Entrevista publicada en el libro Trasiegos. Ensayos sobre poesía y crítica, 2018.
Iván, he leído que consideras que es en la etapa adolescente cuando las personas descubren si tienen «madera» de poeta o no, y que muchas veces puede ser clave el contar con un maestro o guía para desarrollar esa vocación, lo que me lleva a pensar en los talleres de poesía. ¿Consideras que es importante para quien quiere escribir poesía el formar parte de un taller dedicado al estudio, crítica o lectura de la misma?
En efecto, creo que es durante la adolescencia cuando la mayoría de los seres humanos toman conciencia de sus talentos, y esto pasa también con los poetas. Desde luego, es probable que un determinado talento aflore más tarde en el curso de la vida. En cualquier caso, nada asegura que se sea mejor poeta en la adolescencia o juventud, aunque nos sorprendan poetas adolescentes o muy jóvenes como Rimbaud o Keats, o por el contrario, que llegue a ser o se siga siendo gran poeta a una edad avanzada, como Whitman, Cafavis o Pound.
Ahora bien, el talento requiere de ciertas condiciones para desplegarse, de otra manera puede frustrarse. Considero fundamental la educación, pero no restringida al tránsito por la escuela, desde el jardín de infantes a la universidad. Se necesita un contexto que eduque al individuo a fin de permitirle desplegar sus talentos. Esta es la importancia decisiva de la educación o de la formación. Más que de «maestros», considero que se necesita contar con un ambiente que propicie la toma de conciencia de las potencialidades que afloran en el joven poeta. Muchos poetas se formaron en ambientes familiares donde había personas con experiencia lectora, o en escuelas donde algún profesor supo guiar al joven poeta en sus lecturas y observar críticamente sus primeros textos, pero también es posible formarse en las tabernas, y hasta en la cárcel. Brodsky dice que aprendió más, en relación con el lenguaje poético, en la cárcel que en la escuela.
En mi formación, fueron decisivas algunas pistas de lecturas aprehendidas en el colegio, cuando descubrí, a más de Homero, Dante, Shakespeare y Cervantes, a los principales poetas españoles de los Siglos de Oro, a Baudelaire, Darío, Carrera Andrade, Dávila Andrade… Hacia los dieciséis años recibí de mi padre un par de regalos invalorables: Hojas de hierba, de Whitman, en la traducción de Francisco Alexander, publicada en Quito, y Poemas humanos, de Vallejo. Luego vino mi contacto con los poetas del grupo Tzántzico, que tuvo una intervención renovadora en la vida cultural de los años sesenta del siglo pasado en Ecuador, aunque en rigor no fui un tzántzico, pues me puse en contacto con ellos cuando el grupo se estaba deshaciendo. Ellos fueron muy críticos con mis textos, en especial Ulises Estrella, Rafael Larrea y Humberto Vinueza. El círculo de amigos escritores ha sido para mí una fuente de dones: escucho sus criterios, discuto con ellos aspectos que tienen que ver con la creación literaria, nunca pu- blico un libro sin haber recibido sus comentarios. El taller es una posibilidad, pero también lo es la formación de grupos para im- pulsar una revista, por ejemplo.
Si bien publicaste poemas desde los quince años, tus primeros poemarios, Poemas de un mal tiempo para la lírica y Del avatar, los publicaste bordeando los treinta años. ¿En qué momento tuviste la «revelación» o asumiste a conciencia plena que lo tuyo era el escribir poesía y que, en adelante, no serías solo Iván Carvajal, sino el poeta Iván Carvajal? ¿Cómo asimilaste esa, si se quiere, nueva condición?
Publiqué mis primeros poemas en un periódico de Quito y, bajo seudónimo, en una revista escolar. Por suerte, creo que es- tán definitivamente perdidos. Luego aparecieron dos poemas más en Procontra, revista del Frente Cultural, en 1970. Del avatar apareció en 1981, pero los poemas ahí recogidos fueron escritos entre 1971 y 1977. Entregué el libro a la editorial de la Casa de la Cultura de Guayaquil en 1978. Escribí Malos tiempos para la lírica entre 1978 y 1979, pero este poemario apareció en la editorial de la Universidad Central de Quito en 1980, cuando mi primer libro aún esperaba su turno de impresión en Guayaquil. Es de- cir, esos dos libros recogen los poemas escritos a lo largo de una década.
