En un artículo que a propósito de la actual crisis aborda la cuestión de la mentira en política, Rafael Argullol recuerda que la pregunta más difícil de responder es aquella que Pilatos dirige a Jesús: ¿Qué es la verdad? (El País, 22/9). Es más fácil intuir qué sea la mentira.
En las ciencias se dan por válidas las proposiciones hasta que sean falseadas por nuevas observaciones. Resulta más difícil establecer la veracidad de los hechos históricos en que se conjugan múltiples factores, y no se diga cuando tales hechos están oscurecidos por la ambición y las intrigas que entretejen la “política”.
La investigación historiográfica permite comprender los acontecimientos en el contexto de las grandes tendencias, pero ¿quién sabe con seguridad cómo se combinaron actuaciones, pasiones y palabras para provocar tal o cual suceso? De ahí que, luego de un hecho que se cree importante, prosperen las memorias, las aclaraciones, las interpretaciones.
A falta de verdad, en la “política” se recurre a los espectáculos de demagogia y marketing. La reiteración de una mentira puede aparecer como verdad, puede arrastrar a los pueblos detrás de los caudillos, puede concitar mayorías con las que se logra gobernar durante un tiempo. Desde la oposición, igualmente se suele usar el engaño para alcanzar el poder.
En ese juego, el político debería saber que se arriesga a ser blanco de la calumnia y la deshonra. Si tiene algún sentido de las proporciones, y no se diga ya grandeza, estará por sobre ellas: le resbalarán sin afectarlo. Si aun los historiadores, que tienen a su favor la distancia del tiempo y el auxilio documental, podrían poner en duda sus actos e intenciones, con mayor razón lo harán sus contemporáneos. Los políticos coherentes con sus ideales -Gandhi, Allende, Mandela- serán recordados con honra en la memoria histórica, mientras los cínicos -a lo Talleyrand- parecen soltar sobre esta una perpetua carcajada.
La civilidad hace posible que un intelectual como Argullol denuncie las mentiras de los políticos. Hay en él, es cierto, una dignidad estilística que hace posible tal intervención. Pese al cinismo de los políticos, resultaría ridículo que Zapatero o Rajoy procesaran a Argullol por calumnia injuriosa. Y todavía más que en medio de ese proceso decidiesen reformar el aparato de justicia español y declarasen su estado de excepción.
Más allá de la poca civilidad que evidencia nuestra ‘política’ y de la impertinencia de algún periodista, cabe preguntarse sobre la función de encubrimiento que parece estar detrás de los enjuiciamientos que han seguido al 30-S. Y reflexionar, ya que no es posible establecer la verdad (“toda la verdad y nada más que la verdad”), sobre las consecuencias de ese día fatídico en el curso hacia el autoritarismo.
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