La pantera y el artista del hambre
La jaula simboliza la pérdida de la libertad. Al enjaulado se lo ve a través de las rejas, sometido a moverse en un espacio restringido, a dar vueltas de un lado a otro, tratando de esconderse en un rincón. O se lo ve tirado sobre el suelo, en posición fetal. Se encerraba en las celdas a brujas y a locos. Al criminal, al rebelde, al monstruo. Hay quienes buscan la celda: los monjes, las monjas. Se enjaula al animal salvaje en el zoológico o el circo; al pájaro o al hámster, para exhibirlos como mascotas.
En mi niñez me gustaba enclaustrarme en la pequeña biblioteca familiar. Ratón de biblioteca, enjaulado por propia voluntad… Ahí, alguna vez, cayó en mis manos un folleto de edición precaria con dos cuentos de Kafka que me han inquietado a lo largo de mi vida, “El artista del hambre” y “El artista del trapecio”. Toda la escritura de Kafka parece girar en torno a las jaulas, las celdas, las condenas, el encierro. ¡Cuántas veces habré releído los dos relatos, hasta que el cuadernillo acabó deshaciéndose entre mis dedos! Recuerdo que una tarde barrí el polvo de papel siendo presa de una extraña angustia. Recogí los restos como si tuviese que llevarme al tacho de basura las hilachas del cuerpo del artista.
No tiene nombre propio, no hace falta, es único. Como nos cuenta el narrador, el artista tuvo su época de gloria. Lo esperaban en los pueblos, tal vez como se espera hoy a las estrellas de música pop o a los grandes atletas. El ayuno podía percibirse como arte antes del cine y la televisión; podemos imaginarnos las largas filas que se hacían para contemplar al artista. Sus ayunos duraban cuarenta días, a semejanza del de Jesucristo en el desierto. El narrador nos aclara que había escépticos y gente de mala fe, que dudaban de la integridad del artista, aunque este cumplía escrupulosamente sus ayunos. En verdad, le costaba alimentarse. Kafka destila su humor negro para contarnos cómo era arrastrado su débil cuerpo por muchachas especialmente escogidas para la ocasión, después de cada ayuno, a fin de alimentarlo. “No solo de pan vive el hombre”… mas no se puede vivir sin pan.
La gloria es efímera. Poco a poco el público olvidó al artista, que pasó de ser el centro de la atención a un olvidado resto dentro de una jaula arrumbada en algún rincón del circo de aldea. Hasta que algún inspector reparó en esa jaula vacía que no cumplía ya ninguna función. El artista estaba por morir. Al final, susurrando, confiesa la razón por la que había aceptado exhibirse en esos largos ayunos: nunca encontró el alimento que le hubiese satisfecho.
Sin embargo, es en el último párrafo cuando Kafka nos arrastra a lo insólito. No basta con que haya un artista del hambre que ayuna a lo largo de su vida; que, cuando ya no interesa su arte, realiza su más largo ayuno; que termina confundido con las fibras de paja, pues tanto ha mermado su cuerpo. No basta que lo barran junto a la paja para dejar libre el espacio de la jaula. Aún hay otro giro más:
“¡Ahora limpien aquí!”, dijo el inspector, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Pero en la jaula pusieron a una pantera joven. Hasta para los sentidos más atrofiados, era un solaz ver cómo aquel animal salvaje se revolvía en esa jaula tan despojada. No le faltaba nada. El alimento que le gustaba, los guardias se lo procuraban sin grandes cavilaciones; ni siquiera parecía echar de menos la libertad; ese cuerpo noble, provisto de todo lo necesario para desgarrar, parecía llevar consigo la libertad; parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura; y la alegría de vivir emergía con tan fuerte ardor de sus fauces que a los espectadores no les resultaba sencillo hacerle frente. Pero se sobreponían, rodeaban la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.
Lo insólito es el desplazamiento del “sujeto de la libertad”, por decirlo de alguna manera. No es el hombre ―el artista― quien lleva consigo la libertad, sino el animal. Más aún, la libertad deja de ser atributo del alma o del espíritu para convertirse en atributo del cuerpo, de su belleza y su fuerza, de su condición salvaje. ¡La libertad parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura!