Con relación a ello, en una ponencia tuya titulada «¿Quién es el poeta?», comentas que «tiemblas» cuando alguien te llama poeta, que sientes un extraño rubor y una secreta inquietud, pues nunca te ha sido fácil presentarte en público como poeta. ¿Qué tan difícil es cargar con todo aquello que para el público en general, y para el propio autor, significa el ser poeta?
En verdad, cuando me interpelan o me presentan como «el poeta Iván Carvajal» siento angustia, aunque muy temprano haya percibido esa especie de llamado de la palabra poética, cuando comencé a borronear versos. Hay dos aspectos que se vinculan en ese temblor. El primero, en la apelación hay algo semejante a una condición profesional. Pienso que si bien la poesía demanda «oficio», es decir, trabajo y técnica, y por tanto aprendizaje, experimentación y reflexión, no es de ninguna manera una profesión, e incluso no necesariamente es una actividad permanente. Se es poeta mientras se escribe poesía. Y añadiría, también mientras se lee poesía. Hay un momento en que se toma conciencia de cierto destino que nos hará lectores o escritores de poesía, eso sí, y ese momento instituye una fe en la poesía, que es en esencia una fe en el lenguaje y en su poder para construir e imaginar mundos. Mi profesión es más bien la de profesor (fíjate en la proximidad de las dos palabras, ser profesor implica cierta profesión de fe), además, obtuve un doctorado en Filosofía, aunque tampoco me considero «filósofo», de ninguna manera. La filosofía me ayuda a mantenerme crítico ante todos los sistemas de creencias y conocimientos, incluidos las creencias y conocimientos que tengo o creo tener. La filosofía sirve ante todo para desconfiar de las verdades, de los sistemas, de las convicciones. Tiemblo si me llaman «maestro», pues es justamente lo que no quisiera ser, de ninguna manera, un «maestro», por las connotaciones de poder y control que implica el término, por su uso religioso o político, o aun artístico o científico. Espero no tener «discípulos», sería desastroso.
El otro aspecto implicado en el «temblor» tiene que ver con la responsabilidad frente a los poemas que están ya fuera de mis manos, que son públicos. Esa relación con el poema que lleva tu firma, que en rigor ya no te pertenece, pero sobre el que te sientes responsable, sobre el cual los lectores y críticos te asignan una responsabilidad, es inquietante. Añadiría que en algunos círculos se crea además una especie de culto al poeta, y en esa especie de culto caen sin duda muchos poetas, algunos poetas de verdad, otros simplemente impostores, que van por el mundo, muchas veces como representantes de burocracias estatales, luciendo esa especie de título nobiliario. Creo que solo frente a los poetas muertos o los grandes poetas vivos cabe tener esa especie de culto, pero tratando siempre de profanar sus poemas, es decir, de volverlos profanos, de quitarles el aura de lo consagrado. Cuando en algún texto crítico te citan como poeta, eso es desde luego halagador. Pero no es el apelativo, sino la consideración de los poemas lo que cuenta.
En aquella misma ponencia afirmas que: «…el poeta surge con el poema en el acto de escritura. Luego el poeta se retira…»; es decir, el poeta es poeta mientras escribe, y cuando no lo hace, no existe temporalmente como poeta. ¿Quién es Iván Carvajal el poeta? También mencionas que «El poeta escribe en apertura a otro», dará vida al poema, como has dicho, quien le dé su aliento al leerlo; por ello te pregunto además, ¿existe alguna diferencia entre Iván Carvajal el poeta e Iván Carvajal la persona de carne y hueso?
¡Qué pregunta más difícil e inquietante! Afirmo de manera enfática que el poeta existe en el acto de escritura. Y, añadiría, en el acto de lectura. Hay un texto que soporta al poema, el cual es resultado de una actividad de escritura, y, por tanto, también de lecturas, pues la escritura siempre es resultado de lecturas, aunque también de la experiencia vital del individuo que escribe, de sus sueños, obsesiones, deseos. Pero el poema, para realizarse, para concretizarse como poema, necesita del lector, que no es un lector pasivo, sino activo, pues pone en juego sus relaciones con el lenguaje, con la palabra poética, con la cultura, con la experiencia vital, para dar curso al sentido del poema. Si hoy no escribo poemas, aunque los haya escrito en el pasado, no estoy siendo poeta, en el sentido de poeta-escritor, aunque por momentos sea poeta-lector.
