Las notas necrológicas estaban casi listas después de la caída de Trípoli en manos de los rebeldes. En Occidente son casi unánimes: aluden a la excentricidad del dictador, a su ascenso vertiginoso al poder político, a su inicial panarabismo, al apoyo brindado a los movimientos insurreccionales y al terrorismo, a sus veleidades con Occidente. Así, la necrología procura dejar limpia la imagen de los gobiernos occidentales, tan comprometidos con la dictadura de Gadafi como con su muerte. ¿Sarkozy, Cameron y H. Clinton podrán ahora dormir en paz?
Una nota discordante la ha puesto Robert Fisk en su columna (The Independent): “Ustedes no pueden culpar a Gadafi por pensar que él era un buen muchacho”. “Lo amábamos. Lo odiábamos. Luego lo amábamos nuevamente. Blair babeaba por él. Después lo odiábamos otra vez. Entonces, la Clinton babeaba sobre su BlackBerry y nosotros lo odiábamos una vez más. Vamos todos a orar para que él no haya sido asesinado. ‘Murió de las heridas sufridas durante su captura’. ¿Qué significaba eso?”.
Fisk apunta al oportunismo de los gobiernos occidentales, y para comenzar de Gran Bretaña, frente al dictador libio. El amor y el odio de Occidente para Gadafi han ido al compás de sus intereses económicos y de los vaivenes de la política del beduino. Unas veces aliado, otras enemigo, jefe de un “Estado canalla”, bombardeado por Reagan, luego abrazado por Blair, Berlusconi y tutti quanti hacían negocios petroleros y políticos en los conflictos de Occidente con el mundo árabe.
Su muerte, como advierte con perspicacia Fisk, evita un juicio en que no quedarían bien parados los líderes políticos occidentales. Un juicio habría expuesto la conducta cínica frente al dictador, y no solamente por la decisión de apoyar a los rebeldes y los bombardeos a las fuerzas de Gadafi.
¿Pero no es menos cínica, o hipócrita, la “abstención” de Alemania? ¿O la conducta de Rusia y China? ¿Qué hacer frente a regímenes tiránicos, frente a déspotas que utilizan el poder para el enriquecimiento de su clan familiar, y que masacran a sus pueblos? ¿Hablar de “soberanía” y mirar a otro lado? ¿O recordar los inicios revolucionarios del déspota para justificarlo y apoyarlo en medio de una rebelión popular?
¿Cómo reverenciar a déspotas como Gadafi o al Asad en medio de la represión a sus opositores? ¿O son solo cuestiones de “alta política”, es decir, de sumisión a los emergentes centros hegemónicos, a los nuevos imperios (los nuevos “socios” comerciales) y sus intereses geopolíticos?
Quedan miles de muertos. Tribus armadas que seguirán enfrentándose. Crueldad sin límite. Barbarie. Negocios de armas y petróleo. ¿Y cuánto de democracia y justicia, después de tantos sacrificios, alcanzarán los pueblos árabes?
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