El desplazamiento del sujeto de la libertad conlleva, por consiguiente, una inversión radical del “lugar” de la libertad: del espíritu (más que del alma) o de la (auto)conciencia se desplaza al cuerpo; y no siquiera a la glándula pineal, donde se suponía que se asentaba el alma, sino a la dentadura. Esta es una inversión del fundamento mismo de la filosofía de Occidente, desde Platón y Aristóteles en adelante, del cristianismo, y también de la filosofía moderna, a partir de Descartes.
Dieciocho siglos antes de Kafka, en su crítica estoica de la noción de libertad, Epicteto había encerrado a otro felino en una jaula:
Mira, cuando se trata de animales, cómo aplicamos nuestra idea de libertad. Se cuida dentro de la jaula a los leones capturados, se los alimenta, hay personas dedicadas a ellos. ¿Se dirá que ese león es libre? ¿No es verdad acaso que él es más esclavo cuando su vida es más fácil?
Para Epicteto, ser libre implicaba tal grado de autonomía que, en extremo, no se dependiese de las pasiones, de las necesidades materiales, de los poderosos, de la familia, de otros seres humanos. Y por supuesto los animales eran más libres en estado salvaje. Como el “pájaro libre, de libre vuelo” de Violeta Parra. Pero, dirían los filósofos modernos, ¿el pájaro sometido a la ley de la gravedad, a las leyes del movimiento de los fluidos, sin conciencia de esas determinaciones, acaso es libre? La libertad, se sostenía, es conciencia de la necesidad. Es conocimiento de las determinaciones que actúan en el sujeto antes y en el momento de su decisión. Ni el felino ni el pájaro son libres, pues no tienen conciencia, no poseen conocimiento de su situación y, por tanto, tampoco tienen voluntad. Decidir entre el bien o el mal no pertenece a su condición de animal sub-humano. La Naturaleza aparece como una jaula (tal vez infinita) cuyo enrejado está tramado por “leyes naturales”, dictadas (quién sabe si) por Dios (a quien, además, no le gusta a los dados, según Einstein), que rigen de modo universal sobre los cuerpos, el movimiento, la vida y la muerte de animales y hombres. Leyes inalterables que se expresan en lenguaje matemático.
El pájaro vuela en el ámbito que le permite la ley natural, mientras el desaprensivo Ícaro terminará precipitándose contra la tierra por el mal uso (equivocada decisión) que da al artefacto construido por su padre Dédalo. Este, el prudente, es el técnico-artista que logra dominar las fuerzas naturales con el conocimiento, es quien inventa. El artista del hambre es dueño de una técnica peculiar, la del ayuno. La jaula en la que vive está hecha para exhibirlo. Dédalo tiene que escapar de la jaula-laberinto que ha construido para el Minotauro y sus víctimas; no dispone del hilo de Ariadna, reservado al héroe, pero posee imaginación y a la vez habilidad técnica. El artista del hambre, por su parte, está destinado a morir en su jaula, como el monje en su celda.
La jaula de hierro
Kafka estudió con Alfred Weber, hermano de Max. Seguramente estuvo al tanto de las tesis de los dos Weber. Max había muerto un par de años antes de que Kafka escribiera “El artista del hambre”. Se ha considerado la posible influencia de los Weber en Kafka. Como sea, lo que aquí interesa es recordar que Max Weber acuñó una metáfora para sintetizar la condición humana en el mundo moderno (occidental). El espíritu de la Reforma, sobre todo del calvinismo, impulsó el surgimiento del mundo moderno capitalista. Pero a la fase inicial, aquella a la que Marx denominó “acumulación originaria”, siguió un continuo proceso de racionalización de la vida (desarrollo científico y técnico, surgimiento de las teodiceas racionalistas), de desencantamiento del mundo (es decir, retroceso del mito y de las explicaciones del mundo sustentadas en la fe), y finalmente de organización estatal. El ordenamiento social pasó entonces a depender de la administración burocrática (de un ejército de inspectores). El desencantamiento del mundo implica la pérdida de sentido, de la comprensión del mundo como totalidad. Las ciencias no proporcionan sentido, sino conocimientos circunscritos acerca de regiones de la realidad. La técnica moderna produce máquinas, en las que se “coagula el espíritu”. El trabajo “vivo” deviene también maquinal. Pero esto no acontece solo en la industria, sino en la organización estatal. Dice Weber en Economía y sociedad:
Es espíritu coagulado, asimismo, aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduadas. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse, impotentes como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una administración buena desde el punto de vista puramente técnico llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos.
