(27 abril 1949 – 9 septiembre 1978)
En el recuerdo se mezclan lo real y lo imaginado, lo probable realizado y lo probable que hubiésemos querido que se realizara. Los afectos, los sentimientos, modifican los hechos, los corrigen, los dotan de significados nuevos. En cierto sentido el futuro modifica al pasado, al menos a las imágenes que nos vienen del pasado. No puedo evocar al Conejo sino desde mi propia circunstancia vital, marcada por su muerte que nos llegó, a mí y a unos cuantos amigos, como un golpe violento del “destino”. Con su muerte perdimos a una de las mentes más lúcidas de nuestra generación, a un hombre de absoluta integridad ética, a un entrañable amigo.
Seguramente nos habremos cruzado algunas veces, de niños, cuando íbamos a nuestras escuelas, él a la Ulpiano de la Torre y yo a la Municipal Espejo, vecinas una de la otra, o cuando íbamos a jugar en los potreros de la hacienda Miraflores. Al menos, imagino que pudo haber sucedido de esa manera. Sí conservo, en cambio, en mi memoria la imagen de la tarde en que nos encontramos y reconocimos por primera vez, de algún modo como adversarios, en el aula Benjamín Carrión de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Fue en el año 1964. Hugo Larrea Benalcázar, que a la sazón era profesor de Literatura del Pensionado Universitario, había organizado unos debates estudiantiles, y por ahí apareció el Conejo, ese niño prodigio y precoz al que todos mirábamos con una mezcla de admiración y extrañeza, como representante del colegio Benalcázar, mientras yo participaba como parte del equipo del Alemán, junto a Ximena Moreno. Se trataba de un diálogo abierto, en el que participábamos con nuestras opiniones libremente desde la platea, y la discrepancia que tuvimos, no sé ahora en torno a qué asunto, se imprimió de modo indeleble en mi memoria; allí tuvo lugar mi primer debate, y ante todo, el inicio de mi amistad y cariño por el Conejo. Poco después hubo otro episodio en que nuevamente nos vimos como adversarios, y en esa nueva ocasión, Hugo Larrea Benalcázar fungió de juez: Fernando y yo contendimos en el concurso del libro leído que organizaba el Municipio de Quito entre los estudiantes de secundaria. Había dos modalidades del concurso, una “oral” y otra “escrita”; no sé por qué el Conejo habrá participado en esta segunda versión. Para mí, esta modalidad era la única posible: mi timidez era demasiado fuerte como para ponerme a hablar ante un auditorio lleno, nada menos que en el Salón de la Ciudad. Recuerdo que Fernando y yo recibimos juntos los premios en esa ocasión.
Por esa época, al final de nuestros estudios de bachillerato, nos volvimos a encontrar en un escenario escolar, por fin ya no de amistosa competencia, sino de compañerismo sin más, cuando fuimos alumnos de Mario Müller Lewit en una academia de inglés. Esas horas a la tarde eran muy gratas, pues Mario, que todavía no era conocido como pintor ni sicólogo ni escritor, era un joven maestro que nos proponía entretenidos debates sobre literatura, arte o historia. Luego Fernando inició sus estudios de economía en la Universidad Católica (PUCE) y yo los míos, también de economía, por absurdo que a mí mismo me parezca semejante decisión hoy día, en la Universidad Central. Eso fue hacia octubre de 1965. Y durante tres o cuatro años no nos encontramos. Fueron años especialmente ricos en nuestras formaciones: los dos, desde nuestros lugares, participamos en las luchas estudiantiles contra la dictadura militar que gobernaba al país en ese tiempo, y luego en los impulsos reformistas universitarios. Fernando se vinculó con el movimiento estudiantil de la PUCE; si no me equivoco, tuvo alguna proximidad con la democracia cristiana, que era la expresión progresista dentro de esa universidad. Y comenzó sus investigaciones sobre la economía y la historia social del Ecuador, a la vez que sus actividades de colaboración con organizaciones campesinas y de trabajadores. Yo dejé esos estudios de economía, que nada tenían que ver con mi talante, y más tarde comencé los de filosofía, pero sobre todo me vinculé con el Frente Cultural, que reunía a escritores y artistas de izquierda, entre ellos a los poetas tzántzicos y a los pintores del grupo VAN.
