Discurso leído en la presentación de Siempre todavía, en el
Cultural Benjamín Carrión, Quito, 29 de septiembre de 2022.
Sabemos bien que quien firma un poema o un libro es en cierto modo una figura que solo permanece en el texto, un espectro que habita entre las páginas, que retorna a la presencia por un breve tiempo para ausentarse casi de inmediato. Más aún, no es un rostro, no es ni siquiera una máscara o una voz en off; podría decirse que apenas se muestra y de inmediato se difumina, se diluye. Sabemos bien que la única realidad es el instante presente, que lo demás es pasado ―lo ya ido―, o futuro, ―apenas expectativa―. Lo demás es silencio… ¿Quién es el «autor», el «poeta»? Un espectro. De ahí que me haya sido siempre una tarea difícil, torturante incluso, el presentarme como autor, leer poemas firmados con mi nombre propio. Aunque por otras razones, quisiera esconder el libro, como lo hacía Fedro con el manuscrito de Lisias en su encuentro con Sócrates, o, mejor aún, esconderme yo mismo, escurrirme bajo el manto. Es evidente: quien escribió este libro ya no existe, quien está aquí y ahora es ya otro Iván Carvajal. Desde luego, nada sería más impúdico que yo intentase explicar o justificar los poemas, si es que son poemas, y sería aún peor que lo hiciera refiriéndome a mis «vivencias», mis anhelos o mis emociones.
No obstante, quizás convenga señalar que los poemas de este libro fueron escritos entre 2014 y 2019, salvo los de la sección «Rembrandt en Jodenbreestraat», que son de 2020. Es decir, no es un libro de la pandemia, como quizás podría suponerse por la fecha en que se publica, lo que puede ser importante para evitar cualquier «sobreinterpretación». Fue escrito poco a poco, con múltiples bosquejos y correcciones, en México, en España, en Ecuador.
Es un libro dedicado a la amistad. Aunque en él hay muchos poemas dedicados a amigos del autor, con quienes ha tenido una particular deuda durante ese lapso de tiempo, un tema que lo atraviesa es la amistad. Quedo yo con un sinnúmero de deudas con otras amigas y otros amigos, y lo lamento. También el dolor atraviesa estas páginas, el dolor causado por la crueldad de los asesinatos (Ayotzinapa), por la violencia de las migraciones y el exilio nacidos de la persecución (por ahí transitan desde José, María y el niño Jesús hasta los esclavos que mueren en un naufragio o los perseguidos de hoy), por la pérdida de los amados. Y desde luego el amor: el materno, el paterno, el filial, el fraternal.
Pero es también un libro de homenajes. A Platón, aunque a través de la ironía, no podía ser de otro modo, a Averroes y Maimónides, a la ciudad de Córdoba medieval, que fue lugar hospitalario para el intelecto, y sobre todo a Baruch Spinoza. Y a pintores a los que se alude, aunque, salvo en el caso de Rembrandt, no se los nombra: Giotto, Brueghel el Viejo, Turner. Creo que el libro conlleva la insistencia del autor en su apuesta por la libertad del pensamiento conjugada a la creación artística. Desde luego, es un libro de homenaje a Antonio Machado y, a mi modo, a César Vallejo, el poeta inimitable e inevitable («las otilinas sangres que lavaron / las camisas del poeta»).
El destino que tengan los poemas o el libro apenas si tiene que ver conmigo, con «mi persona» – entre comillas, porque todavía no sé qué quiera significar esta palabra. Usamos una serie de palabras cuyo significado intuimos, sin que podamos definirlos, sin que podamos dotarlos de un significado claro: persona, naturaleza, felicidad, cercanía o lejanía; hay otros todavía más oscuras, como poesía… Creo que esa oscuridad pertenece a la naturaleza misma del lenguaje.
El autor, y más aún si es, como sostengo, un espectro que habita entre los textos poéticos, ya no tiene ni responsabilidad ni derecho alguno sobre ellos. A mi juicio, el caso de «la poesía» es emblemático: ¿qué sentido puede tener aludir a la «propiedad intelectual» en el caso de un poema? Tampoco creo que tengan sentido cuando hablamos de ideas en el ámbito de la filosofía o de conceptos o conocimientos en las ciencias. Este de la propiedad es un tema que habría que abordarlo detenida y críticamente. Ojalá alguno de estos poemas merezca la suerte de ser copiado, tomado en préstamo, citado. Ojalá tenga lectores.
