Entrevista publicada en el libro Trasiegos. Ensayos sobre poesía y crítica, 2018.
Si quisiera usted recordar su primer poema, o su primer libro, ¿podría evocar el impulso inicial de su escritura? Vicente Aleixandre dijo que se hizo poeta el día que leyó un verso de Rubén Darío. ¿Cómo se reconoció usted en diálogo con la poesía?
Me es difícil precisar en qué momento de mi infancia, y ante el destello de qué verso o poema se inició para mí lo que usted llama diálogo con la poesía. Lo que sí sé es que en algún momento comenzó a maravillarme la fuerza mágica de las palabras, algo que emanaba de su sonoridad, de la combinación de ellas en versos, en estrofas que repetían esquemas. Y algún día comencé a combinar palabras para formar versos por puro placer. Recuerdo que en alguna ocasión compuse uno de mis poemas infantiles y se lo llevé a mis padres: usé palabras cuyo significado no conocía y que debí tomarlas al paso de alguna conversación o de alguna lectura apresurada. Me avergoncé mucho cuando mi padre me aclaró el significado de algunas de esas palabras, creo que una de ellas fue «alevosía». Me sonaba muy bien, pero no tenía idea de lo que significaba… Desde entonces procuré ser más prudente en mis saqueos de palabras y versos, pero no renuncié a esa maravillosa experiencia que para mí consistía en repetir palabras, combinarlas, mezclarlas, degustar su sonoridad, su cadencia. Sentía un placer semejante a la codiciosa acumulación de canicas en una bolsa de tela. Poco después, hacia mis quince años, me entregué con mayor conciencia a la lectura y a la imitación. De Rubén Darío, de Jorge Carrera Andrade, pero también de los poetas clásicos de nuestra lengua.
Ahora bien, usted pone en juego en su pregunta un aspecto muy problemático, el diálogo. No sé si hay diálogo. Comprendo que usted se refiere a cómo se reciben los poemas, y en general, los discursos, los textos. La palabra «diálogo» tiene por desgracia la connotación de un ir y venir de enunciados, de un actor a otro, hasta alcanzar algún consenso, cualquiera que este sea. Mas en esta «conversación con los muertos», que es la lectura, se escucha, se oye algo que nos llega desde la lejanía. Se interpreta el poema, lo que ya implica poner en juego dispositivos de reproducción del sentido, que en la repetición dan lugar a nuevos sentidos del poema, y aunque esa interpretación puede motivar la escritura de un nuevo poema, no es estrictamente un diálogo, sino un discurrir que procura una forma para contenidos emocionales, intelectivos, pero también sonoros.
A sus lectores les gustaría seguramente conocer su biblioteca, esa ilusión de un árbol genealógico del poeta. ¿Qué libros de poesía, si alguno, motivaron la juventud de su ejercicio poético? ¿El poeta inventa a sus precursores o, más bien, imagina a sus lectores?
Poco después de esas iniciales lecturas a que me he referido, me entregué por completo a la lectura de poesía, más bien de poemas que de libros de poesía. Desde mi adolescencia leo diariamen- te al menos un poema. Y no siempre leo un libro de poemas de principio a fin. No concibo el curso de mi existencia si no es en relación con la poesía. Lo digo, más que como poeta que escribe poemas, como ser humano que lee poemas. Soy agnóstico, pero necesito cada día un verso, un poema, como si fuese una necesidad religiosa, para que el mundo se sostenga. Claro, esto me viene también de mis lecturas juveniles de Mallarmé. Pero antes de leer a Mallarmé, comencé a leer a los poetas españoles e hispanoamericanos. Alguna vez conversaba con el poeta Javier Ponce, mi contemporáneo estricto, sobre las formas paralelas y diversas en que se dieron nuestra educación y nuestras lecturas durante la adolescencia. Él no pudo contener la risa cuando yo le conté que durante meses, hacia los dieciséis años, me entregué a una metódica lectura de Gonzalo de Berceo, de Jorge Manrique, del Marqués de Santillana, luego de haberme entregado con fascinación a la lectura de Garcilaso, Fray Luis, Góngora —no, por supuesto, sus Soledades, que vinieron más tarde— y Quevedo. A san Juan de la Cruz lo leí entonces, sabiendo que estaba ante algo sagrado, por decirlo de alguna manera, pero sin poder asirlo. Lo mismo me sucedió con santa Teresa. En esa época, al terminar mis clases en el colegio, iba a la Biblioteca Nacional para leer a Baudelaire; poco después mi padre me obsequió un ejemplar de Hojas de hierba de Whitman, en la excelente traducción de Francisco Alexander. En mi último año de bachillerato leí al Neruda de Residencia en la tierra, a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti, y, lo que para mí es fundamental, descubrí a César Vallejo. Luego leí a Huidobro, a Girondo, a Borges y a Lezama Lima. Más tarde descubrí a otros dos poetas que admiro profundamente, Cernuda y Pessoa.
