Juan José Sebreli, que en el documental “El Olimpo vacío” ha cuestionado cuatro grandes mitos de la nación argentina (Gardel, Evita, el Che y Maradona), en recientes entrevistas concedidas a La Gaceta y La Nación critica la confusión entre neopopulismo e izquierda (o socialismo). Compete al pensamiento crítico cuestionar mitos y confusiones.
Sebreli distingue entre dictadura y fascismo (las dictaduras militares de los años 60-80, afirma, pese a ser genocidas, no fueron fascistas), mientras señala las afinidades entre el fascismo (Mussolini) y los populismos latinoamericanos: movilización de masas, propaganda que recurre a grandes escenografías (los funerales de Evita o Chávez), asistencialismo, clientelismo, “democracia plebiscitaria”, nacionalismo. La afinidad, desde luego, no implica la identidad.
Caracterizaría al neopopulismo la formación de nuevas oligarquías a través de la corrupción en el entorno del poder. Los populismos surgen cuando a la crisis social se añade la crisis de dirección política. Bajo circunstancias de cierto crecimiento económico, se incentiva la inversión pública y el asistencialismo.
El populismo convoca a las masas a intervenir políticamente, pero bajo la dirección autoritaria del caudillo y los aparatos de control. La sociedad entera queda sometida al arbitrio del caudillo. Los triunfos electorales sirven para concentrar el poder: a nombre de la mayoría se impone la voluntad omnímoda del caudillo. Siguiente paso: aniquilación de minorías y disidencias.
¿Por qué sectores de izquierda, incluso intelectuales, adhieren al neopopulismo? No hay misterio. Esa izquierda proviene de los estalinismos del siglo pasado, o de ideologías tecnocráticas que concebían el Estado como ogro filantrópico. Aunque esa izquierda adhiera al neopopulismo en nombre de una supuesta redistribución económica (el asistencialismo), aprendió con el estalinismo la sumisión y la violencia autoritaria.
Ello explica el silencio, si es que no la complicidad, frente a los juicios por terrorismo, las persecuciones a dirigentes indígenas, a jóvenes estudiantes. Tal mentalidad conduce a adherir a la supresión de la libertad de la palabra y el pensamiento. A la degradación política, cultural, ética.
¿Qué sentido tiene una izquierda acrítica, que no ha podido ir más allá de la denuncia abstracta de los límites de la democracia liberal y la adhesión a los neopopulismos autoritarios? Talvez sea hora de dejar que los muertos entierren a sus muertos, que esa izquierda acabe de morir de una buena vez en las entrañas del populismo. O a su costado.
Las nuevas experiencias de renovación social no surgirán del intento de resucitar a los muertos. Si una nueva izquierda cabe, solo podrá surgir del fin de los mitos, de nuevas ideas. Tendría que ser polimorfa, múltiple, sin caudillos, sin ningún afán de conquistar “el poder”.
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