En lo aquí dicho, que es continuidad de lo que he expuesto en algunas ocasiones anteriores, hay una posición acerca de lo que es el poema, lo que es el poeta, y ante todo está implícito un cuestionamiento a lo que, retomando un tema de Philippe Lacoue-Labarthe, podríamos denominar la mitología moderna del «sujeto poético», o del «sujeto lírico moderno». O incluso de la «lírica moderna», si se prefiere. Estamos celebrando en estos días el centenario de Trilce, y creo que en Trilce tenemos un acontecimiento poético que justamente puso en crisis, acá, entre nosotros, en los Andes, a ese «sujeto lírico moderno» proveniente del romanticismo y del llamado modernismo; aunque no abordaré este asunto, al menos debo aludirlo. La puesta en crisis de ese presunto sujeto poético romántico, pienso, ya estuvo dada en el siglo xix en Rimbaud y sobre todo en Mallarmé. Y también, desde otra vertiente, en Whitman.
Como sea, lo que interesa destacar aquí es que, para mí, para el autor de los poemas de este libro y para quien toma la palabra ahora, el poema ―al menos cierta tradición o legado poético en la que tal vez se inscriba este libro y otros poemas anteriores que llevan la misma firma de autor― no es expresión de las vivencias del autor, ni de sus asuntos privados, ni de sus obsesiones, deseos, traumas, emociones o ideales. Aunque es evidente que conlleven una tonalidad afectiva, con su propio ritmo, que varía de libro a libro, sea de modo ostensible o que apenas se perciba.
El poema debe ser ajeno a cualquier subjetivismo, y no se diga a cualquier servidumbre a las ideologías o a las mitologías del presente. El poema es ajeno a la utilidad o la eficacia social, a cualquier usufructo doctrinario, a toda corrección política, no se subordina ni a la moral, ni a la política, ni a las religiones, ni a las iglesias. Lo que no quiere decir que no contenga una dirección ética, en ocasiones incluso un sentido filosófico y hasta religioso ―cuando pregunta por el ser y el no ser, por el tiempo o la eternidad, por el cosmos y lo humano, aunque con independencia de los dogmas, sean estos de alguna religión o del teísmo, el panteísmo o el ateísmo― y siempre contiene un sentido político, que incluso puede tornarse «democrático», si atendemos a la apertura ante lector, puesto que el poema convoca a la interpretación y por tanto a la coparticipación en su acontecer.
El poema es una forma muy concentrada de pensamiento. Podemos hablar, creo yo, de pensamiento poético. Es una modalidad específica de uso del lenguaje. Es una indagación acerca del mundo, o de lo que acontece en el mundo. En esa indagación, el intelecto se vincula con las emociones, las sensaciones, las imágenes que provienen de la percepción, y siempre con la memoria, que a su vez conlleva el olvido y la falsificación (más bien no consciente). La imaginación, la creación de imágenes no conceptuales, –ya sea en el sentido de los conceptos que se enlazan en los discursos de las ciencias o ya sea de las categorías filosóficas o de las nociones doctrinarias― articula el hallazgo, a menudo fugaz, apenas un mero destello, de una respuesta a la indagación emprendida.
Pero lo fundamental es que esa indagación se realiza en un mundo ya dado, rico en memorias culturales, rico, entre otras «cosas», en poemas que anteceden al que está por surgir. Un mundo que adquiere sentido para los individuos, para los «sujetos» que se encuentran en él. Tal mundo está articulado por lenguajes: palabras, gestos, objetos, hogares, parajes, paisajes, o «naturaleza» (sin que sepamos exactamente a qué llamamos bajo este nombre).
En cualquier caso, el poema no es una mera obra de un Yo, de una Conciencia de la que emana o a la que expresa, ni tampoco de un Cuerpo ―de un Cuerpo sexuado, ciertamente―, aunque obviamente atraviese la conciencia del autor, quien lo escribe, y del coautor, quien lo lee, así como sus percepciones, sus nervios, sus venas, sus sexualidades. El poema proviene de lo cercano y a la vez de la lejanía, de otros poemas, del lenguaje cotidiano, de la cultura. En la conversación que sostuvimos con Fernando Albán hace unos días en la librería Tolstoi nos referimos a algo que a los dos nos produce desazón: una tendencia entre muchos escritores de estos días a utilizar el texto poético como medio de expresión narcisista de sus deseos, emociones, frustraciones. Una tendencia confesional; el extremismo o el fundamentalismo, se podría decir, de cierta «poesía de la experiencia». Quienes así escriben, tienen por supuesto derecho a hacerlo. A lo largo de lo que llamaré «mi experiencia poética», es decir, la lectura y la escritura de poemas, se ha ido acrecentando cierta repugnancia frente a esa modalidad de escritura. Una repugnancia, en todo caso, al exhibicionismo, algunas veces impúdico, que tiende a acentuarse en ciertos usos de las redes sociales. Ah, mi Yo, mi Ego, mi Cuerpo…
La mitología moderna que proviene del romanticismo ha conducido en ocasiones a que el texto, que se supone poético, sirva a los fines del nacionalismo ―sea el brutal, el nacionalsocialismo, o sea aquel que emana de la formación de la cultura nacional de Estado, como sucedió en nuestros países, que incluso puede servir de instrumento político «progresista» (El canto general, digamos, o Los cuadernos de la tierra). Para mí, el poema no tiene otra patria que no sea el lenguaje poético. No obstante, creo que podemos acercarnos a una figura de la patria, o de la matria, si así se prefiere, a la manera de la patria-hogar que invocaba Hölderlin: una configuración de espacios o paisajes que devienen hábitat, pero que es al mismo tiempo un específico modo de vida cotidiana, de convivencia entre individuos que se vinculan también gracias a ciertos legados culturales, a ciertos intercambios (al comercio, digámoslo) de objetos y de costumbres compartidas. Pero esa patria, ese suelo, contiene en sí también lo inhóspito; la cultura o la civilización, recordémoslo, llevan consigo, en sus entrañas, el peligro y la barbarie. Esa «patria» es un tejido de relaciones que conforman identidades precarias, oposiciones internas y otras con la exterioridad, tendencias a la unidad y a la disensión, a la crisis, a la ruptura: identidad y diferencia.