Antes de culminar mis estudios secundarios ya había decidido que sería poeta. Apenas si me arriesgaba a mostrar mis ejercicios juveniles a algún profesor o algún amigo. Tenía mucha vergüenza de lo que escribía. Además, ya para entonces había asumido que publicaría mis poemas solamente cuando estuviese seguro de que no eran meros ejercicios de principiante. A los quince años me había atrevido a dejar un poema para que lo publiquen en el diario quiteño Últimas Noticias. Era tan solo una declaración de que quería ser poeta; luego publiqué en una revista estudiantil bajo seudónimo, y en la década de los años setenta, en revistas de Ecuador, unos cuatro o cinco poemas. Acabaron en el tacho de basura, mientras tanto, tres o cuatro poemarios. En 1976 terminé mi primer libro, Del avatar, que se publicó en 1981. Debo decir que en ese libro hay una explícita deuda con Ezra Pound y sobre todo con T.S. Eliot.
A lo largo de su obra, ¿se ha encontrado a sí mismo en su propia voz? ¿O la voz es siempre la de otro, la imagen en el espejo del lenguaje? Yeats parece que obedecía a un dictado profuso. Jorge Luis Borges, a las simetrías de la memoria rimada. ¿Qué es primero, la imagen o el ritmo?
Me parece que hay dos cuestiones en su pregunta. Una tiene que ver con la alteridad y también con la metamorfosis; otra, con la voz. Comenzaré por esta segunda. Cuando un poeta ha alcanzado cierta tonalidad característica, una forma peculiar para componer sus poemas, una visión del mundo, se suele decir que ha alcanzado una voz propia. Esto es bastante metafórico, desde luego, porque no se trata de la voz, sino de la escritura, y de cómo el trabajo de escritura acaba por producir aquello que se suele llamar estilo. No corresponde al poeta pronunciarse acerca de si ha alcanzado un estilo lo suficientemente personal, esa es tarea del crítico.
En cuanto a lo segundo, la alteridad y la metamorfosis, en alguna parte Jacques Derrida dice que siempre se es colonizado por la lengua, que la lengua que llamamos materna es siempre la lengua de otro. De hecho, la lengua y sus usos son entidades sociales. Hay en ellos una estructura, pero también memorias, ritmos, que vienen de lejos. Hay aperturas del lenguaje hacia lo que adviene hacia nosotros como memoria, lo que nos llega del pasado efectivo y de lo que pudo ser posible, lo que anhelamos como posibles futuros y la nostalgia de lo que pudo suceder, pero no sucedió. Además, en un sentido esencial yo no sé quién soy, no me conozco jamás de modo pleno. No lo sabré nunca. Me rebasa mi propio ser, mi propio devenir.
Por otra parte, no se puede ser poeta si no se lee poesía, lo que implica que siempre estamos a la escucha, que siempre estamos abiertos a lo que viene en los usos poéticos de la lengua, y de la poesía en otras lenguas. De tal manera que cuando iniciamos la escritura del poema, estamos ante algo que nos dicta el poema, ante impulsos que tienen que ver con la imaginación, con la posibilidad de simbolizar, con el ritmo. A veces el poema se prefigura en un determinado ritmo, que está en la mente por días, a veces es una imagen la que acosa, a veces una palabra, o un verso.
¿A usted no le ha tentado alguna vez la necesidad de formular una poética? O, de alguna manera, ¿su poesía es una reflexión sobre el poema?