Sin embargo, es la segunda parte de tu pregunta la inquietante, la que es difícil de responder. La pregunta pone en juego una concepción sobre lo que es la existencia. Ya la filosofía existencial ponía el acento, desde Heidegger o, más precisamente, desde Sartre, en que solo al final de la existencia esta cierra su sentido. Más aún, yo añadiría que cada historia individual es una sucesión de mutaciones, de «muertes» y «resurrecciones», tanto en el plano físico como en el psicológico, en el ético, en el estético. Cambiamos de creencias, dejamos atrás convicciones que creíamos arraigadas muy hondo en nuestro ser. Lo característico de nuestra época es que somos seres desarraigados, y eso me parece maravilloso. Desarraigados, trashumantes, cambiantes. Ya no somos bardos ni vates ni trovadores.
Nuestra «tribu» no tiene fronteras. Y no olvidemos que estamos aquí para cuidar del lenguaje de la «tribu». Si eso es así, la relación entre la persona de carne y hueso y el poeta debería entenderse a partir de que el poeta, si de verdad lo es, está en sus poemas, pero también los poemas lo hacen, lo trasmutan. Lo desarraigan de un territorio mental, de un ámbito vital, para llevarlo hacia otro. Identidad y diferencia, al fin y al cabo. Pero en la carne y en el hueso hay otras facetas de la existencia. ¿Cómo interactúan estas con la condición de poeta? Supongo que esta es una circunstancia general de los seres humanos, la interacción entre sus distintas facetas y posibilidades. Algo de eso es lo que late en el cuento «El posible Baldi», de Onetti, o en «Borges y yo», de Borges.
Desde finales del siglo XiX hasta hace algunas décadas la poesía en Occidente se renovó de modo incesante, hubo nuevos procesos de creación y nuevas formas de expresión poética, se vinculó a la poesía con otras artes, etc. Sin embargo, tengo la impresión de que esa innovación constante en la poesía se detuvo a finales del siglo XX. ¿Consideras que ello es así? ¿A qué podría atribuirse en todo caso ese «estancamiento» en la innovación de propuestas creativas en la poesía?
No estaría tan seguro de esa parálisis, aunque es posible que no advirtamos aún las transformaciones que tal vez se estén operando. Creo que en todos los órdenes del pensamiento y la imaginación asistimos a un proceso muy vertiginoso y drástico de cambios que proceden de las nuevas formas de interacción entre los seres humanos, que provienen de las tecnologías actuales, de las mutuas influencias entre culturas, las fusiones, la mundialización. La revolución poética del siglo XIX sintetiza de alguna manera los cambios técnicos que provienen de la imprenta, de la tipografía, de la urbanización y los medios de transporte a vapor. Está relacionada con la revolución industrial. Ello produce un mundo que cambia modos de percepción, de imaginación y comportamiento. Pero fíjate lo ridículo que sería hoy un poeta disfrazado de dandy. ¿Qué puede ser un flâneur en nuestros días? Para Baudelaire, como se ha dicho, el amor deja de ser «amor a primera vista» y pasa a ser de «última vista»: la visión de una mujer que sube a un carruaje, a quien no has visto antes y a quien no volverás a ver. Mallarmé distribuye el poema en la página y utiliza las posibilidades de la tipografía en Golpe de dados. Eso lo puedes hacer hoy sin dificultad en la computadora, como un juego. De esa revolución se beneficiaron las vanguardias. A ello se añadirían, desde luego, algunos campos del saber que se desarrollaron a fines del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, como el psicoanálisis, la etnología, la lingüística, la semiótica. Hoy se operan transformaciones múltiples en la vida cotidiana, en la percepción de los objetos, en la recepción de informaciones, que a la vez de contener enormes riesgos para la formación cultural de los individuos, son por otra parte posibilidades inéditas para la escritura. Cuando comencé a escribir Inventando a Lennon vivía en México, y la complejidad, los laberintos de esa ciudad, su magia, se combinaron con la experiencia del video-clip. Traté de que el libro fuese una especie de sucesión de video-clips verbales, a la vez que reprodujese las múltiples voces de trenes, calles y mercados que podía oír o las imágenes que podía ver a la salida de un estadio. ¿Cuántos jóvenes perciben hoy de manera distinta un video-clip?… No sé qué puedan hacer ustedes, los poetas jóvenes, con los nuevos recursos expresivos. Las máquinas actuales están cambiando las formas de imaginar, de memorizar, de escribir y seguramente de pensar. Hay riesgos de pérdida para la palabra poética, pero a la vez hay nuevos instrumentos de expresión ape- nas explorados.
