Diego Cifuentes y el Diablo

Prólogo al libro de fotografías de Diego Cifuentes,
Quito, Trama Editores, marzo de 2023.

Una sucesión de imágenes desconcertantes que provienen de la fiesta religiosa andina y se trasmutan en escenarios de un teatro donde los personajes se enmascaran, se tornan espectros, no trágicos sino más bien dotados de una comicidad empapada de absurdo, de insólita transgresión… Un teatro de situaciones que por momentos parecen insertarse dentro de un ritual religioso, aunque de inmediato la mueca, el sarcasmo, y aun la blasfemia rompen la solemnidad de la ceremonia… Miradas una detrás de otra, lo que desde luego no conlleva establecer un ordenamiento, ni siquiera cronológico o espacial, las fotografías parecen narrarnos el juego festivo que se repite demoníacamente en los linderos de lo sagrado. La repetición se da a través de la constante invención de gestos y semblantes irreverentes, de las fisonomías que aparecen en las caretas, de la disposición discorde de los objetos, de la iconografía sagrada en contraste con el cruce de un perro o una figura humana que parece huir. El espacio donde ocurren estas escenas es a menudo sombrío, un muro, una pared, un tejado o unas escaleras corroídos por el paso del tiempo, un cielo nublado. Aunque no todas las fotografías provienen del encuentro del fotógrafo con la fiesta religiosa andina, las cualidades indicadas las podemos encontrar también en otras tomadas durante la cuarentena y los meses posteriores de restricciones durante la pandemia del covid-19.

Como bien se sabe, la fiesta religiosa popular tiene las características del carnaval, incluso de las saturnales. Es tiempo dedicado a la transgresión, a la inversión de las normas y de las posiciones que ocupan los individuos en la organización social. La fiesta interrumpe el tiempo del trabajo, suspende los buenos propósitos de los sujetos, anula por unos días las estrategias de dominio o de supervivencia, las tácticas para moverse dentro del orden social, las estrategias de supervivencia. Suspende las jerarquías del orden social y por un breve lapso de tiempo restituye cierta forma de comunidad. Este tiempo dedicado a la transgresión y a la inversión de las normas es, también, una válvula de escape a las tensiones colectivas, es un retorno a un tiempo “originario”, a cierto caos que renovaría la vida social. Es en este ámbito donde emergen aspectos que nos fascinan por el despliegue de la vitalidad, de la capacidad de invención, por los instantes de júbilo que provienen de los momentos de libertad conquistada por los sujetos, por la proximidad comunitaria, incluso por los dislates, por la desmesura, la irreverencia, por la dosis de locura que se exhibe.

Sostiene Diego Cifuentes que en las fiestas andinas habría más de diabólico que de demoníaco. Lo diabólico entrañaría un ímpetu disruptivo radical, no solo de suspensión de la normalidad reguladora de los órdenes sociales, sino que posibilitaría un retorno multifacético de la vida reprimida, un retorno de lo instintivo, de la irracionalidad que se vierte sobre las formas que adquieren los símbolos durante la vida cotidiana rutinaria o incluso a la dimensión religiosa convencional. Así, ante un cuadro de evidente contenido religioso católico, donde priman las imágenes de un santo con las manos juntas en posición de oración y una serie de figuras femeninas en expresión de lamento, de dolor, aparece un hombre negro, o una máscara que lo disfraza de negro, no lo sabemos bien, en un gesto de grotesca imitación del grito de dolor. Se burla del dolor que expone una imagen sagrada. O una máscara exhibe una risa malévola, una máscara que porta un hombre que nos dirige una mirada sarcástica, un hombre cuya frente está cubierta de manchas y arrugas, delante de una imagen de la Dolorosa, el rostro doliente pero límpido, el corazón atravesado por los puñales… O unas tijeras que parecen caer desde un brazo que no sabemos si es de carne o de madera sobre el cuello de una escultura, posiblemente de una santa, y al fondo unas rejas. Anotemos, de paso, que el catolicismo se ha expandido a lo largo del tiempo incorporando mitos paganos a su propia mitología, superponiendo sus santos, héroes, mártires y demonios a los personajes míticos paganos de las culturas que ha colonizado. Pero en el sincretismo resultante, ese fondo pagano coexiste con el cristianismo en la vida religiosa cotidiana, y más aún en los días dedicados a la fiesta religiosa.