Confieso con cierta turbación que sí, que me ha tentado la necesidad de formular una poética. De hecho, mi tesis de doctorado en filosofía, Génesis de los procesos estéticos en la vida cotidiana, que terminé en 1986, fue un pretexto para indagar sobre el acontecimiento poético, aunque, como corresponde a una tesis de esa naturaleza, es una reflexión más bien conceptual, no una divagación libre, que es lo que quizás se espera de una poética de poeta. Hoy ya no suscribo muchas de las afirmaciones de esa tesis, pero en todo caso hay ahí algunas reflexiones sobre el lenguaje artístico, sobre la dimensión estética que irrumpe en la vida cotidiana, sobre la cercanía del arte, y del poema por consiguiente, a la fiesta y a lo erótico, que son para mí fundamentales.
También hay mucho de una poética implícita en el conjunto de ensayos que he escrito sobre algunos poetas ecuatorianos, publicados bajo el título A la zaga del animal imposible (2004). Pero creo que a lo largo de mi obra poética —si es que en verdad es poética— discurre una constante meditación sobre el poema.
¿Frecuenta usted la primera persona como comienzo del discurso poético? O ¿prefiere dejar el «yo» a los novelistas? ¿Puede, en definitiva, el lenguaje representar al «yo» asignándole una identidad cierta? ¿O el «yo» es una licencia retórica?
No creo que se pueda otorgar al «yo» una identidad cierta, se podría considerar que el «yo» del poema es más bien una licencia retórica, como usted sugiere. El «yo», como he insinuado antes, es un lugar en que se abre ese encuentro con los otros —los otros seres humanos, no solo los próximos, los animales, lo otro natural— y con lo otro de «mí mismo», en el curso de «mi» propia metamorfosis. Es intimidad en que el sujeto se instituye en ese hacerse con el mundo, en ese llenarse de mundo… y de inmediato me viene a la memoria el vallejiano cadáver lleno de mundo, la dignidad de la vida y la muerte que se alcanza cuando se muere lleno de mundo. Por tanto, cuando en el poema entra el deíctico «yo», es a un tiempo una licencia retórica, una condición del poema que requiere tanto un sujeto de la enunciación como del enunciado, y a la vez este acontecimiento infinito, siempre insólito, en que «me» pongo y «me» expongo en el movimiento de la escritura, hasta hacerme poema, hasta salir de mí, hasta desvanecerme en algo que luego ya no me pertenece, pero en que quedan mis sombras, algunos de mis espectros, algo que también, de modo espectral, queda en mí por un tiempo, hasta desvanecerse. Cuando se escribe hay en verdad un arrebato: me arrebata la urgencia de la escritura, por ese singular llamado al que aludía Yeats en la cita que usted hace en una de sus preguntas. ¿Quién llama?, ¿qué nos llama? No lo sabemos, pero viene del fondo del lenguaje, del fondo de la existencia, del deseo, de lo imposible.
¿Qué sintonías cree usted haber establecido con otros poetas y escritores de su país y su lengua? Si tuviera que hablar de su ejemplo o lección, ¿cómo definiría la opción de pertenencia de su obra?
Usted coloca sobre el tapete una cuestión inquietante para los poetas ecuatorianos. Nos preguntamos si hay algo a lo que podamos denominar poesía ecuatoriana, y si la hay, cómo se inscribe en lo que se denomina poesía hispanoamericana, y en la tradición de la poesía de nuestra lengua. No basta que haya poetas nacidos en Ecuador para que exista una poesía ecuatoriana, por supuesto. Más aún, de haberla, su historia sería muy reciente, apenas del siglo XX, pese a José Joaquín de Olmedo y algunos interesantes poetas de la época colonial, y que por tanto estaría inscrita en los procesos que vinculan tan estrechamente a la escritura de los poetas hispanoamericanos, desde el modernismo y las vanguardias hasta la actualidad. Tal vez Guillermo Sucre tenga razón cuando insiste, en su conocido libro La máscara y la transparencia, en que habría rasgos distintivos entre la poesía hispanoamericana y la española. Para mí, es claro que Vallejo o Dávila Andrade son poetas que podían surgir solo en los Andes. Acá hablamos un español muy peculiar, tenemos serios problemas con la sintaxis, con los tiempos verbales. Pondré como ejemplo el uso del gerundio en Ecuador, especialmente en la zona andina. En Boletín y elegía de las mitas, de Dávila Andrade, la voz colectiva de los indios pide al poeta: Di. Da diciendo. Esta forma, «dar» más el gerundio, es muy extraña, y creo que trasluce una densidad muy peculiar de concebir y vivir la temporalidad, muy marcada por la cultura indígena. Pero, ¿hay en todos los poetas ecuatorianos marcas semejantes?
