Se sostiene que en democracia las decisiones que atañen a la polis —la ciudad, el estado― o a la sociedad, se basan en la libre deliberación de los ciudadanos, en la libertad para exponer de modo público los asuntos de la comunidad o para examinar sus conflictos internos o externos, las amenazas que se ciernen sobre su seguridad, o sus oportunidades de afianzamiento o expansión, o para analizar distintas alternativas y sus posibles efectos. Tal libertad de exposición, análisis y proposición de alternativas descansaría en la racionalidad inherente a la deliberación. Sin embargo, no todos poseen razón suficiente para adquirir el derecho de ciudadanía. No hay, no ha habido democracia «realmente existente» que carezca de leyes de inclusión, y por tanto de exclusión de la ciudadanía, se trate de las mujeres, los menores de edad, los extranjeros, los indígenas, los analfabetos, los presos o los que carecen de rentas… Igualmente, se estipulan las condiciones para elegir o participar en convocatorias plebiscitarias, y para ser elegidos. Hay de hecho criterios que regulan la posibilidad de ser elegidos como mandatarios o representantes que son altamente excluyentes: apariencia física, color de la piel, vestimenta… la apariencia de los candidatos o los elegidos es motivo de minuciosos trabajos de maquillaje e incluso de disfraz.
La ley que determina la inclusión en la ciudadanía y la exclusión es apenas un componente, decisivo pero no el único, del régimen de libertad que tienen los sujetos. En las democracias liberales modernas se declara que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que todos gozan de los mismos derechos y tienen semejantes obligaciones políticas, que todos pueden ejercer su derecho a la libertad de pensamiento, de palabra, y por tanto su derecho a exponer sus posiciones respecto de los asuntos colectivos. Tal declaración entraña el supuesto de la igualdad de los ciudadanos en tanto sujetos que harían uso de la razón en las deliberaciones y en la toma de decisiones.
Ese supuesto de igualdad, que está en la base de las constituciones de las democracias liberales, oculta no obstante la esencial desigualdad de los sujetos en las sociedades ―en las occidentales desde luego, y no se diga en las que no lo son o pretenden no serlo: desigualdades de clases, de castas, de sexos, de géneros, étnicas; desigualdades económicas, de ubicación de los sujetos en las estructuras de poder de las instituciones. La supuesta igualdad de base, que proclama que todos los seres humanos están en capacidad de hacer uso de la razón y del lenguaje para analizar los problemas colectivos y de proponer y tomar decisiones, queda subsumido en primera instancia bajo las efectivas relaciones de poder económico, social, político, jurídico o cultural.
La libre deliberación, como sabían bien los atenienses —los sofistas, Sócrates, Platón o Aristóteles—, tiene que ver con usos del lenguaje que no solamente apelan a la intelección y análisis racional de una situación dada, sino que se dirigen también o sobre todo a los afectos o las pasiones, a los prejuicios y las emociones de los sujetos. Las posiciones que asumen estos en los debates no tienen que ver tanto con la razón como con los sentimientos, los prejuicios o las emociones. No es la lógica de los argumentos sino la retórica la que rige el debate. Retórica que apela a los deseos, a los anhelos de mayor seguridad, de prosperidad material, o de superación de formas despóticas, de opresión o explotación. En estos componentes emocionales enraízan las ilusiones colectivas, los mesianismos y las utopías.
¿Cuál discurso alcanza mayor adhesión entre la multitud, aquel del analista racional o aquel del demagogo? ¿Quién tiene mayor poder de persuasión, el que tiene consigo las armas o el inerme que en medio del conflicto apela a la paz y la concordia? ¿El que promete el paraíso o el que intenta desplegar ante la multitud el haz de luces y sombras de la realidad?
