El visionario Sócrates Ulloa

Visita al estudio del pintor, 2002.

“No tengo ningún papel predestinado, pero creo en el azar y sobre todo en la intuición humana. Me parece que la intuición es la base fundamental del arte”, decía Sócrates Ulloa en la apertura de una exposición de su obra pictórica en Guayaquil (año 2000). Ante su obra, el espectador contempla el movimiento de las formas, la distribución de los colores, el tránsito de un cuadro a otro, en una sucesión que de hecho está ordenada por el conjunto, dado que cada cuadro deviene fragmento de un compuesto mayor en que se inscribe. ¿Cuál es el límite, el marco dentro del cual debemos percibir el movimiento o las figuras? Tensiones entre el marco rectangular limitante y las espirales que escapan por líneas de fuga hacia otros rectángulos; contrapunto entre la fuerza centrífuga hacia el centro del cuadro donde parecen precipitarse los danzantes y su salto hacia fuera, hacia su repetición en otro cuadro. ¿Es obra del azar?, cabe preguntarse. ¿No hay acaso un juego preciso de contrastes y repeticiones que pretendería anular el azar? Cada gesto pictórico parece haber sido lanzado en la reiteración de la apuesta, como si con el lanzamiento del dado se pretendiese abolir el azar.

Pero el azar al que se refiere Ulloa en el mencionado texto de apertura de su exposición del año 2000, tiene que ver más bien con aquellos momentos cuando tuvo que tomar decisiones acerca del rumbo de su vida, es decir, de escoger su “destino”: así, en un momento decisivo en su juventud y en Buenos Aires, opta por la pintura y no por la música, aunque el músico continúe en él casi como a la sombra del pintor, una sombra que incluso exige marcar el ritmo en los teclados de sus homenajes a Piazzola y el tango. ¿Será obra del azar también el que decida juntar la arquitectura a la pintura, que opte por dos artes de la visión en una doble elección que privilegia el ojo ante el oído? Mas, ¿cuánto de azar queda en el arte, en el gesto artístico, en un cuadro, en la forma artística? Quizás la arquitectura sea el ámbito donde el artista menos pueda entregarse al azar. Pongamos un ejemplo que nos viene a la mente: la cúpula del Duomo de Florencia de Filippo Brunelleschi conjuga en su exacto momento el cálculo, la experimentación, la audacia y la intuición. ¿Qué ha quedado librado al azar? Tal vez nada en cuanto se refiere a la necesidad matemática, al número y la posición de cada elemento. ¿Pero qué necesidad, se preguntaría el escéptico, qué necesidad tenía la humanidad de que exista Florencia?, ¿qué necesidad hay del Duomo?, ¿qué necesidad existe de ese periodo extraordinario que hace de la ciudad del Giotto y del Dante, de Leonardo, Miguel Ángel y Maquiavelo, una condición histórica de nuestra propia manera de ser, acá y aún hoy, al parecer tan distantes en el tiempo y en el espacio? ¿Qué necesidad hay del arte? Pero cuánto más pobre sería nuestra existencia sin el arte. 

En otro sentido, cada artista se sabe sometido a la necesidad: su actividad depende de la técnica, del material y sus posibilidades, de lo que se puede hacer con el óleo o con la pintura automotriz, en el caso de Sócrates Ulloa, del talento personal y la capacidad de invención. El artista se educa, se somete con implacable necesidad a ciertas pautas que encuentra para sí. Y Ulloa es un pintor metódico: miramos algunas muestras de su trabajo como dibujante y nos sorprende esa especial dedicación suya por los aspectos técnicos de su trabajo, su paciente pero constante trazo. Ahí no reside el azar, sino tal vez en el momento de la intuición. Esta conjuga en imagen lo que perciben los sentidos.