Con todo, algo que me ha preocupado desde hace muchos años es el desconocimiento que se suele tener de los poetas ecuatorianos. Incluso los jóvenes poetas ecuatorianos desconocen a sus predecesores. Muchas veces he hecho notar a jóvenes poetas su total desconocimiento de los poetas ecuatorianos que les antecedieron. Si esto es así entre nosotros, no podemos esperar que la poesía de los ecuatorianos sea suficientemente conocida en otros lugares. Ha venido a complicar la situación el peso que tienen en las academias los aspectos extra poéticos que intervienen en la institución literaria: cuestiones políticas, étnicas, de género. En el caso de Ecuador, aún ahora, se suele postergar a verdaderos poetas mientras se promueven figuras por razones extra literarias, en el marco de eso que llaman «corrección política».
Dada mi formación universitaria y mi trabajo como profesor de Filosofía, durante muchos años tuve que trabajar en escuelas de Sociología. Hace doce años decidí cambiar esa situación para dedicarme a trabajar en torno a la poesía ecuatoriana o, más precisamente, escrita por ecuatorianos, y la poesía hispanoamericana. Comencé a investigar en mis cursos la obra de Jorge Carrera Andrade, de Gonzalo Escudero, de Alfredo Gangotena, de César Dávila Andrade, de Efraín Jara Idrovo, y de mis contemporáneos: Javier Ponce, Alexis Naranjo, Humberto Vinueza. Diría que inclusive me vi en el caso de combatir por la vigencia de su poesía. Con el novelista Javier Vásconez editamos las obras poéticas de Carrera y Escudero; luego preparé la antología de Gangotena que editó Visor. He escrito un libro de ensayos sobre esos poetas ecuatorianos y algunos más. Creo que Ecuador ha tenido en el siglo XX algunos poetas fundamentales, así como algunos pintores: Egas, Rendón Seminario, Kingman, Guayasamín, Viteri, Estuardo Maldonado, Aracely Gilbert, Tábara, Cifuentes. Y algunos músicos, como Salgado o Mesías Maiguashca. Hay hoy algunos poetas ecuatorianos jóvenes con una obra muy importante.
Desde luego, los poetas ecuatorianos han estado siempre insertos, muy conscientemente, en la poesía hispanoamericana. Hacia fines de los sesentas o comienzos de los setentas, todo poeta ecuatoriano de mi generación tenía en la cabecera la obra completa de Vallejo, la obra poética de Huidobro, de Borges, de Paz, de Neruda. O la de Lezama, de Girondo, de Molina o de Parra. O los más recientes, Dalton, Cardenal… Hay, por último, una especial conducta de los poetas: esa íntima solidaridad, esa amistad profunda que tenemos por los poetas que nos impactan en algún momento de la vida. Cuando converso con un poeta mayor como Efraín Jara Idrovo, con mis contemporáneos Naranjo, Ponce o Vinueza, con los poetas más jóvenes, como Mario Campaña, Cristóbal Zapata, Juan José Rodríguez, César Carrión o Ernesto Carrión, ¿de qué hablamos? Por supuesto, de poemas y de poetas.
Y, por otro lado, ¿cuál sería la lección de lectura y escritura que cree inculcar en los nuevos practicantes y lectores?
Me disculpará usted que, con el mayor comedimiento, como se decía en Quito hasta hace unos pocos años, ponga en cuestión su pregunta. ¿Por qué hemos de dar lecciones? Al cabo de más de treinta años de haber trabajado como profesor universitario, incluso en ese campo del ejercicio de la docencia, cuestiono muy radicalmente esa actitud del maestro que inculca algo. ¿Acaso debemos dar lecciones sobre cualquier cosa? Yo creo que están los actos de los poetas, de los artistas. Están los poemas, están las pinturas, las sinfonías, las canciones. Si son de verdad obras artísticas, abrirán mundo, incitarán al lector, al espectador, al auditor a abrirles paso hacia su intimidad. El nuevo artista, el nuevo poeta, encontrará sus fuentes por sí mismo, en el fascinante océano de poemas, de relatos, de acontecimientos estéticos.