Frecuentemente quienes no leen poesía arguyen que si es así, es porque no pueden acceder al mensaje al tratarse de textos densos que se vuelven impenetrables, caso distinto a la narrativa, que es de más «fácil» asimilación, por lo que existe una separación entre la poesía y el público. ¿Crees que es posible, o incluso necesario (más allá de un idealismo romántico) que la poesía de corte «intelectual», por decirlo de alguna manera, se masifique o llegue a la mayor parte de la población? ¿La poesía debe o puede ser masificada como cualquier producto?
No sé si son más difíciles los poemas de Neruda que la narrativa de Borges. Creo que el gran público accede sobre todo a cierta narrativa plana, sin mayores complejidades, pero se detiene igual ante Joyce o Beckett que ante Celan, ante Kafka que ante Vallejo. No obstante, hay géneros poéticos para grandes públicos. Bob Dylan es sin lugar a dudas un gran poeta, y como él, muchos poetas han utilizado la música para comunicar sus poemas. Son una especie de juglares populares de la época de la multitud, de las muchedumbres, de la sociedad del espectáculo. Además, si bien es verdad que no se editan libros de poesía en grandes tirajes, como sí sucede con la narrativa, que es el género literario predominante en nuestra época, tú encuentras hoy una gran cantidad de sitios de poesía en internet. Si están ahí es porque alguien los lee.
Yo pondría la cuestión en otros términos: para leer un poema «intelectual», para usar tu expresión, se requiere de una formación como lector. ¿Dónde se forma el lector de poesía? Si el sistema escolar y si los medios de comunicación contribuyesen a formar al lector de poesía, no tendríamos esa supuesta dificultad de lectura de los textos poéticos. De alguna manera, hay que combatir la reducción de la comunicación humana al mensaje del teléfono celular o del twitter, sin condenar a estos, por supuesto. Todo lo contrario. Hasta pueden ser vehículos para la circulación de micropoemas. Han demostrado su enorme importancia a la hora de las rebeliones contra las tiranías. Como todo vehículo, llevan lo que carguemos en él. Pero, ¿por qué las páginas culturales de los periódicos deben ser mezquinas con el espacio para la reflexión, el comentario, la crítica? ¿Por qué se ha de dejar de aprender a leer poemas, o a conocer la historia o las formas diversas de la vida en las escuelas? Lo que tú haces con tu blog contribuye a formar lectores, así lo espero.
Desde luego, hay poemas, y en consecuencia poetas, que tienen registros más complejos que otros, porque incluyen en sus textos referencias culturales, históricas o literarias más complejas. Creo sin embargo, y aquí retorno a la situación extraña de nuestra época, que hay una especie de fatiga de la cultura. Cada vez más se aprecia la desnuda tecnología y sus efectos sobre la vida —para prolongarla, para curar y alimentar a los sujetos, para incentivar el productivismo, para administrar y controlar a las personas—, y se restringe cuanto tiene que ver con la aprehensión de la historia, de la riqueza cultural del pasado, de la diversidad creativa de los seres humanos. No obstante, frente a ello no cesa- mos de reaccionar, de rebelarnos. Quizá en el campo de la mú- sica se realicen actualmente las creaciones más interesantes con auditorios enormes, quizás en el cine. Ello no implica que no se escriban grandes poemas, en prosa y en verso. La preocupación es válida, ciertamente, para el caso de la poesía en verso, para la lírica.