La burocratización del mundo de la vida es una jaula de hierro que enajena a los sujetos en las sociedades modernas. Sin duda vivimos atrapados entre procesos y leyes que se tornan absurdas. ¿Acaso no nos hemos reconocido alguna vez, o casi todos los días, en Josef K., en K., en Gregorio Samsa o en el insecto en que este deviene, bastante menos que un animal salvaje?
La jaula de hierro se da en los regímenes totalitarios (fascismo, nazismo, estalinismo), en las dictaduras militares, en los “socialismos realmente existentes”, en los regímenes sustentados en fundamentalismos religiosos o nacionalismos, pero también en las “democracias liberales”. Es cierto que hay diferencias que deben tenerse en cuenta entre unos regímenes y otros. Pero si se trata de pensar la libertad, es preciso considerar el peso de la racionalización burocrática en la vida moderna. Ya no solo de Occidente, sino de cualquier parte de la Tierra. De alguna manera, Occidente impregna la totalidad del mundo, sobre todo a partir de la economía capitalista mundial, de la burocratización de la vida y de la tecnología.
Redes
Un último giro de la metáfora del encierro. De la jaula del artista (o del monje o el criminal o el monstruo) a la jaula de hierro. De esta a la red. Es notable que en el uso de esta metáfora (red) se haya puesto el acento más bien en el vínculo entre nodos, que desde luego existe, antes que en los hilos de la red que atrapan. ¿Cómo se atrapa a peces, pájaros o fieras, si no es con redes? No obstante, todos los días se nos recuerda cómo estamos atrapados en las redes: la circulación vertiginosa de chismes y mentiras con propósitos de engaño político o de estafa económica, la enajenación de los niños y adolescentes que ya no juegan al aire libre sino que permanecen con las narices pegadas a las pantallas, la estulticia de millones que siguen a los “influencers” o los “reality shows”. Cada vez hay más seguimiento y control de la conducta de los sujetos por parte de los aparatos estatales (policíacos, burocráticos) o empresariales (financieros, de “servicios”). Sabemos cómo actúan las “redes” sobre las “decisiones” (del consumo o la política, y aun del crimen), cómo intervienen sobre la “voluntad” de los sujetos. Estamos informados que nos espían por cámaras, teléfonos, y quién sabe qué otros aparatos domésticos.
Sin embargo, las técnicas tienen la cualidad de farmakon (Bernard Stiegler). Desde la Antigüedad se sabe que el fármaco que cura es también nocivo, tóxico, incluso mortal. Lo es el oxígeno, fundamental para la vida. No parece posible alcanzar un ámbito de libertad entre las rejas ―como el artista que realiza su apuesta vital, o como el poeta que, consciente de que el mundo moderno ha devenido una jaula de hierro, escribe “El artista del hambre”, o como el artista que hoy juega entre las redes― sin interactuar razonablemente con los otros seres humanos que nos rodean, con las cosas naturales y los objetos prácticos. No parece posible un ámbito de libertad ajeno a las posibilidades técnicas.
La libertad quizá sea más bien una posibilidad que emerge en cada instante de decisión: la potencia vinculada a la palabra, al lenguaje. El ayuno se realiza en silencio. Pero cuando la dentadura cesa de masticar, en la cavidad bucal florece la palabra. Y la palabra en libertad es el fundamento de la sabiduría, de la creación, del pensamiento, del poema.
[Publicado originalmente en la revista Trashumante, Nº5]