Se ha puesto de moda en nuestros días hablar de una situación supuestamente nueva que afectaría a la deliberación y la libre decisión: la «posverdad», esto es, la reiteración de mentiras evidentes que circulan vertiginosamente por las redes sociales. El rumor, la mentira, la desinformación han sido siempre instrumentos de la política: promueven acciones, permiten conducir pueblos o masas hacia objetivos que persiguen los caudillos, los poderosos, los jefes rebeldes, los revolucionarios. No es precisamente con la verdad que los demagogos suman voluntades o consiguen aliados. Cambian a lo largo de la historia los medios a través de los que circulan rumores, mentiras, falacias, o medias verdades. En varios países hispanoamericanos se llamaba «radio bemba» al rumor que corría a viva voz por las plazas, las calles, los mercados, y que podía motivar o rebeliones o violentas represiones. En Rumania se levantó la multitud para acabar con el oprobioso régimen de Ceaucescu a partir de una noticia evidentemente falsa: que se había descubierto una fosa común con más de 4.000 cadáveres de víctimas de la dictadura. La prueba que se exhibió, como se demostró más tarde, era una fotografía de unos cuantos esqueletos de unas tumbas de un cementerio aldeano. Un simulacro puede servir para mover sociedades enteras hacia la revuelta, hacia la guerra, hacia el exterminio, o para provocar oleadas de pavor en las poblaciones. Un prejuicio que cale hondo hasta convertirse en dogma puede despertar pasiones criminales, incluso suicidas, como acontece con los fanáticos de sectas o religiones fundamentalistas o agrupaciones políticas xenófobas o nacionalistas.
¿Tiene sentido condenar a los medios o canales con los que se cuenta para la interacción comunicativa, a la palabra que circula en plazas o mercados o tabernas, al periódico, la radio, la televisión o el cine, o a las redes sociales? La cuestión en verdad compleja de nuestro tiempo tiene que ver más bien con la masa de información y de propaganda que afecta a los sujetos, a la capacidad de estos para ponderar la veracidad o falsedad de los mensajes, es decir, nuevamente, a la racionalidad con la que los sujetos confrontan las informaciones. No obstante, es evidente que cuando existe mayor posibilidad de ampliar la deliberación, de exponer argumentos, de analizar públicamente las informaciones, es mayor la posibilidad de una interacción democrática. Los regímenes autoritarios, al censurar los flujos de información, al controlar los canales de interlocución, ciertamente coartan el uso de la razón en las deliberaciones.
Cuando se postula que puede haber deliberaciones racionales en las que pongan entre paréntesis los prejuicios y las pasiones de los sujetos, o que pueden equilibrarse entre sí los poderes disímiles que estos disponen cuando se confrontan a fin de tomar decisiones que no se sustenten en estrategias de dominio o de fuerza, se sueña con sociedades de ángeles. Por el contrario, la pesadilla de que las opciones que toman las colectividades terminen en decisiones catastróficas, tiene fundamento en el predominio de los aspectos irracionales, los cuales a partir de supersticiones y prejuicios compartidos configuran lo que suele entenderse por «sentido común». De ahí que la crítica o, si se prefiere, la deconstrucción de sistemas de creencias, de convicciones colectivas ―tales como los patriotismos, los nacionalismos, las morales laicas o religiosas― sean una necesidad de la acción política que se dirige hacia la apertura democrática. Sin embargo, habría que exigir o procurar que toda perspectiva crítica ponga sus propios presupuestos en debate, que coloque bajo examen sus componentes afectivos, pasionales y argumentales, y por tanto retóricos, es decir, los recursos semióticos orientados a persuadir y convencer, en el flujo abierto de la deliberación.
A partir de lo expuesto se pueden comprender los límites tanto de las democracias liberales como de las democracias plebiscitarias, cuyas crisis corren parejas desde ya muchos decenios. Si la elección de representantes ―mandatarios o diputados― depende de simulaciones, de ofertas publicitarias que replican los juegos de mercado, de mecanismos que combinan consultas sobre los estados anímicos de las poblaciones con el marketing, la democracia liberal impide su supuesto fundamento, la deliberación razonante. De otra parte, la invocación de la democracia plebiscitaria a la «voluntad popular» parte de otro presupuesto falaz: la existencia de un «pueblo» cuyo destino político, y por consiguiente histórico, depende de su unidad e identidad, y por tanto de la supresión de las distinciones y diferencias que existen en el conjunto social. Más aún, la voluntad y la voz del caudillo o de un grupo oligárquico ―en sentido estricto del término: gobierno de pocos, un grupo económico privilegiado, una camarilla, el buró de un partido político― se presentan como la «voluntad popular» y suplantan al «pueblo». Las motivaciones de la masa que vota en los plebiscitos o en referendos o consultas poco tienen que ver con las decisiones que están en juego. La decisión se delega finalmente en el caudillo o en el grupo oligárquico, con base en la confianza, en la fe que en ellos deposita la masa.