En una entrevista comentaste que a veces los libros son la llave para descubrirnos como poetas. En torno a ello, un sector de los poetas peruanos considera que, por el contrario, no es del todo necesario leer a otros poetas para escribir poesía, y menos aún leer a los poetas consagrados, pues son los poetas del canon y, según su opinión, se debe romper el canon. ¿Consideras que es importante o necesario que quienes escriben poesía lean a otros poetas para nutrir su propia obra o para que esta evolucione?
Sí, categóricamente sí. Es necesario. No sé cuándo se puso de moda esa especie de desprecio olímpico, bastante naíf, frente a los grandes clásicos y frente a nuestros propios contemporáneos. Además, no olvidemos que este asunto del canon, de las condenas a lo canónico, viene de la academia anglosajona. Es un asunto que se inicia con las discusiones acerca de los programas de enseñanza de lengua y literatura inglesas. Tenía que ver en principio con un componente razonable: incluir a nuevos escritores, a las expresiones literarias de países que salían del colonialismo, a las mujeres, a las minorías étnicas. Pero me parece que ha derivado en una corriente acrítica, perezosa, ajena a la dimensión histórica, rica y compleja, de las culturas. La gran apuesta es escribir de tal modo que se renueve el canon, o si se quiere, la tradición; no ignorarlos. De otra parte, como decía Borges, la gran aspiración debería ser llegar a escribir un poema y esperar que con el curso del tiempo no solo nos sobreviva, sino que un día permanezca como poema, pero que devenga en la obra de un poeta anónimo.
En la circunstancia socio-política actual de Latinoamérica, y más allá de constituir un arte y de permitirle al autor expresar un contenido, ¿crees que la poesía tiene un rol o una utilidad práctica como, por ejemplo, en el discurso político, en la creación de una conciencia social, en la crítica o denuncia de una situación, etc.? De ser así, ¿cuál crees que debe ser el papel que le cabe a la poesía en lo social?
El arte tiene una función crítica y de autoconocimiento de los seres humanos. No participo de la idea de que el poema pueda tener una función social pragmática, y menos en el campo político, tal como se suele entender la política, es decir, como las luchas por el poder estatal. Hay desde luego, a mi modo de ver, una política de lo poético, que nada tiene que ver con ese afán de poderío social, estatal, económico. Muy joven aún escribí el ensayo «Temas, escenarios y entretelones de la literatura comprometida», que se publicó en la revista La bufanda del sol, en el cual expuse mi posición, que he mantenido a lo largo de cuatro décadas, sobre la autonomía de la poesía respecto de la actividad política. Hoy iría aún más lejos en esa vía, pues creo que la poesía per se tiene un sentido político. Lo tiene tal vez desde Platón, desde el momento en que excluye al poeta de la polis. Ahí se inicia la función política de la poesía: la insistencia en una repartición distinta de lo político, la apelación a la alteridad, la incesante invención de mundo, de lenguajes.
Suelo definirme políticamente como un hombre de izquierda «extrema», si por tal extremismo entendemos no los métodos violentos de lucha, no el vanguardismo y tampoco la inclusión en un partido, y todavía menos el ejercicio finalmente despótico del poder, sino la actitud anticapitalista, democrática, igualitaria, libertaria e incluso antiestatista. Pero a la vez pienso que el poema es ajeno a cualquier propósito doctrinario, ideológico, propagandístico. De cualquier doctrina: religiosa, política, moral. Esto no quiere decir, por supuesto, que en los poemas no se plasme aquello que Hobbes y Spinoza llamaban pasiones o afecciones del ser humano: sus pasiones, deseos, delirios, obsesiones, imaginarios. Creo que la gran poesía, y el arte en general, tienen una función política muy singular: convocan «democráticamente», sin imponer ninguna moral, ningún principio, sin búsqueda de ninguna ganancia, sin voluntad de poder, al lector, auditor o espectador. Invocan al lector, auditor o espectador críticos y creativos. No importan en este sentido las convicciones políticas del autor o artista: Juan de Yepes, Góngora o Quevedo, Pound, Borges, Celan, Vallejo, Neruda, Ajmátova, Holan o Herbert. Sus poemas están ahí, llenos de historia, plenos de sentido.
