(En memoria del Conejo Velasco)
1972 ó 73: tratábamos de comprender El Capital, andábamos con Borges y Kafka en los bolsillos, escuchábamos rock, festejábamos ‘El Padrino’ I de Coppola. Teníamos un periódico, La Oveja Negra, para combatir al autoritarismo estalinista que se imponía en la Universidad. Gracias a Fernando Velasco, leímos las magníficas biografías de Trotsky y Stalin escritas por Isaac Deutscher. Descubríamos pensadores inquietantes: Gramsci, Adorno, Foucault…
Una noche nos invitó el Conejo porque quería leernos un cuento que había encontrado, ‘El elefante’ de Slawomir Mrozek. La historia sucede en un pueblo de Polonia a mediados del siglo pasado. En el plan quinquenal constaba como objetivo el desarrollo de los zoológicos. Todos debían contar con un elefante. Sin embargo y pese al plan, al zoo de la ciudad provinciana no llegaba el elefante prometido, sea por escasez de recursos o por torpeza burocrática.
Al director del zoo se le ocurre una idea brillante que comunica a sus superiores: ¿por qué descargar la pesada carga que implica el costo de un elefante sobre los hombros de los mineros y obreros metalúrgicos polacos? Escribe: “Deseosos de reducir costos, sugiero que el elefante mencionado en su comunicado sea reemplazado por uno realizado por nosotros mismos. Podemos construir un elefante de goma, del tamaño correcto, llenarlo de aire y colocarlo tras una cerca. Será cuidadosamente pintado con el color correcto y hasta de cerca resultará indistinguible del verdadero animal. Es bien conocido que el elefante es un animal lento y pesado, y que ni corre ni salta.
En el cartel de la cerca podemos indicar que este elefante es lento y pesado. El dinero ahorrado de esta manera podrá ser dedicado a comprar un avión a reacción o a conservar algún monumento religioso”.
La idea es acogida con beneplácito por el ministro respectivo. Poco después llega al zoo el paquete con el elefante de goma y el director dispone que dos trabajadores lo inflen durante la noche. Estos, que no ven el término de su esfuerzo, finalmente recurren a una espita de gas.
A la mañana, el maestro lleva a los niños al zoo para ver el elefante. Describe al coloso de 5 toneladas, el más grande de los animales que viven en tierra firme, solo superado por las ballenas’ Pero cuando llegan al zoo, ven que el elefante se levanta por el aire. Va a caer en el jardín botánico, justo sobre unos cactus, y se desinfla.
Se dice que los muchachos abandonaron la escuela, se volvieron vagabundos, se dedicaron a la bebida y nunca más creyeron en elefantes’ Bebimos hasta el amanecer. Comprendimos que, a más de la torpeza humana, lo aleatorio aniquila las metas racionalistas. Y que ni zoos ni circos son lugares para los elefantes.
Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO en la siguiente dirección: https://www.elcomercio.com/opinion/elefante-y-plan.html