El diablo, en la tradición popular, aparece como el personaje que incentiva la liberación de la sensualidad, del juego, de la farra, de la risa. Incita al dispendio, al exceso. Exceso, farra, liberación de la sensualidad, es decir, pecado. Por su parte, el orden que imponen la religión, el Estado o la sociedad civil, constriñe la existencia humana dentro de la rutina del trabajo, del esfuerzo, de la productividad y la acumulación. De ahí que se junten las normas religiosas, las leyes estatales y la corrección política, que se persiga con igual insistencia las transgresiones, o que se las disuelva en acciones permitidas dentro de los márgenes establecidos por la normalidad. Pero la dimensión demoníaca de la vida, o diabólica como sostiene Cifuentes, aflora en manifestaciones constantes, que de inmediato son reprimidas, confesadas o penalizadas. Mas, en la fiesta religiosa popular, por unos días, por unas horas, lo demoníaco impone su tiempo, su desorden, su impulso destructivo, sus ritmos de risa, de embriaguez, de sarcasmo. El demonio, o más concretamente el Diablo, como sostiene Cifuentes, emerge como un aspecto de lo sagrado, algo que parece pertenecer a su esencia y que debe ser constantemente reprimido. Hay una necesidad, en el fondo de lo humano, de este impulso liberador, que ciertamente se vincula con el mal, con la violencia, pero también y sobre todo con la vida, con el sustento material, orgánico, de la vida humana. No obstante, este fondo de lo humano es lo que la sociedad moderna, y más todavía la “posmoderna”, para referirnos a nuestros días, trata de controlar, de encauzar, ya sea en el productivismo o ya sea en el consumismo desaforados. Y también en otras formas del mal y de violencia, terriblemente destructivas. De ahí que se intente borrar de manera absoluta la fiesta, este ámbito de desafuero colectivo, sea con la represión abierta, sea a través de las prohibiciones que se establecen en las sociedades regidas por fundamentalismos religiosos, sea a través del control policíaco, del encierro cuartelario, sea a través del sometimiento a los aparatos de telecomunicación y las redes sociales, sea a través del encierro ―en casa o en la oficina o en la fábrica― durante el tiempo de trabajo, o sea incluso a través de la concentración festiva, pero controlada, en un estadio o en una explanada para un concierto. La fiesta se sustituye por el espectáculo regulado tecnológica y financieramente. Los impulsos de liberación son controlados, y cualquier desliz deriva ya no solo en pecado sino en delito. Y, sin embargo, siempre queda ese fondo vital como aliento de continuidad, aún más, de renovación de la existencia.

En ese ámbito fronterizo de la vida se encuentran, se juntan y chocan los impulsos de renovación y de aniquilación, las fuerzas que procuran la continuidad de la existencia, el conatus, y las que la amenazan, que llevan el riesgo hasta el límite, la muerte. Eros y Tánatos. La risa estalla en ese ámbito, la risa que emana del trastorno que amenaza con arrasar todo el orden dado a la existencia humana, que causa desconcierto, angustia; la risa, mezcla de alegría, de desenfreno, y de temor ante el desastre, ante la muerte. Alegría desbordada, y a la vez, angustia, pánico. Pero este pánico se torna mueca, gesto paródico, descompone el cuerpo que aparece convertido en monstruo o guiñapo. Se encubre en la máscara. Es por ello, el ámbito de lo siniestro. Es verdad, asimismo, que el tiempo de la fiesta, del exceso, de la transgresión, concluye en la vuelta al orden rutinario de la vida, de los sujetos y de las sociedades. El caos da paso al orden, la transgresión deriva en la renovación de la normalidad.

El demonio, o el diablo, siempre anda cerca. Se dice que el diablo está en los detalles, y así es, no necesita siquiera esconderse demasiado, su lugar no está únicamente en la oscuridad, sino que aparece en la penumbra o también fulgurante, a plena luz. Siempre anda cerca, en la mirada lasciva o en el «pecado de pensamiento» que escapa a la sanción de la ley, en el disfrute goloso, en la embriaguez donada por el alcohol o por un hongo alucinógeno, en la pereza contestataria de las exigencias del productivismo, o en el arrebato de ira o de risa ante las afrentas; en fin, en la rebeldía. Lo demoníaco deriva en la profanación. Opera sobre los símbolos sagrados, sobre las imágenes religiosas, para reducirlos, para convertirlos en objetos despojados de su hálito simbólico. Incorpora esos símbolos, esas imágenes, a la fiesta, como otros elementos de la escenografía. Pero también en otro sentido la profanación deviene en la puerta de retorno a la vida rutinaria, a lo profano. 

Lo que Diego Cifuentes se ha propuesto durante algunos años es seguir los chaquiñanes de esa desmesura, de esa irreverencia, de esa locura y alegría, que persiste pese a todo en la fiesta popular. Ahora bien, es preciso observar que puede haber dos maneras diferentes de aproximación como fotógrafo a ese ámbito de vitalidad colectiva. Dejamos de lado, por razones obvias, la fotografía del visitante que asiste a una fiesta dentro de cualquier programada visita turística a una escena folklórica, y más aún a la seudo aproximación de los selfis. Tal fotografía carece de significación, más allá de un registro intrascendente para la memoria del «fotógrafo» ―lo hacemos hoy seguramente la mayoría de los seres humanos, más o menos diariamente, con las cámaras de los teléfonos inteligentes y artefactos semejantes―, pero en realidad la imagen está completamente determinada por el aparato, por su estructura. Apenas tienen importancia en tal proceso fotográfico el ojo y la mano del fotógrafo. La primera de las dos modalidades de aproximación que nos interesan son la del fotógrafo-antropólogo y la del fotógrafo-artista. En el fotógrafo-antropólogo es decisivo el punto de vista desde el que se observa el acontecimiento cultural que tiene ante sí: importa enmarcar ese suceso, colocarlo en un contexto que lo inserte dentro de un proceso de comprensión que es externo a la fotografía misma, pues está determinado por el discurso teórico y el método de trabajo etnográfico, por la descripción, el análisis, la explicación. La fotografía, en este caso, sirve como dato, como documento; su función es testimonial, está para servir de nexo entre el referente, lo fotografiado, y la explicación etnográfica. Otra es la actitud del fotógrafo-artista, aun si no desdeña aproximarse al conocimiento etnográfico, de servirse de él. Y esta es, sin duda, la actitud de Cifuentes.