Yendo a tu obra poética en sí, encuentro que tu poesía se sirve de imágenes biográficas y ficticias, de una superposición de voces que, junto a la tuya como autor, deambulan en tus poemarios y, entre otras cosas, de una escritura que en apariencia se muestra espontánea, pero que entraña la exigencia de una reflexión mayor al lector para la interpretación de tu propuesta poética. En ese sentido, ¿consideras que compartes temas o una forma de expresión o de acercamiento a la poesía con otros poetas? ¿Sientes que tu poesía se vincula de algún modo a la poética de otros autores o al- guna tradición poética en particular?
Para responder a tus preguntas debería señalar mis deudas y lo que, siguiendo el hilo de la respuesta a la anterior pregunta, podría llamar aquí una cierta política de la poética. Para mí, el poema siempre implicó una interlocución abierta, sin fin —en el doble sentido de no tener ni propósito o estrategia o meta, ni tampoco término—, en el curso de un ir y venir de poemas y fragmentos, los que he leído, los que he escrito, y una interlocu- ción también del poema con el lector. Prefiero la palabra interlocución a diálogo, porque por una parte no hay retorno de la palabra desde el lector al poeta, y por otra, por las connotaciones dialécticas, de síntesis o superación, de las que es preciso despojarse. He utilizado fragmentos de mi autobiografía, fragmentos de mensajes escuchados en distintos escenarios —bares, cafeterías, autobuses, trenes, aeropuertos, mercados—, coloquios recogidos en la vida cotidiana, fragmentos historiográficos, frases hechas, filosofemas, fragmentos discursivos científicos, o al menos de divulgación científica. Y por supuesto, están los poemas y los poetas «canónicos». Hay en mis primeros poemas citas, a veces directas, otras veladas, a menudo irónicas, de la Biblia, de Homero, Dante, Góngora, Quevedo, Shakespeare, Whitman, Mallarmé, Pound, Eliot, Neruda, Girondo, Paz, Alfredo Gangotena… Muchos otros. Cuentos infantiles, Las mil y una noches. Piezas musicales, cuadros, filmes… He sentido siempre un extraño rubor ante la posibilidad de citar al más entrañable de mis poetas «canónicos», César Vallejo… Y por ahí vienen temas, formas de expresión, incluso versos. He tratado de seguir como pauta la inquietante afirmación de Rimbaud: «Yo es un otro». Esta es toda una política de la poética: no escribo para afirmar un Yo, sino para hacer del Yo poético, del protagonista poemático, una multitud. Una sucesión de yoes en constante mestizaje y mutación. Se puede hacer lo mismo, claro está, creando la ficción de un único Yo múltiple, complejo, ese es el legado de la «democracia poética» que nos dejara Whitman con su Canto a mí mismo. O incluso convertir al Yo en una vastísi- ma biblioteca, como en el caso de ese Yo que construye Borges a lo largo de su obra, y a quien llama Borges.
En cuanto a tu forma de trabajo, ¿cómo compones cada poemario dentro de tu obra?, ¿fijas un tema, planificas una estructura para el poemario y escribes los poemas, o simplemente escribes sin pensar en estructuras y al final reúnes todo asumiendo que el tiempo y las circunstancias personales de cuando escribiste aquellos textos le proporcionarán la unidad u organicidad al poemario?
Si se repara en mis poemarios, se puede advertir que en algunos casos contienen varias secciones de poemas en las que prima cierta unidad por su temática y su expresión: Del avatar, La casa del furor. El libro es en este caso la colección de estas secciones, algo diferentes entre sí. Otros poemarios son un solo poema, que consta de varios fragmentos: Los amantes de Sumpa, Ópera, fragmentos que no cabría incluirlos en ninguno de mis otros libros. En el caso de Parajes y de Inventado a Lennon, a pesar de que constan también de secciones, son el resultado de cierto plan inicial, más bien una «idea» bastante borrosa o esbozo de lo que sería finalmente el poemario. En el primer caso, tal esbozo tenía que ver con la evolución de la conciencia desde lo más inmediato, pasando por el entorno «físico», «natural», hasta alcanzar la apertura a lo histórico, lo erótico y la inquietante posibilidad de la muerte. Es el camino de lo que llamaría la formación de la intimidad. En Inventando a Lennon, como apunta Juan González Soto con precisión, tomo un significante, el nombre de un ídolo mediático, que es también un artista, poeta y músico que he admirado, para «inventar» un curso biográfico desde el nacimiento a la muerte, que permanece como hilo conductor y casi en la sombra a lo largo del libro. Pero, ¿se trata de una biografía poética de Lennon? Sí y no. Porque Lennon también es una multiplicidad de voces, de imágenes, de sombras, de espectros que cruzan el poema. También están mis propias figuras espectrales.
