe de la Iglesia católica no tiene, no puede tener respuesta alguna, como no puede tenerla ningún patriarca, ningún ayatola, ningún califa. Me atrevo a pensar que tampoco tiene respuesta ningún teólogo. Las respuestas que se han dado a lo largo de los siglos o bien son variaciones del discurso de Yahveh en el Libro de Job, o bien la identificación de Dios y Naturaleza como en Spinoza y Hegel: la totalidad es Dios, es racional, es necesaria. Si esto es así, el mal, el mal radical, el mal extremo, es parte de la Naturaleza. Lo cual nos deja aún más perplejos… O bien nos atenemos a la respuesta de un personaje literario que dice que sus designios son inescrutables, o bien a la racionalización filosófica moderna que terminará en una idea de Dios ajena a las posibilidades de representación e imaginación, y sobre todo por completo ajena a la posible cercanía del ser humano con una «persona divina», puesto que se demanda o bien por el Dios-persona, configurado a imagen y semejanza de lo humano, pero que trasciende lo humano, o bien por el Dios abstracto de la metafísica. Uno y otro destinados a “morir”, es decir, a perder su sentido, en el mundo moderno y contemporáneo, que es lo que diagnosticó Nietzsche en su momento. Ya un pensador medieval, el gran rabí judío-cordobés Maimónides, alertaba a su discípulo en su espléndida Guía para perplejos que acerca de Dios no se puede predicar nada sin caer en lo que hoy llamamos antropomorfismo. El Dios-persona es de manera inevitable una representación antropomórfica: habla, se oculta, tiene un Rostro. Pero tal representación no sería pertinente, pues degrada a Dios a la condición humana. De Dios nada se puede decir, nada se puede conocer. ¿A qué Dios elevar, entonces, la plegaria y el reclamo ante el infortunio?

El pobre Kolya, a más de su alcoholismo —«vicio» que, por lo demás, comparten sus amigos, y entre estos, los policías encargados del control del tránsito vehicular, y también su adversario, su satán, el alcalde corrupto—, no tiene otros «pecados», otras culpas visibles: no es un ladrón, no es un asesino, no desea a las mujeres de sus prójimos, ama a su hijo y a su mujer, ayuda en su taller de mecánica a sus prójimos. Es indiferente en materia religiosa, como muchos en nuestros días. ¿Qué sentido tiene entonces el que se le repita en versión vulgar el discurso de Yahveh que aparece en un excelso poema antiguo, como lo hace el pope del pueblo —no el cínico de la jerarquía, sino el ingenuo pope aldeano—, mientras Kolya le ayuda a llevar a casa la carga de sus compras? ¿Cuál Dios puede consolar a Kolya? ¿Existe Dios? ¿Existe ese extraño Dios que dice al ser humano que no debe y no cabe indagar sobre sus designios, y que a nombre de su poder infinito, de su Creación, le obliga a aceptar sin más el infortunio? Si Job se arrepiente y se disculpa, si responde a Yahveh que ha hablado con ligereza, si se tapa la boca, un Kolya de nuestra época simplemente sigue su camino, botella en mano.

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», dice también el Cristo en la cruz. No hay respuesta, hay perplejidad para el creyente.

 

Leviatán, de monstruo a Soberano (Hobbes)

Una imagen inquietante: el esqueleto de un monstruo marino en la playa al inicio del filme, que luego reaparece en momentos de tensión narrativa, y nuevamente hacia el final… Huesos seguramente de una ballena… En otro episodio, un cetáceo emerge de las aguas oscuras y rápidamente se oculta, como si estuviera anunciando la catástrofe definitiva, la muerte de la mujer de Kolya…