Tampoco contribuyen a elevar la racionalidad dentro de la política las recomendaciones de los expertos. Es una superstición moderna creer que los expertos ―tecnoburocracia, think tanks― proponen opciones con base en el mero cálculo racional. Se prejuzga que los expertos pueden adquirir una sólida masa de informaciones y calcular las probabilidades de éxito o fracaso entre distintas opciones que estarían en juego. La democracia se suspende de hecho para dar lugar a la intervención de los expertos sobre quienes tienen en sus manos las decisiones. Pero los expertos, al igual que la masa, sustentan sus propuestas en prejuicios, intereses, posiciones en las estructuras del poder político o económico (por caso, su vínculo con corporaciones), incluidas las instituciones del saber. El cálculo de probabilidades se combina ciertamente con prejuicios e interés.
La política surge de la desigualdad existente en el interior de las sociedades, de los conflictos internos y externos de la polis, y de la necesidad de instituir, mantener, reformar o transformar las estructuras del poder. No hay polis ni política sin conflicto, sin lucha de intereses, sin confrontación de fines. Es necio suponer que existiría acuerdo entre los grupos o sujetos de una sociedad sobre el sentido que tiene la buena vida o cualquier tipo de utopía o «proyecto». No hay política sin lucha por controlar los poderes sociales, por la seguridad o la sobrevivencia del orden social, por la expansión, por el dominio, y sin lucha también por corroer esos poderes, modificarlos, liquidarlos. Las estrategias y tácticas exponen los juegos de las fuerzas que se enfrentan, sus objetivos, sus intereses. Fuerzas que se acumulan en alianzas, que se dividen en el enfrentamiento, que cambian de posición: relaciones de amistad y enemistad. La democracia no puede ser ajena a esa condición de la política.
Los consensos, bajo estas consideraciones, son acuerdos que provienen de negociaciones entre adversarios o aliados, y que se toman con base en las fuerzas acumuladas en un momento dado. Se exige o se cede en relación con la fuerza. A partir de estas composiciones de fuerzas se organizan los vínculos sociales, se constituyen los conglomerados políticos, los estados, los pueblos. Los consensos son necesariamente circunstanciales. Con el paso del tiempo, al cambiar las composiciones de fuerzas también se modifican los conflictos, y se ponen en cuestión los acuerdos, incluidas la constitución de regímenes políticos, de leyes, de estados. Ese es el materialismo que subyace en la política, más allá de las «declaraciones de principios», los «programas», las supuestas definiciones ideológicas o las promesas de paraísos.
Cabe, no obstante, reivindicar el derecho a la disensión desde otra posición. La democracia puede ser asumida no como una forma de organización política ―o, lo que es lo mismo, de organización del poder político― sino como permanente posibilidad de transformación del orden social, que tiene su sustento material en la inherente incompletitud del animal humano, en la posibilidad de metamorfosis, de alterar las formas dadas de sociabilidad, de cambiar el mundo. Desde esta capacidad para poner en cuestión lo dado, la intervención crítica dentro de la polis se dirige a la deconstrucción de los presupuestos en que sustentan los acuerdos y las diferencias existentes, y para ello tiene que impugnar las regulaciones que rigen el orden de la deliberación y del consenso. Podría entenderse, por tanto, que la apertura democrática, desde esta perspectiva, es una disensión que pretende un nuevo orden deliberativo, en que se fijen nuevas condiciones de participación, de interlocución y decisión, e incluso de definición de la ciudadanía. Tal disensión tiene que apelar necesariamente al uso de la razón, no solo al análisis y al cálculo de probabilidades, sino a la comprensión de la actualidad, de la circunstancia histórica y de sus posibilidades de modificación, incluida la modificación de los afectos y las emociones prevalecientes en la multitud. La disensión implica un combate en torno al sentido, por la modificación de expectativas y valores, una lucha por la verdad, por la apropiación colectiva del conocimiento, de los saberes.
Tal vez por ello no cabría postular ni un pesimismo de la inteligencia ni un optimismo de la voluntad: no hay manera de que la racionalidad supere a las pasiones, pero al mismo tiempo no hay manera de abandonar el uso de la razón. De las mismas entrañas de las multitudes que son arrastradas por los afectos a guerras sanguinarias, a etnocidios o absurdos sacrificios, surgen a la vez las demandas de igualdad o de libertad, los impulsos de lucha contra los despotismos y las tiranías. Y es a partir de estos impulsos afectivos o pasionales que se torna siempre urgente el uso de la razón, esto es, la libertad del pensamiento.
[Publicado originalmente en la revista Trashumante, Nº2]