El fin del mundo feliz

Para Immanuel Wallerstein, uno de los resultados duraderos de la revolución mundial de 1968 fue el rechazo de la teoría del progreso inevitable e irreversible que había predicado lo que él llama “vieja izquierda” en sus tres versiones históricas: el comunismo, la socialdemocracia y los movimientos de liberación nacional. La teoría de la historia sustentada en el progresismo fue en sí misma producto del sistema-mundo capitalista. “De ahí que, aunque estos movimientos desde luego movilizaron a amplias masas de gente en contra del sistema, asimismo sirvieron paradójicamente en términos históricos como garantías culturales de la relativa estabilidad política del sistema. La creencia misma en la inevitabilidad del progreso fue materialmente despolitizadora y fue particularmente despolitizante en el momento en el que algún movimiento antisistémico llegaba al poder”.

Esta crítica de la teoría del progreso inevitable e irreversible debe comprenderse en relación con la crisis estructural del sistema-mundo capitalista y la transición hacia un sistema histórico distinto sobre el que nada se puede aseverar con certidumbre. Lo que está en juego, por consiguiente, es una manera de pensar y actuar ante las circunstancias históricas actuales que irrumpe contra la concepción moderna dominante del tiempo histórico, homogéneo y lineal. Esta última es la que permite abrigar la utopía de un mundo feliz como fin de la historia, y en consecuencia justificar el sacrificio del presente en aras del porvenir.

La vieja izquierda en América Latina, que aún hoy encubre sus anacrónicas creencias bajo el ropaje de “socialismo del siglo XXI”, comparte desde luego esta concepción del tiempo histórico con su rival, el liberalismo. También para este la historia es un proceso continuo de expansión mundial de la democracia liberal (elecciones, parlamentarismo, representación, división de poderes), de las libertades individuales y los derechos humanos; una expansión que arrancó en el siglo XVIII desde Francia, Inglaterra y los Estados Unidos. Desde luego, la vieja izquierda y el liberalismo comparten el optimismo en el despliegue de las fuerzas productivas, es decir, el productivismo inherente al progreso capitalista moderno, a la acumulación capitalista.

Pero esta idea del tiempo homogéneo y lineal, del tiempo asociado al cronómetro, la cronología y el cronograma, es la que se deconstruye en el ámbito de la teoría como en el de la praxis. Si Wallerstein postula que atravesamos por un periodo histórico de crisis sistémica es porque contrapone a la concepción del tiempo lineal y homogéneo, en el que el análisis se mantiene en los hechos, la corta duración y las coyunturas políticas, económicas o culturales, una concepción compleja y heterogénea de múltiples temporalidades, en la cual la larga duración tiene que ver con el surgimiento, el desarrollo y el hundimiento de los sistemas sociales (Braudel, Marx). Por su parte, ya Benjamin había puesto la mirada de su Ángel de la Historia en los momentos del pasado que debían ser redimidos. 

Esto es lo que olvida la vieja izquierda, junto a la historiografía que se limita a la narración de los hechos ―esa peculiar reducción de la historia al periodismo―, como también la economía y las ciencias sociales cuando se proponen por objeto proveer de los instrumentos tecnocráticos para reinstitucionalizar el Estado que habría sido destruido por el neoliberalismo, Estado que no puede ser otro que el que requiere la acumulación del capital.

La estrategia de toma del poder para luego desde él crear las bases de la democracia y la igualdad, estrategia que caracterizó al leninismo, nunca implicó la transformación de las relaciones sociales capitalistas, que es lo que se entendía por revolución; no tanto por la traición de los dirigentes cuanto por algo más de fondo, que atañe a la cuestión del poder y a cómo este se configura en la complejidad del sistema-mundo capitalista. De esta manera, la toma del poder solo podía derivar en la reproducción del despotismo y la constitución de economías de capitalismo de Estado. Si la socialdemocracia privilegió la construcción del Estado de bienestar dentro de las democracias liberales, articulando las demandas sociales de educación, salud, salarios y pensiones al progreso capitalista, el leninismo impulsó en cambio la acumulación capitalista desde el Estado despótico.

La cuestión clave tiene que ver con los límites de la acumulación capitalista. ¿Esta es ilimitada?, ¿las posibilidades de obtención de utilidades no tiene límites? O, por el contrario, ¿el costo del trabajo, el costo de las inversiones y de la infraestructura, y el costo de los impuestos está poniendo un límite irreversible a las utilidades, a la acumulación capitalista, como sostiene Wallerstein? Esta es una cuestión que pasa por alto el viejo progresismo de la izquierda. 

Desde luego que se debe exigir cotidianamente a los Estados una inversión creciente y de calidad en educación, salud, ingresos asegurados para toda la vida, y para la totalidad de la población. Se debe exigir cotidianamente cumplimiento de los derechos humanos y colectivos. Pero ¿hasta dónde es posible alcanzar el bienestar dentro del sistema-mundo capitalista? ¿Es posible para la totalidad de la población, o pertenece a la esencia del capitalismo la exclusión de la mayoría de la población del mundo de estas condiciones de bienestar? Libertad, igualdad, fraternidad; democracia y equidad: estas promesas del mundo moderno se ahogan en los pantanos de la política, de la institucionalización de las luchas sociales en el Estado, pues lo que se conoce como política, el juego de fuerzas en torno al control del Estado, finalmente responde en el contexto del sistema-mundo capitalista a los procesos de acumulación.

El mundo feliz al fin de la historia progresiva cayó en realidad como un pesado telón sobre la escena mundial con el fin del llamado socialismo real. El sistema social (o los sistemas sociales) que sigan al capitalismo son impredecibles. El abandono de la certidumbre de la historia progresiva es una liberación del pensamiento y de la acción creativa de los seres humanos. Coloca a la lucha por la democracia y la igualdad en nuevos espacios y tiempos: ni partidos de masas jerarquizados (peor aún sujetos a la arbitrariedad de los caudillos populistas y las consecuentes actividades cortesanas), ni partidos conspirativos, ni toma del poder para reinstitucionalizar el Estado, ni homogeneidad en las acciones. 

Liberados del mundo feliz que prometía el progreso irreversible, podemos ingresar a la política entendida como el juego por la democracia, juego incierto, plural y heterogéneo.


[Publicado originalmente en la revista Trashumante (I), No 9. 2010.]