En el poema de Job aparecen dos monstruos creados por Yahveh: Behemot, la gigantesca bestia terrestre, y Leviatán, su par de los mares. Recordemos que Yahveh se refiere a estos dos monstruos luego de que Job se ha tapado la boca con la mano, en señal de que no va a insistir ante Yahveh en su pregunta por las causas de su infortunio. No va a inquirir más acerca del misterio que yace en las entrañas de la Sabiduría. Sin embargo, antes de referirse a su creación de las dos grandes bestias, Yahveh todavía reta al abatido Job, ¡vamos a ver si levantas tu juicio sobre lo divino! «¿De verdad quieres anular mi juicio?, / para afirmar tu derecho, ¿me vas a condenar? / ¿Tienes un brazo tú como el de Dios? / ¿truena tu voz como la suya? / ¡Ea, cíñete de majestad y de grandeza, revístete de gloria y esplendor! / ¡Con una mirada abate al orgulloso, / aplasta en el sitio a los malvados!». ¡Mira, le dice Yahveh, a Behemot!: «¿Quién, pues, podrá prenderle por los ojos, / taladrar su nariz con punzones?» ¿Quién se atrevería con Leviatán?: «le pescarás tú a anzuelo, sujetarás con un cordel su lengua?». «¿Pactará contigo un contrato / de ser tu siervo para siempre?» Behemot y Leviatán simbolizan las fuerzas de la naturaleza, incontrolables para el hombre de la Antigüedad. Frente a la omnipotencia divina, a Job no le queda sino la sumisión: «Por eso me retracto y me arrepiento / en el polvo y la ceniza.» Y su sumisión será premiada, volverá a gozar de los dones divinos, tendrá nuevos hijos e hijas, nuevos siervos, ganado, tierra… En el poema, Yahveh no solo es el Creador, sino el Soberano, el Amo que finalmente asegura el disfrute de su siervo Job.

Lector acucioso de la Biblia como buen inglés y más en una época política convulsa, y por consiguiente lector del Libro de Job, Hobbes utiliza la figura del monstruo Leviatán para simbolizar el Estado y definir la soberanía. En la naturaleza de los seres humanos, dice el filósofo inglés al inicio de la Segunda Parte de su tratado, que se ocupa precisamente del Estado[ii], hay un conflicto entre el «fin o designio de los hombres» considerados individual o particularmente, «que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás», y las leyes de la naturaleza [humana], «tales como las de justicia, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan para ti», conflicto que es el fundamento de la hostilidad, de la guerra de unos contra otros dentro de un grupo humano, o de la guerra entre grupos humanos. Anotemos, de paso, que Hobbes está poniendo en juego en la argumentación «la naturaleza humana». La guerra de intereses, las luchas por el dominio, solo pueden resolverse en el ámbito humano mediante un pacto, esto es, «de modo artificial». Se requiere de un «convenio constante y obligatorio» que mantenga a los hombres a raya y los encamine hacia el beneficio común. El Estado surge de la renuncia de todos los individuos, de todas las personas, a su derecho de gobernarse a sí mismos, y del pacto que transfiere ese derecho a una sola persona jurídica y política, el Estado o, en latín, Civitas. Hobbes, en este punto crucial del capítulo dedicado al Estado, introduce una sorprendente analogía, la del Estado con el monstruo Leviatán del Antiguo Testamento: «Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia) de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa.» ¡Qué golpe de audacia retórica este giro del filósofo inglés! El monstruo al que Job jamás podría atrapar con ningún anzuelo, el «rey de todos los hijos del orgullo», cuyo corazón es «duro como roca», de pronto se convierte en persona divina, aunque mortal, dada su condición «artificial», pero que, por su condición «divina», será capaz de propiciar la justicia y la paz… Construcción surgida del pacto entre los hombres para alcanzar la paz o la fuerza necesaria para enfrentarse con otros grupos humanos, con otras sociedades, el Estado está sin embargo impregnado por lo divino, por las «leyes de la naturaleza» a que antes se ha referido Hobbes, que emanan de Dios. Además, como ha dicho poco antes el filósofo, las diversas voluntades individuales o particulares se reducen en el Estado a una sola voluntad. Leviatán es la única voluntad, esto es, Leviatán es la soberanía.

Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda autorizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona [jurídica] se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO suyo. [p. 141].