Para mí, más que el Ecuador, esa patria-hogar es lo que he llamado los Andes ecuatoriales, este extremo Occidente del mundo moderno, esta condición marginal, fronteriza (fronteriza también de/con lo indígena – lo indio), pero donde se juntan una lengua, –la lengua materna, el español, que como toda lengua materna desde luego nos ha sido «impuesta»–, unas historias que se remontan en el tiempo hacia los primeros cultivadores del maíz o la patata, pero también a griegos, judíos, árabes, godos, celtas, pueblos de la península ibérica. ¿Cómo encontrar las fronteras de semejante patria?
El poema, tal como existe en la tradición cultural ―digamos, por ahora, al menos en la tradición cultural occidental― es desde hace siglos un texto escrito, que tiene determinadas convenciones que regulan su composición, por tanto, su escritura y su lectura. Incluso, su impresión. Eso ha sido así por siglos, hasta hoy. Félix Duque, en un ensayo sobre Sloterdijk, llama la atención sobre la caducidad de la carta en nuestros días. Para el filósofo español, un texto escrito que se dirige a otro ―no solamente la epístola a un familiar o a un amigo, sino a un correligionario, como en el caso de Pablo de Tarso, o a un lector cualquiera, de un ensayo filosófico o un artículo de prensa―, es una carta. El periódico de la era moderna sería la culminación de este género, la carta. Hoy estaríamos asistiendo al fin de esta modalidad de comunicación, de escritura y lectura. A la carta, lo sabemos bien, la han matado, poco a poco, la televisión, internet y las redes sociales. (En el Ecuador ya casi que no podemos hablar de prensa, lo que para algunos «progresistas» ha sido una conquista histórica). Algunos nos lamentamos día tras día de esa extinción de la carta como género literario, aunque todavía a veces se escriben cartas. En cierto modo, un poema es una carta. Como se ha dicho muchas veces, es una carta que se echa al mar en una botella, con una leve expectativa de que quizás llegue a algún ignoto destinatario, a otro naúfrago. Tal vez sea una carta a Nadie. No obstante, todavía algunos de nosotros leemos ensayos, comentarios, artículos de prensa, poemas… pero tal vez seamos una minoría que cada día merma. Las redes sociales están acabando, a mi juicio, no solamente con la carta, sino que también restringen la posibilidad del poema. Al menos del poema tal como se ha escrito hasta esta época. Reconozco, sí, que por Internet circulan múltiples páginas donde se publican textos poéticos o lecturas de poemas. Pero el poema requiere de lecturas pausadas, de idas y vueltas, de momentos de abandono y momentos de retorno. Nada tiene que ver con la aceleración, con la velocidad, el poema requiere de reposo. Y seguramente la lectura en soledad, aunque se la haga en voz alta, es la experiencia más rica en relación al poema. No concibo cómo pueda leerse un poema en una pantalla de teléfono celular. Creo que no se lo lee, sino que simplemente se lo ojea. Y nada tiene que ver el poema con emoticones, likes y otras señales semejantes.
No sabemos cuál vaya a ser el destino del poema en el futuro. Una crisis es un momento de ruptura, de paso a otras formas. Estamos conscientes de que vivimos una época de transición. Entre otras cuestiones, vivimos el fin del humanismo, tal vez el tránsito desde el «último hombre» a otra forma de homo sapiens. Quizás las nuevas tecnologías creen condiciones para otras formas de experiencia poética y lo que hasta hoy se ha escrito pase a ser objeto arqueológico. Nada podemos prever sobre el destino del poema o del arte o de la cultura. Pero, por ahora, todavía escribimos y leemos poemas.
Como sea, creo que la apuesta por el poema debe ser total, sin subterfugios ni concesiones. Y ello entraña una exigencia extrema en relación con la escritura poética, por tanto, en relación con el lenguaje poético, con la sintaxis y el significado del poema, que están siempre en tensión con la norma de la lengua. Esa misma extrema exigencia debe asumirla el lector.