En la tragedia de Shakespeare, Fortimbrás y su séquito llegan de Polonia para poner orden en Elsinor, luego de la crisis provocada por Hamlet que acaba con él y con la familia real. “Lo demás es silencio”, ha dicho Hamlet y ha pasado a ser ese espectro que recorre la Tierra desde hace cuatro siglos: figura de la angustia, la melancolía, la incompetencia para la vida. Siempre gesticulando, como si dormido cazase quimeras…
Uno de los grandes poetas de nuestra época, Zbigniew Herbert, repara en cierta debilidad de la última escena y suspende la caída del telón para que Fortimbrás pronuncie una “elegía”. Fortimbrás quisiera hablar con Hamlet de hombre a hombre, pero tiene ante sí a un muerto.
¿Podría haber hablado Hamlet “de hombre a hombre”? Ahora yace ahí, tendido, con sus manos tan indefensas y tan incapaces para obrar como ya lo eran en vida. Hamlet es, en estricto sentido, el Soberano: intocable, sagrado. E inoperante, pues carece de obra y de finalidad.
La elegía clásica conjuga la despedida (¡adiós!, ¡hasta siempre!) y la alabanza del muerto, aunque suele incluir un sermón para aleccionar a los vivos. Herbert introduce un giro irónico, pues el sermón se dirige en este caso al muerto: Fortimbrás reclama al soberano por su inoperancia.
La glorificación no es menos irónica, pues ahí yace Hamlet en las escaleras, como si mirase un hormiguero. Esta glorificación irónica roza la profanación. El hosco Fortimbrás, que se ha forjado en la dureza de la guerra, no puede dedicar finezas al soberano. Cuando más le organizará un funeral de soldado, aunque no haya sido soldado. Nada de canciones ni de cirios, basta un poco de ruido, unas salvas de artillería.
Paz en la tumba de Hamlet, que deja el trono vacío. En cierto modo, el trono siempre ha estado vacío, si se considera que quien lo ocupa debe hacerse cargo de la economía, del gobierno. Es lo que reclama Fortimbrás a Hamlet: ahora que el soberano ha muerto, será él quien tenga que encargarse de regular las prácticas sociales: el sistema de higiene, el destino de prostitutas y de vagabundos, las prisiones; en suma, el ordenamiento de la ciudad para el bien común. Fortimbrás deviene gobernante, estadista.
Para él, lo demás no es silencio. Al pronunciar su adiós al príncipe, parece sentir el peso del gobierno sobre sus espaldas. Hay que reconstruir Dinamarca, edificar el Estado, lo que implica la organización de un sistema de administración y control social centralizado, que copa la totalidad del territorio, de la economía y el gobierno de los súbditos. Forma gubernamental que Foucault advierte en los regímenes monárquicos de los siglos XVII y XVIII, y a la que denomina “razón de Estado” o “Estado de policía”.
Para gobernar, Fortimbrás debe ocupar el trono que ha quedado vacante, pero el espectro de Hamlet no dejará de actuar en su torno. Antes de sentarse en el trono, Fortimbrás debe ser coronado en la iglesia y recibir el cetro de manos del obispo, debe ser aclamado por el pueblo en la plaza. “El rey ha muerto, ¡viva el rey!”. Sin glorificación, sin actos que invistan al soberano, no podría hacerse cargo del gobierno y, por consiguiente, de la economía.
El giro revolucionario moderno intentó “devolver” la soberanía, el poder y la gloria al pueblo. Desde Rousseau y el liberalismo se debate en torno de dos formas de ejercicio de la soberanía del pueblo: la democracia directa –asamblea cantonal, plebiscito, soviets, la utopía de la democracia comunitaria– y la democracia representativa –sistema electoral, asamblea constituyente, parlamento, división de poderes, revocatoria del mandato, la utopía de la democracia liberal.
Sin embargo, la soberanía es un lugar vacío. Los representantes y mandatarios tienen autonomía en sus acciones de gobierno respecto de sus electores. Esa autonomía puede llevar a que se gobierne de espaldas a los electores, contra su interés, o contra el interés de la mayoría, al punto de que puede ser denunciada incluso por quienes ocupan la posición de Fortimbrás (Obama cuestionando a “Washington”).
Por el lado de la revolución, la soberanía cesa cuando el aparato burocrático del Estado, que además coincide con el aparato del partido, cancela la diferencia y suprime la posibilidad de partición (y de tomar parte) dentro de una comunidad clausurada. La democracia directa deviene a menudo en aclamación del dictador, del caudillo (“¡Heil, Hitler!” y semejantes).
En todo caso, la transferencia simbólica de poder desde el soberano al gobernante requiere de la glorificación: investiduras, rituales, liturgia. En la era de la telemática, las pantallas y los medios electrónicos, no hay glorificación sin espectacularidad. Pero, ¿cómo se articulan el poder, la soberanía, la gloria, con el gobierno y la economía?
Giorgio Agamben ha dedicado un estudio excepcional a la genealogía de la economía, el gobierno y la teoría moderna de la soberanía, El Reino y la Gloria. Esa genealogía se sustentaría en una antinomia, que sin embargo resulta funcional: la teología política (la trascendencia del poder soberano) y la teología económica (la economía de la salvación, concebida como un orden inmanente). Al hacer la “arqueología de la gloria”, el filósofo italiano se pregunta por qué la alabanza y el ceremonial son esenciales al poder:
“La oikonomia del poder –dice– sitúa firmemente en su centro, en forma de fiesta y de gloria, aquello que aparece desde su perspectiva como la incontemplable ausencia de acción [inoperosità] del hombre y de Dios. La vida humana carece de tarea propia y de objetivo [de un obrar delimitado por una teleología], pero son precisamente esta argia y esta ausencia de objetivo [finalidad] las que hacen posible la operatividad incomparable de la especie humana. El hombre se ha entregado a la producción y al trabajo, porque, en su esencia, está privado por completo de obra, porque es por excelencia un animal sabático. […] el dispositivo gubernamental funciona porque ha capturado en su centro vacío la ausencia de actividad de la esencia humana. Esta inacción es la sustancia política de Occidente, el alimento glorioso de todo poder. Por eso fiesta y ociosidad vuelven a aflorar sin cesar en los sueños y en las utopías políticas de Occidente y de modo no menos incesante naufragan en ellas”. (Agamben, El Reino y la Gloria, ed. Pre-textos, 2008)
La máquina económica y gubernamental se alimentaría de ese combustible inmaterial y glorioso. Tal sería el secreto de la biopolítica moderna, que culmina en el triunfo de la economía y el gobierno y su primacía sobre cualquier otro aspecto de la vida social.
[Publicado originalmente en la revista Trashumante (I), No 1. Marzo 2010. (pp. 5).]