Luego de publicar en 2001 Tentativa y zozobra. Antología 1970- 2000, que nos ofreció una amplia muestra de tu poesía, y en 2004 tu último poemario publicado, La casa del furor, ¿estás trabajando algún proyecto en poesía que esté próximo a publicarse tras siete años de «silencio poético» en los que te has dedicado a publicar ensayos?
Apenas si tengo algunos apuntes y sobre todo algunas sensaciones de lo que podría ser un nuevo ciclo de mi escritura poética. Creo que necesito autoexiliarme de Ecuador. Tendré que esperar todavía un par de años para poder hacerlo, espero seguir con vida para entonces. Y espero encontrar un buen lugar en alguna otra parte del mundo.
Finalmente, Iván, hace unos años los lectores peruanos pudimos acercarnos a la poesía ecuatoriana gracias a la publicación en nuestro país de la antología Poesía Perú-Ecuador 1998-2008, una recopilación que reunió una muestra de la obra de poetas peruanos y ecuatorianos consagrados, y de los poetas de ambas nacionalidades cuya obra es más reciente. Pese a ello, la poesía ecuatoriana es todavía muy poco conocida en el Perú. ¿Esta situación está cambiando? ¿Qué poetas ecuatorianos consideras fun- damentales para quienes queremos vincularnos con la poesía de tu país?
Ante todo, permíteme poner en cuestión aquello de «poetas consagrados». ¿Quién o quiénes consagran a los poetas? Digamos que los reconocemos como parte de una historia de la poesía. Los poetas ecuatorianos hemos sido bastante fieles a la antropofagia, en el sentido que daba al término el poeta brasileño Oswald de Andrade. Devoramos cuanta poesía nos llega. Yo he leído a lo largo de mi vida a muchos poetas peruanos, no solo a Vallejo, a cuya obra recurro con la misma fe con la que otras personas recurren a la Biblia, al Corán o al I Ching, aunque no en búsqueda de profecías o de pautas de comportamiento, sino como a un pan para el espíritu, o como al oxígeno, por decirlo de alguna manera. He leído con entusiasmo a Eguren, Westphalen, Moro, Blanca Varela, Eielson, Delgado, Sologuren, Watanabe, para hablar de los muertos. Y en cada ocasión que visito Perú retorno con libros de poetas peruanos, Cisneros, Belli, Martos, Lauer, Hildebrando Pérez, Hinostroza o Montalbetti. Mantengo contacto permanente con Renato Sandoval, y eso me permite conocer a nuevos poetas. Sin duda, para muchos ecuatorianos el poeta peruano de su referencia es Cisneros, así como para muchos peruanos el poeta ecuatoriano de referencia es Adoum. Hay ahora, gracias a la iniciativa de un joven editor peruano de Arequipa, una editorial, Huesos de Jaiba, que ha publicado a varios poetas ecuatorianos jóvenes, y ello ha creado una especie de cofradía entre esos poetas ecuatorianos y algunos peruanos, lo que debe alegrarnos.
Sin embargo, me gustaría que se conociese más a tres poetas ecuatorianos, para mí fundamentales: Jorge Carrera Andrade, Alfredo Gangotena y César Dávila Andrade. Y también a Gonzalo Escudero, Jorge Enrique Adoum, Francisco Granizo, Efraín Jara Idrovo, Carlos Eduardo Jaramillo, Humberto Vinueza, Alexis Naranjo, Javier Ponce, Mario Campaña, Roy Sigüenza.