No es este el lugar para incursionar en la historia moderna y contemporánea de las ideas de Estado, de soberanía, de voluntad general, ideas fundamentales de la filosofía política y del derecho, con las que se han pretendido legitimar las acciones políticas. Es claro que la teoría del Estado de Hobbes se inscribe en el proceso de configuración de la monarquía absoluta, como forma de Estado que dio origen además a los modernos estados nacionales europeos. Sin embargo, anotemos que Hobbes inicia una reflexión teórica sobre esa creación de una entidad artificial, de un artefacto, el Estado, que aparece como necesario y racional, que regularía y tendería a la solución de los conflictos entre individuos y grupos dentro de la sociedad, reflexión que sin duda nos atañe también a nosotros, en nuestra época, en que parece haberse iniciado el tránsito irreversible de los estados nacionales hacia formas supranacionales, con el consiguiente surgimiento de formas más complejas de esos «artefactos» que son las organizaciones de poder y las leyes que regulan las relaciones entre individuos, grupos, nacionalidades, clases, y estados… De Hobbes a Hegel se insistirá en la condición racional y divina del Estado, ese dios mortal llamado también Leviatán. Más tarde, con Weber y la ciencia política del pasado siglo, no se insistirá en la condición «divina» del Estado, pero sí en su racionalidad y necesidad. No obstante, conviene recordar que, después de Hegel, anarquistas y comunistas decimonónicos, entre ellos, Blanqui, Marx y Bakunin, pusieron en cuestión la necesidad del Estado. La diferencia entre comunistas y anarquistas la estableció el propio Marx; no era una diferencia esencial, sino que tenía que ver con el proceso histórico: ¿qué venía primero, la disolución del Estado, como pensaban los anarquistas, como paso previo para la sociedad de cooperación entre seres humanos libres, o la constitución de una base material que permitiese la autodisolución del Estado dominado por el proletariado, la «dictadura del proletariado» que debía ser al mismo tiempo una «democracia de los trabajadores»? Como bien sabemos, las revoluciones socialistas no concluyeron en estados democráticos de hombres libres, de trabajadores cooperantes, que preparasen las supuestas condiciones materiales del comunismo, sino en nuevas formas de autoritarismo, y aun de totalitarismo, y en formas de capitalismo de Estado que se han venido desmoronando en el último cuarto de siglo. La caída de esas formas autoritarias, totalitarias, de capitalismo de Estado, el «comunismo» o «socialismo real», en los países de Europa del Este dio lugar a regímenes que han propiciado la constitución de nuevas oligarquías e incluso de mafias y de formas igualmente autoritarias de gobierno. En China, el hecho de que la burocracia que dirige el capitalismo autoritario se denomine «Partido Comunista» es, desde un punto de vista histórico, una incoherencia y un anacronismo, si es que no un sarcasmo. Con todo, pareciera que al menos en América latina la «izquierda» sigue aferrada a la idea de que un Estado fuerte es condición previa para la justicia social. Pero es justamente en los regímenes «post-soviéticos» donde aparece con mayor nitidez la inquietud sobre la naturaleza del Estado, esa creación artificial que sin embargo determina la existencia de los individuos. Ahí donde el Estado debía desaparecer a lo largo de un proceso de autodisolución, el Estado adquirió la forma de un aparato omnipresente y omnipotente, todopoderoso, despótico, que reclamó la sumisión total de los individuos en nombre del futuro, sea este el comunismo, el reino de la libertad, o el de la justicia social y la paz. Hundido ese Estado, surgió otro, que resulta no menos inquietante por su autoritarismo y su condición oligárquica.

El esqueleto del gigantesco animal marino que se ve varias veces en el filme no puede pertenecer sino a algún leviatán, por consiguiente, es un símbolo del Estado, pero ¿de cuál? Sin duda del soviético, que ha muerto, pero quizá también lo sea del Estado ruso de la era post-soviética, puesto que la muerte del Leviatán soviético ha dado paso a otra figura del artificio monstruoso. El dios mortal de Hobbes parece reencarnarse en otra «persona». No obstante el cambio de la forma de Estado, la «soberanía» permanece ajena a Job, el trabajador, el hombre común. La «soberanía» encarna en los aparatos. Aunque el tirano, o incluso el «gobernante democrático», sostengan que la soberanía descansa en la nación, en el pueblo o en la voluntad general —todas ellas creaciones imaginarias en las que fundamentamos la organización política—, la «soberanía» surge de las relaciones de poder, como lo supo ver Hobbes. La fotografía del gobernante de turno, Stalin o Putin, será por consiguiente un icono de la soberanía. Hay una escena del filme muy sugestiva en este sentido: una práctica de tiro al blanco en que las botellas de vodka vacías se reemplazan por los retratos de los dirigentes del Estado soviético, de Lenin a Gorbachov. Desde luego, no cabe practicar tiro al blanco sobre un retrato del actual gobernante, Putin. Yeltsin, por su parte, dice un personaje, no estaría a la altura debida…

¿Hasta qué punto, sin embargo, los soberanos son realmente soberanos? ¿Cómo se configuran las relaciones de poder en los estados contemporáneos? ¿Quién es «soberano»? ¿Los gobernantes, los banqueros, los dirigentes de los organismos internacionales, los jefes militares, los directores de las corporaciones, los grandes accionistas?… Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que todavía vivimos en estados que supuestamente son «soberanos», gobernados a veces por autócratas o dictadores, es decir, por «soberanos», y siempre por aparatos tecno-burocráticos complejos. Los del común somos sujetos de alguna «ley» que parece emanar de lo «divino» y que, como en el cuento de Kafka «Ante las puertas de la ley», pareciera estar destinada expresamente a cada ser humano.