Fernando ya había terminado de manera brillante su carrera, y yo andaba apenas por la mitad de la mía. Él, además, había encontrado a Rosa María Torres, con quien se había casado. Nunca me sentí a gusto en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad Central. No tuve profesores que contasen con un real interés o conocimiento filosófico, y tampoco me tocó en suerte ser alumno de Ermel Velasco Mogollón, padre de Fernando y destacado pedagogo, que era catedrático de la Facultad. Esa carencia de incentivos en Filosofía me llevó a un recorrido irregular como estudiante universitario, pues aunque debía aprobar mis cursos en Filosofía, pasaba la mayor parte del tiempo en la Escuela de Sociología, dentro de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, donde asistía, como estudiante no matriculado, a los cursos de algunos profesores, entre ellos Alfredo Castillo, Alejandro Moreano, Gonzalo Muñoz o Gonzalo Abad. Lo menciono porque Sociología, a la que llegaría muy pronto Fernando, era un lugar muy especial dentro de la Universidad Central: se había instaurado, en oposición a la contrarreforma universitaria que estableció la ley de educación superior dictada por Velasco Ibarra en su última dictadura (1971), un ambiente muy peculiar de libertad intelectual y de cogestión entre profesores y estudiantes. Creo que Sociología fue entonces un centro de actividad intelectual, de lecturas y debates, ciertamente dominado por el marxismo, pero con alguna apertura para la reflexión teórica. También, hay que señalarlo, fue un período de luchas internas muy duras entre las distintas fracciones de izquierda, algunas de ellas en extremo dogmáticas o decididamente opuestas a los debates teóricos, en especial la corriente maoísta.
Y ahí volvió a aparecer, por suerte para mí, el Conejo. Sería hacia 1971 o 1972. Apareció con un hálito de frescura para muchos: llegó como profesor de Economía Política, muy joven, con su cara de niño eterno, sus rulos, sus anteojos sofisticados de intelectual europeo, y ese largo abrigo gris que le venía al pelo para justificar aquel apodo, Conejo. Risueño, con la sonrisa a flor de labios, con la suavidad de sus modales, que contrastaban con los de algunos estudiantes y algún profesor que hacían alarde de su bravuconería. Jamás tuvo un gesto de arrogancia, siempre hizo gala de su capacidad dialéctica, de su destreza para colocar argumentos para defender posiciones o rebatir a los adversarios.
El Conejo llegó y trajo consigo sus inquietudes intelectuales a la Escuela de Sociología. Era un organizador nato, con una singular disposición para impulsar grupos y actividades. No sé en qué momento comenzó su relación intelectual con Alejandro Moreano; en mi memoria ha quedado grabada una imagen “cinematográfica” de esa relación: Alejo y su esposa América se fueron a vivir en un departamento en los bajos de la casa de los padres de Fernando, en el barrio Miraflores, cerca de la Universidad Central. Íbamos a visitar a Alejandro, que ahí, sobre una mesa abarrotada de libros, de manuscritos y botellas de coca cola, escribía en grandes pliegos de “papel ministro” sus ensayos, sus artículos políticos, algún capítulo de novela, y, para nuestra sorpresa, con mucha dedicación y sistematicidad, las notas preparatorias de una historia económica del Ecuador que había empezado a preparar junto a Fernando Velasco. Este solía aparecer por la casa de vez en cuando, yo lo recuerdo en esa imagen descendiendo por las gradas desde el departamento de sus padres hacia el jardín, como si vigilara al laborioso escritor de la planta baja. Si no me equivoco, los ensayos de Fernando y Alejandro que se publicaron en un libro sin duda innovador de esos años, Ecuador: pasado y presente, en el que aparecieron además trabajos de José Moncada, René Báez y Leonardo Mejía, surgieron de esa cooperación iniciada por los dos jóvenes profesores de Sociología. Siempre he echado de menos que el trabajo conjunto de Velasco y Moreano se haya detenido tan pronto, pues seguramente habría culminado en una historia del Ecuador realmente renovadora. ¡Ah, si la colaboración entre los dos se hubiese extendido por un tiempo más largo, sin que fuese afectada por las supuestas urgencias del activismo y por el autoexilio de Alejandro, víctima del odio sectario que se impuso en la Universidad, que ocasionó que partiese hacia México en 1974!