Sobre las intersecciones con los contextos, ¿cuál es el papel del poema, si alguno le concede usted entre las formas de discurso que se disputan hoy la racionalidad civil y el significado de nuestro plazo en este globo?
Para mí la poesía es excéntrica, está en los márgenes y en los intersticios de la sociedad. José Ángel Valente decía que desde Platón ha sido expulsada de la República. Nunca me interesó la poesía cívica, ni siquiera cuando fui militante comunista —de lo cual no me arrepiento en absoluto—. Muchas veces, en entrevistas periodísticas que, como usted sabe, obligan a una simplicidad que raya en la obligación de repetir lugares comunes, he dicho que la poesía no sirve para nada. Con ello he querido apuntar a esa excentricidad de la poesía. Creo ser radicalmente anticapitalista y pienso que vivimos en un momento catastrófico de la humanidad. Además, en mi país, en el resto de América, creo que vivimos en un simulacro, a veces obsceno, de democracia. Como ciudadano, creo que debemos actuar para alcanzar democracia, justicia social, una relación armónica o equilibrada con la naturaleza, por derrotar la guerra, utilizando todos los espacios en que esta actuación sea posible. Tal vez haya una docena de países relativamente democráticos en Europa, y hay algunos procesos interesantes en América Latina, aunque soy bastante escéptico sobre ellos.
Como ve, soy utópico en el sentido en que creo que hay una democracia que es posible ahora, un mundo no capitalista que es posible ahora, y que esa es una posibilidad siempre abierta e incumplida. Que es una posibilidad que debe ser jugada permanentemente, aunque no se alcancen ni esa amplia democracia, ni la justicia, ni la igualdad o la comunidad. Y quizás en este sentido haya una secreta conexión con la poesía, con el acontecer del poema —de los poemas, en su escritura y su lectura—, porque apuntan a lo imposible y porque la poesía se ha vuelto una actividad marginal. Como dice con su peculiar ironía Juan Gelman: los poetas ahora la pasan bastante mal // nadie los lee mucho / esos nadie son pocos.
Se debate hoy el sentido de la creatividad, que se definiría por la capacidad de abrir espacios de respiración y visión. ¿Qué momento de su poesía encuentra privilegiado por la luz y la sombra del lenguaje?
Yo creo que todo poema, aun el que parece más resplandeciente —y quizá por ello mismo— está atravesado por sombras, por penumbras. Y sucede también lo inverso. Ningún poema, por más hermético que parezca, es totalmente oscuro. La lectura del poema no es un acto de desciframiento sino de interpretación, en el que, como usted dice bien, hay que respirar y contener la respiración, hay que ver y cerrar los ojos para visionar, para imaginar, así como hay que escuchar, incluso alcanzar el silencio detrás de cada palabra, de cada sílaba. Lo mismo sucede en la escritura del poema, luz y sombra del lenguaje.
Si usted tuviera que definir su personalidad poética, ¿qué parte de su experiencia personal y nacional cree que ha gravitado a la hora de crear espacios alternativos a los impuestos por nuestro tiempo? Dicho de otro modo, ¿cuánto de su condición local se ha liberado como abierta al mundo?
He sido muy crítico de los localismos, y mucho más de los nacionalismos. La patria del poema es la lengua, y todos sabemos que la nuestra rebasa fronteras. Desde luego que llevo en mis entrañas el sol ecuatorial, la fuerza telúrica de los Andes, la melancolía de las gentes andinas. Y ésa es parte de mi fuerza. Buena parte de los poemas que he escrito están relacionados con la historia y la geografía de Ecuador. En especial Parajes, mi tercer libro. Sin embargo, estoy lanzado al mundo en su constante devenir, en sus múltiples metamorfosis, como todos. Es lo que traté de explorar y exponer en Inventando a Lennon, libro que comencé a escribir durante mi estadía en México, ciudad en la que viví entre 1991 y 1992, y en la que me sentí tan exiliado y a la vez tan acogido como en mi propia tierra. Por algunas circunstancias, y sobre todo por la generosidad del poeta Juan González Soto y otros amigos españoles, he sentido que mi hogar está en Tarragona. En esa ciudad junto al Mediterráneo he tenido una de las más intensas experiencias de mi vida al leer algunos poemas en una taberna. Ahí me sentí en mi hogar. Esta experiencia conflictiva, de pertenecer a una geografía, a una historia, y a la vez, a una patria sin lugar, como es la de la poesía, me llevó a tomar el título de un libro de Jorge Carrera Andrade para nombrar la revista de ensayo y poesía que fundé con otros amigos en 2001, País secreto. El Ecuador es ciertamente un país secreto. Pero la poesía es un territorio aún más secreto.