Tal es la soberanía y la ley que caen sobre Kolya: este quisiera recibir lo prometido, es decir, el amparo de Leviatán, la justicia, la paz. Pero Leviatán es más bien un monstruo incontrolable, como en el poema de Job. El aparato en el cual consiste realmente Leviatán opera para despojarlo, humillarlo y destruirlo. Los tribunales operarán con la ley en la mano, más allá de las garantías que consigne la letra de la ley, para condenar al Job de nuestra época. ¿Quién asegura en un régimen autoritario las garantías de los derechos y libertades de los individuos o de las minorías?, ¿cómo se pueden garantizar tales derechos y libertades? Ahí donde la «soberanía» se concentra en las oligarquías o en los déspotas, los aparatos tecno-burocráticos, incluido el aparato judicial, liquidará a los individuos… Son imágenes del viejo Satán en nuestros días: el corrupto alcalde, las juezas del tribunal de justicia, el pope que intriga y es consejero del político autoritario y arbitrario, los policías… Acabarán con Kolya y con los suyos. La tierra de Kolya pasará a manos de un grupo oligárquico. El alcalde se frota las manos de felicidad, el pope bendice, el tribunal condena a Kolya a una larga prisión acusándolo injustamente de ser el asesino de su esposa.

Al final del filme nos encontramos nuevamente ante el esqueleto de Leviatán en la playa, aunque el monstruo, sin embargo, pareciera reencarnarse, como el fénix, en nuevas formas.

 

La diferencia entre Job y Kolya

El arte no tiene por qué proponer «soluciones» a los dramas humanos, a los grandes problemas de las sociedades o a las profundas inquietudes de los individuos, sin embargo, presenta esos dramas o tragedias ante lectores, oyentes o espectadores para confrontarlos con su propia experiencia, para adentrarse en la textura de las existencias concretas. No tiene por qué reemplazar la acción encaminada a modificar las configuraciones políticas. La ironía, la sátira, la crítica mordaz son armas del arte. También lo es la descarnada exposición del infortunio, y por supuesto la exposición de las formas ridículas de la condición humana, o la presentación de la perplejidad ante el absurdo. El artista se propone conmover, cuestionar, exponer en carne viva el sufrimiento, y también mostrar el gozo, la alegría. El deseo, la angustia. No prueba nada. No propone un «reino de fines». Tal vez se trate de una «soberanía» por completo distinta a la política, puesto que no hay arte o poema que no surja de la libertad de la palabra, del pensamiento y de la imaginación.

¡Que los pensadores políticos se ocupen de las vicisitudes del Estado en nuestra época, de su debilidad o su fortaleza, de su racionalidad o irracionalidad, de su supuesta necesidad! Por supuesto, los políticos vendrán por Job, por el trabajador, por el hombre y la mujer del común, a solicitar un voto, una adhesión, una sumisión al «soberano» o a la «soberanía» del Estado nacional o del pueblo… ¿Debe esperar el Job de nuestros días que justicia y paz le lleguen del Leviatán, o este lleva consigo una esencial condición monstruosa de injusticia y despotismo? ¿Se puede dirigir el Job de nuestros días al Estado y exclamar: por qué sobre mí descargas tu poder hasta hundirme en el infortunio, o por qué con todo tu poder permites que los violentos y los expoliadores me humillen, me arrebaten mi dignidad, mi libertad, mis hijos, mis pocos bienes?

No obstante, hay algo fundamental que ha cambiado: Kolya, ese Job moderno, a diferencia de su antecesor de hace dos milenios y medio, no se arrodilla ante su Señor, no se retracta ni se arrepiente, y su clamor resuena profundamente en cada uno de nosotros, aunque seamos igualmente arrastrados por el Leviatán «en el polvo y la ceniza».

¿O tal vez Kolya ha dejado de ser el Job de nuestra época, dado que, si miramos bien en nuestro entorno, no faltan los que por propia decisión se arrastran ante su Señor «en el polvo y la ceniza»?

 


[i]  Job, en Biblia de Jerusalén, Bilbao, ES: Desclée De Brouwer, 1992; pp. 1089-1154.

[ii] Thomas Hobbes: Leviatán. O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. Traducción y prefacio de Manuel Sánchez Sarto. México: Fondo de Cultura Económica, 1980, pp. 137 y ss.