Aunque sea el azar quien lleve al pintor hacia la hípica, en el hipódromo se pone en alerta la intuición del pintor. El ojo del artista sabe hacia dónde dirigirse para obtener la visión. Capta el movimiento de esas patas poderosas, de esas crines que se elevan al chocar con el viento, de esos lomos que revelan el ritmo vital de los exigidos músculos. La intuición es entonces visión que plasma el ritmo de las formas pictóricas, que contiene el movimiento pero no en la rigidez sino en la flexibilidad que despierta en el ojo del espectador esa pasión del espléndido animal en carrera, esa tensión del jockey que en breves segundos de lucha se lanza contra el azar en procura de vencerlo. También aquí se da la repetición: una vez y otra se reitera la apuesta, el esfuerzo del animal y su jinete unidos en esa extraña pasión de la carrera. La visión no se reduce nunca a la mera reproducción formalista de los caballos en carrera y sus jinetes; en la visión se intuye la pasión vital. En el momento de plasmarse como forma pictórica, la intuición deviene necesidad, trabajo metódico durante semanas, durante los meses en que se configura una serie. Y ahí veremos al pintor del parque de Santa Clara, en su balcón, luchando con los materiales que tiene a mano para colocar el trazo exacto, y la fuga que repite sus contrastes de un cuadro a otro.

La intuición es visión. Pero la visión no es un mero mirar por un instante un objeto cualquiera, incluso si ese mirar atiende al contexto, sino que implica una detenida contemplación del objeto en su entorno espacio-temporal y su proyección sobre quien contempla. La visión es colocada por el ojo; mientras más contempla, mientras más mira, el ojo se torna profundamente visionario. Hace que el objeto venga hacia lo íntimo. El pintor tiene ojos privilegiados, nos hace mirar, nos detiene en la visión, y con ello nuestros ojos participan de ese instante de la intuición privilegiada, de los trazos que los ojos y las manos del pintor han sobrepuesto para detener el instante. Pero en el caso de Sócrates Ulloa tenemos además al músico como sombra del pintor. La visión se torna, gracias a ello, como si el trazo hubiese sido lanzado hacia la captación del sonido. Colocados ante los cuadros de las series dedicadas a músicos y al tango, o a la fiesta, la visión deviene evocación de sonidos, memoria de los instantes capturados gracias a la magia del sonido del bandoneón o del piano de un Piazzola.

Visión y música evocada se unen a su vez a la danza. Cadencia, los cuerpos en movimiento se someten al ritmo de la música, el músico trasmite su potencia al danzante, la danza deviene giro, espiral, fuga hacia otro lugar, hacia otro cuadro. Los sentidos se juntan en la explosión de la fiesta, se convoca a las potencias dionisíacas, la visión trae la orgía para exponerla extáticamente, como flujo de la vida que se enfrenta a la muerte, nunca presente en estos cuadros orgiásticos, pero que se anuncia en contraste como silencio y ausencia, y aun en la burlona mueca de algún danzante. 

Y así mismo asistimos, gracias a la mirada y la pasión configuradora de las manos de Sócrates Ulloa, a la sucesión de círculos que deviene una espiral en fuga hacia el infinito, que es lo que el ojo contempla e intuye en su serie de ciclistas. O la sucesión de cuerpos de caballos y jinetes que se lanza en estampida dentro de un movimiento en que la velocidad, que es aquello que al parecer contemplamos, no está en el cuadro sino en la visión que emana de él. Eso sucede también con los danzantes que en apariencia irían a confluir en el centro del cuadro, en movimiento centrípeto, pero que de pronto saltan de un cuadro a otro. 

En otra serie, la imaginación recrea el pueblo de la infancia. ¿Existe en algún lugar ese pueblo de la infancia?, podría preguntarse el realista indomable. ¿Pero qué pueblo de la infancia existe más allá de lo que crea la memoria con los restos del recuerdo, con las sombras amables o terribles de otro tiempo? Ulloa ha visionado su pueblo de la infancia, Ventanas en la provincia de Los Ríos, a lo largo de muchos años. Ahí lo tenemos, con sus parques, su río, sus muchachas, las casas con sus persianas: una visión que acoge a aquellos pueblos costeños del Ecuador que ya desaparecieron. Se podría decir que la visión los trae de vuelta desde su muerte hacia el espacio en que se repite y se renueva la vida, en la repetición de sus huellas en los trazos que van de cuadro a cuadro. Un pueblo lleno de colorido, de fulgores, alegre, surgido de las visiones que intuye el pintor jovial que tiene al músico como su sombra.