Diré algo más: la biblioteca y la librería son espacios que, por una parte, están localizados de manera muy específica, pero por otra, son espacios donde se cruzan infinitos caminos. Como nos indicara Borges, en verdad ahí está el universo. Está el mundo. Y en ese recogimiento que implica hojear un libro, comprarlo, llevarlo a casa, y encerrarse a leerlo, en esa pasión que es la lectura del poema que nos arrebata, que nos saca de la inmediatez de nuestro ser, quedamos liberados para llenarnos de mundo.
Vivimos en el descreimiento mutuo, favorecido por la pobreza de las comunicaciones y la violencia diaria de las representaciones públicas. ¿Cuánta fe en el otro es posible todavía en la poesía? ¿Hay un sentido más puro en las palabras de la tribu? ¿O ese dictamen modernista ha sido reemplazado por un sentido de la realidad de los mil demonios, esa furia civil del poeta del margen, proclamada por Nicanor Parra?
No veo una contradicción irresoluble entre lo que dicen Stéphane Mallarmé y Nicanor Parra. El poeta, o más bien el poema, hablan desde los márgenes de la realidad social. Pero dar un sentido más puro a las palabras de la tribu es abrir una perspectiva del mundo y de la existencia en el que pesa esa densidad terrible del lenguaje que tiene que ver con nuestra finitud, con el tiempo y su decurso, con el devenir y la muerte, e incluso, para ubicarnos en el contexto histórico cultural en que se pronuncia Mallarmé, con la muerte de Dios, con ese gran vacío que queda en nuestra época, con el nihilismo. Otorgar un sentido de la realidad de los mil demonios implica sin duda cargar a la palabra poética de una capacidad de desvelamiento de mitos e ideologías. Tal vez sea posible decir que los poemas que se escribieron en el último siglo y los que se escriben aún hoy fluctúan entre estas dos posibilidades.
Pero me parece que su pregunta tiene además otro sesgo. Usted pregunta por la fe en el otro, por la confianza. Para mí, el poema es siempre espacio de hospitalidad, asumiendo la paradoja que viene con la etimología de la palabra. La hospitalidad abre las puertas, pero a la vez pone en riesgo a los huéspedes, al que llega y al que recibe. Yo creo que es urgente, hoy más que nunca, mantener esta apertura hospitalaria, incluso si del poema me llega la imprecación. Gran parte de la mejor poesía de las últimas décadas habla una vez y otra de nuestra finitud inexorable, invitándonos al gozo de esa misteriosa maravilla que es el existir. ¿Cómo no tener confianza en ese poetizar que mantiene el enigma ante nosotros?
Le agradeceré que elija un poema suyo y comente qué representa en su trabajo, y qué ha descubierto de su propia poesía en ese texto.
Ha habido momentos de giro en mi escritura poética, y en cada uno de ellos hay un poema o un grupo de poemas en que vería la concreción de ese giro. Ante todo, hay seis poemas largos que expresan para mí esos momentos: «In partibus infidelium» de Del avatar, el poema unitario que es el libro Los amantes de Sumpa, «Final» de Inventando a Lennon, el conjunto titulado Ópera, el poema «La ofrenda del cerezo» del libro de título homónimo y «Topología» de La casa del furor. Pero quizás un poema de En los labios / la celada sea el que defina de mejor manera mi comprensión del poema, de la poesía y del arte, pues es también un homenaje al pintor renacentista Sandro Botticelli. Se trata del poema titulado «Cacería».