Durante aquella etapa de “autogestión” de la Escuela de Sociología, en los que se formaron algunos dirigentes políticos y algunos intelectuales de mi generación, con un grupo de amigos decidimos publicar una revista, La oveja negra, que tenía el propósito de introducir una reflexión crítica sobre la actividad intelectual universitaria, a partir de nuevas lecturas del pensamiento marxista, intentando a la vez acercarnos al pensamiento latinoamericano vinculado a la teoría de la dependencia y a su crítica. Estuvimos en esa aventura Francisco Muñoz, Luis Enrique López, Napoleón Saltos, Nicanor Jácome, Vicente Pólit, Miguel Merino, todos ellos en ese momento estudiantes de la Escuela, y yo, que me iba a refugiar en ella. En la sombra contábamos con un colaborador leal y silencioso, que si bien no asistía a nuestras reuniones de trabajo, siempre se mantuvo cerca, brindándonos su apoyo moral y económico, y que contribuyó con algunas líneas para alguno de sus cuatro números. Su cercanía y lealtad fue siempre benéfica para nosotros, más aún cuando por el carácter crítico de la revista fuimos víctimas de la violencia sectaria de los militantes del Partido Marxista-Leninista (estalinista y maoísta a la vez) que tenía el control de los aparatos de dirección de la Universidad, incluidos el Rectorado y la Federación de Estudiantes.
Conversábamos con el Conejo sobre historia, economía, política, y también sobre literatura: Dostoievsky, Kafka, Borges, Cortázar… Se podría decir que el Conejo era entonces un joven intelectual que acababa de aterrizar en el pensamiento marxista; sin embargo, lo hizo desde un sentido crítico muy profundo, ajeno a cualquier dogmatismo. Ya entonces algunos de nosotros éramos muy críticos con el “socialismo real”. Habíamos leído 1984 de George Orwell y comenzábamos a desconfiar de las utopías. El Conejo descubrió un día un libro de cuentos fascinante, El elefante, de Slawomir Mrozek, una sátira de la estulticia burocrática polaca. Gracias al Conejo leí en esos años las biografías de Trotsky y de Stalin de Isaac Deutscher, que él había conseguido. Cuando mucho después, varias décadas más tarde, algunos amigos míos de izquierda comenzaron a sorprenderse de la infamia estalinista y el asesinato de Trotsky gracias a El hombre que amaba a los perros, la estupenda novela de Leonardo Padura, yo recordaba al Conejo y los cuatro gruesos tomos de las documentadas biografías escritas por Deutscher. Fueron años de lecturas, de comentarios, de discusiones en cafeterías, pero también nos complacíamos escuchando a los Beatles, a los Rolling Stones, rock y salsa. El departamento del Conejo y Rosa María, al que luego arribó Juan Fernando, en el condominio de la calle Wilson, se convirtió en lugar de encuentro, de disfrute, de alegre jolgorio, compartido incluso con algunos de nuestros “adversarios” dentro de la Escuela de Sociología, como Simón Corral.