Una fotografía artística, como toda obra de arte, es mucho más que aquello que pueda aportar su descripción. No es mero documento, no se restringe a ser testimonio, no se somete a la exterioridad de un método que sirva para explicar un suceso, y tampoco se subordina a su referente. Se requiere verla, detenerse en un recorrido que se fije en los detalles, en los campos de luz y sombra, del blanco al negro, de gris. Una fotografía, a semejanza de un cuadro, es una superficie, pero en ese plano vemos, creemos ver, lo que está en el espacio tridimensional, aquel en que se dan nuestras existencias. Mas el fotógrafo, aunque sujeto a la determinación del artefacto, a las posibilidades que dependen de la cámara, mediante los encuadres, las resoluciones de la luz y la sombra, crea una imagen del espacio que recobra lo que escapa de la visión cotidiana, o incluso de lo que aparece en primer plano en la fiesta. Cifuentes capta lo que no se ve, lo que estando ahí pasa desapercibido: un objeto, un gesto, el sentido desconcertante de un rostro o una máscara, lo insólito en la disposición de los objetos y, entre ellos, el fantasma de lo demoníaco en el rostro de una figura humana. No solamente vemos esos personajes cómicos o siniestros, ni solamente los encontramos en un escenario absurdo, sino que junto a la risa que quizás nos provocan, sentimos un sacudimiento ―se nos pone la piel de gallina―, digamos que nos generan un sacudimiento espiritual: ¿de qué nos estamos riendo?, ¿a qué alude esa comicidad demoníaca? Hemos perdido quizás, en la existencia cotidiana, desde hace tiempo, este sentido de lo sagrado, de los linderos de lo sagrado con el absurdo. Seguramente permanece este sentido como restos en medio del ambiente profano dominante, marcado por la rutina de las sociedades urbanas posmodernas, por los ritmos del productivismo, del marketing, del espectáculo, de las redes sociales. Mas, de pronto, reaparecen esos restos ante nosotros. Nuestra experiencia del mal extremo está marcada por las catástrofes de nuestra época, por las guerras y los genocidios, por la destrucción de formas de vida en el planeta que se producen mediante artefactos tecnológicos sofisticados. No obstante, hay momentos y lugares donde se escenifica el mal o la burla de lo sagrado en una transgresión de las normas, pero que parecen acontecer en otro tiempo. Un ámbito marginal del mundo al que han ido a parar objetos o símbolos que pertenecen a la vida cotidiana de nuestros días, como la máscara de un Joker que lleva al extremo la descomposición del rostro y de la risa, o unas sillas de plástico junto a la mesa sobre la que se ha colocado lo que parecen ser unos monstruosos crustáceos, y delante un personaje cuyo torso es un demonio, o la cabeza de un muñeco de plástico tirada sobre la arena, cuya mirada recuerda aquella de los muñecos siniestros de algunas películas de terror. En otra fotografía, un muñeco semejante aparece en brazos de un hombre-felino que parece blandir un látigo. De esta manera, Hollywood también penetra en los intersticios de la fiesta popular, pero la evocación de algunos de los personajes de películas conocidas los torna ridículos fantoches.

La pandemia del covid-19 obligó, dentro de las medidas tomadas por el Estado y los organismos internacionales de salud, al uso de mascarillas. El aislamiento, el encierro durante algunas semanas de cuarentena, las restricciones de movimiento, como se ha reiterado, tuvieron efectos psicológicos complejos en buena parte de la población. No obstante, también desde el miedo provocado por la pandemia y por los propios mecanismos de control surgieron pequeños actos dirigidos a invertir ese miedo y convertirlo en comedia. Una de ellas, sin duda, fue la invención de máscaras protectoras. El fotógrafo tenía que estar presto para captar esas manifestaciones demoníacas. El diablo siempre está en los detalles, en esa zona de grises entre lo blanco y lo negro. Junto a esa figura espectral, siguiéndolo por los recovecos, entre junturas de luz y sombra, se mueve el artista. Siempre explorando las posibilidades que entrañan los artefactos, la cámara, el laboratorio. El artista: la intuición, el ojo que capta lo insólito, la percepción educada por la experiencia, las manos diestras en la operación de la cámara, el pensamiento veloz que define el punto de vista, la inteligencia del trabajo en el laboratorio, la voluntad, la rebeldía. El artista, Diego Cifuentes.