Hacia mediados de 1973 comenzó para mí un período de exilio en provincias fuera de Quito por razones de trabajo. Además, el golpe de Estado contra Allende repercutió en nosotros de manera intensa y compleja. Yo me alejé por un tiempo del activismo político, asumí con mayor rigor lo que era esencial en mi personalidad: la poesía. Y me dediqué, en un ambiente que me era muy duro y extraño (Babahoyo y luego Guayaquil) a escribir y leer. Luego fui a Cuenca. Antes de marcharme, todavía pude juntarme con Fernando para que me ayudara a definir algún material bibliográfico que se ajustara a la exótica cátedra que me tocó tomar a mi cargo en la Universidad de Babahoyo. Y ya no nos encontramos por un largo tiempo, hasta mi regreso a Quito como profesor de la Escuela de Sociología en 1977. Quiero confesar ahora que durante el breve tiempo que transcurrió entre mi retorno y su muerte, apenas unos meses, lamenté a menudo que ya no nos fuese posible retomar las largas conversaciones que habíamos tenido algún tiempo atrás, apurados como andábamos en un activismo desgastante, él en el Movimiento Revolucionario de los Trabajadores, del cual había sido uno de los fundadores, y yo, ciertamente con menor intensidad y a pesar de mi agnosticismo religioso y cierto escepticismo político, del Movimiento Revolucionario Izquierda Cristiana, en el que me habían acogido Gerardo Venegas y Francisco Muñoz. Eran dos movimientos en muchos aspectos afines, muy cercanos, no ajenos sin embargo a suspicacias mutuas y ciertos recelos carentes de sentido. Pero al Conejo todos lo queríamos, lo admirábamos y lo respetábamos.
El 9 de septiembre de 1978 ha sido de los días más aciagos de mi vida; sin duda lo ha sido para muchos de mi generación. Como acabo de decir, añoraba las conversaciones con el Conejo; aunque nos encontrábamos en los pasillos de Sociología una o dos veces a la semana, no teníamos tiempo sino para un abrazo o un gesto de afecto. Unos días antes habíamos quedado en juntarnos en algún momento. La noticia llegó fulminante por el teléfono: me resistía a creerla, no podía aceptarla. La Muerte acababa de llevarse al Conejo, y con él se llevaba para siempre una parte fundamental de muchos de nosotros, de nuestros espíritus, de nuestros anhelos. Fue como si nos arrancaran algún órgano interno, algún pedazo fundamental de nuestra juventud. Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé! Tal vez la estrofa de Los heraldos negros de Vallejo sea lo único capaz de trasmitir los sentimientos ante esos golpes brutales que recibimos y nos abaten o nos sacuden. Son los momentos de tragedia que cortan el curso de los acontecimientos, que los arrojan a otro plano, a otro ámbito.
El 9 de septiembre de 1978 odié de manera absoluta los supuestos de la moral del militante. Nunca más volvería a convencerme el “principio” que nos llevaba a renunciar a nuestras vidas, a nuestros deseos, a nuestras posibilidades intelectuales o artísticas en nombre del “deber”, del “compromiso”. Nunca he comprendido y no comprenderé jamás cómo fue posible que en nombre de la militancia revolucionaria condujesen a Fernando, a nuestro querido Conejo, y que él mismo se dejase conducir, con todas sus enormes posibilidades intelectuales e incluso políticas, hasta el agotamiento, hasta el absurdo que terminaría en su muerte. Ese día comprendí lo que de vida, de existencia, cercenaba el “deber” entendido de manera obsesiva.
Esa absurda muerte de Fernando fue el inicio de una década en que se perdieron otras vidas en nombre del sacrificio revolucionario. Ha habido, creo yo, cierta cobardía compartida para no pensar en los equívocos de una moral supuestamente revolucionaria que derivó en sacrificios absurdos. Esos equívocos fueron sin la menor duda usufructuados por la maquinaria del poder para cometer crímenes oprobiosos.
En esa época, más allá de algún entusiasmo circunstancial, yo creo que era evidente el ocaso definitivo del “socialismo realmente existente” en la URSS y Europa del Este, y con mayor razón, el declive de la “revolución mundial”. Creíamos, sí, en la necesidad de impulsar procesos políticos democráticos de izquierda. ¿Por qué nos involucrábamos con tanto ahínco, con un fervor que nos cegaba, en el activismo? El Ecuador no era precisamente un país donde fuera previsible el surgimiento de un movimiento social de carácter revolucionario. Los equívocos de aquella época fueron en extremo dolorosos, costaron tantas vidas valiosas. Se llevaron buena parte de la vida de cada uno de quienes nos vimos, de una forma y otra, involucrados en esa obsesión.
Cuando enterramos al Conejo, pesaba sobre nosotros, muchos, muchísimos, un aire lóbrego, siniestro, cargado de un silencio profundo, abrumador. Yo recuerdo que luego fuimos a mi casa, en San Juan, Lucho López, Francisco Muñoz, Santiago Kingman y yo. Estábamos abatidos por la tragedia. Nos tocaba de lleno. Queríamos entender lo inentendible, queríamos saber qué estaba acabando en nosotros, queríamos comprender qué se llevaba la Muerte al llevarse al Conejo. Tratamos de ahogar la pena con una botella de brandy, pero era la pena la que nos ahogaba; la muerte del amigo, con todo lo que ese amigo significaba no sólo para nosotros, sino para nuestra generación. La Muerte ahogó las palabras, el sentido de las palabras. Las frases que pronunciábamos eran puro sinsentido. Una insensatez que se fue extendiendo hasta volverse una noche sorda, lóbrega, que nos iba a marcar para siempre.
Hoy percibo, a la distancia, que esa tragedia nos trajo a algunos de nosotros un sentido de realidad que fue como un giro en nuestras existencias. Junto a otros episodios dolorosos que tuvieron lugar poco más tarde, junto a otras muertes absurdas, nos llevaron, por decirlo de alguna manera, a poner los pies sobre la tierra.
Siempre que recuerdo al Conejo me viene a la mente el cuento El elefante de Mrosek: un maestro de escuela anuncia a sus alumnos que irán de visita al zoológico a conocer a ese animal, el más grande entre los terrestres, y describe su forma, su trompa, su peso. El maestro espera, sin embargo, que el animal al fin llegue al zoo de la provincia; consta desde hace rato en los planes de algún ministerio. Sin embargo, no hay recursos económicos liberados para adquirir un elefante, por lo que a algún sesudo burócrata se le ocurre una alternativa: comprar un elefante de látex, inflable, y enviárselo al zoo. Cuando finalmente llega el paquete al zoológico, avisan al maestro, quien entonces prepara la excursión con sus muchachos. A la mañana siguiente, mientras estos llegan al zoológico, el animal de goma, que acababa de ser inflado con helio por los empleados del zoo, se levanta en el aire y se pierde en las nubes. ¿Ese era el animal más grande y pesado que pisaba la tierra? El narrador nos cuenta que ese día los muchachos abandonaron la escuela, decidieron que todo lo que les enseñaban o pretendían enseñarles era mentira, y se dedicaron al vodka. Tal vez, cuando lo leímos con el Conejo, a más de reírnos con el absurdo, habremos festejado ese maravilloso cuento con un buen vaso de vodka. Sí, seguro, no creo que lo sueñe, debió ser así. ¿Stolichnaya o Wyborowa?… Estoy convencido que, de alguna manera, el Conejo sabía que el mundo que soñábamos y las organizaciones que creábamos tenían algo de ese zoológico. ¿A qué cielo emprendió su viaje, cuando se levantó en el aire? No lo sé. No tiene sentido, ningún sentido, figurarse cuál habría sido el porvenir de Fernando si su vida no hubiese sido cortada por la tragedia ese 9 de septiembre. Las historias que ya no le fue dado escribir, los periódicos que ya no pudo impulsar, las acciones políticas que ya no…
Y sin embargo, más allá de su legado material, de todo lo que organizó y todo lo que escribió, hay un sentido ético que nos queda de él, que viene con su memoria: ese sentido de la justicia, de lucha por la justicia, que no tiene término. Lo evoco con una mezcla de alegría por lo que nos dio, y de tristeza, y no puedo contener una lágrima que va a caer en la copa de brandy, en esta noche, cuarenta años después…
Septiembre de 2018
[Publicado originalmente en http://conejovelasco.blogspot.com]