Contemplación de fragmentos (1ª parte)

I

Plaza de la Constitución de la ciudad de México, o Zócalo, como diría cualquier habitante de la ciudad: quien ha sido arrojado desde la boca del subterráneo, expulsado por la masa de aire enrarecido que respiran miríadas de seres humanos que se desplazan por el vientre de la ciudad, se sobrecoge ante esa superficie imponente de la plaza a la que arriba. En su entorno, el Palacio Nacional, que fue sede de gobierno del Virreinato de la Nueva España y luego del gobierno mexicano, y que aún hoy —aunque desplazado como residencia presidencial por Los Pinos, situado en el bosque de Chapultepec— conserva su función administrativa y ceremonial; la Catedral Metropolitana, símbolo del poder de la iglesia católica; en los otros costados, edificios que provienen del esplendor del Virreinato, de la magnificencia barroca y de los cambios estilísticos o funcionales, como los grandes hoteles y las vitrinas de las joyerías. En ellos, pueden verse los conceptos arquitectónicos y los efectos de las técnicas constructivas que se han sucedido durante siglos. Abajo, en el subsuelo, la estación Zócalo del metro, que exhibe en un hall subterráneo información sobre la historia de la Plaza de la Constitución y su entorno. Hacia una esquina, el Museo del Templo Mayor, la memoria de la grandeza de Tenochtitlán, la capital de los mexicas, donde se exhiben in situ algunos magníficos restos arqueológicos del esplendor del imperio de Moctezuma, y con ellos, restos de los rituales del poder, incluidos los sacrificios de las víctimas humanas arrebatadas a los pueblos vencidos. Huellas son de una estética al servicio del dominio.

Los conquistadores españoles tenían que asentar su poder sobre la destrucción de los símbolos del poder antecedente de los aztecas. Como en otras partes, la catedral católica tenía que levantarse sobre las ruinas del templo mayor de los derrotados —solo en Córdoba tuvieron que construir la catedral en el interior de ese bosque de columnas que parece extenderse al infinito, que es la grandiosa mezquita— y sobre la laguna que se iría secando en los siglos sucesivos. Por allí hay quienes dicen que la Catedral se hunde milímetro a milímetro, dada la inconsistencia del suelo… Aún hoy podemos advertir en las piedras que quedan en el museo del Templo Mayor los rastros de la sangre vertida por las víctimas de los sacrificios rituales de los mexicas. La catedral, a su turno, se erigió sobre la sangre de hombres y mujeres del pueblo de Moctezuma y Cuauhtémoc asesinados por Pedro de Alvarado y sus soldados. Alvarado, aquel que en su desbocada ambición treparía más tarde el Chimborazo con un puñado de aventureros para arribar con retardo a las orillas de la laguna de Colta, donde su competidor Diego de Almagro se había inventado unas horas antes la villa de Santiago de Quito. Fueron los descendientes de los mexicas y otros pueblos indígenas quienes durante el dominio colonial levantaron el esplendor barroco de la capital de la Nueva España. Sobre las ruinas del palacio de Moctezuma habría construido Cortés su casa; luego, sobre esta, se edificaría el palacio de los virreyes que posteriormente devendría vivienda u oficina de los presidentes republicanos, es decir, lugar de decisiones, de intrigas, de conciliábulos, de conspiraciones y traiciones… Sobre la casa de la Malinche se construiría luego el edificio del gobierno de la ciudad. Y por último, se invitaría ya en el siglo pasado a uno de los grandes pintores mexicanos, cuyo nombre se asocia con las vanguardias no solo artísticas sino también políticas, Diego Rivera, a que despliegue en los murales del Palacio Nacional su interpretación de la historia mexicana, desde la reivindicación del pasado indígena hasta la revolución de inicios del siglo XX. De alguna manera, los murales de Rivera sintetizan la apropiación del pasado por parte del Estado surgido de la revolución. Sin embargo, la riqueza simbólica de los restos, la significación de cada fragmento, de cada piedra, desbordan cualquier intento de totalización de la memoria. Esta es compleja, contradictoria, plural. Llena de ruidos, de vacíos, de interrogaciones.

Los ruidos y la interrogación llegan desde los restos o desde la vida cotidiana actual, desde la actividad en la plaza y las calles circundantes, desde el bullicio de los comediantes que provienen de algunas comunidades indígenas actuales y simulan con sus danzas ser aztecas de la época de los sacrificios en el templo de Tenochtitlán, para asombrar a los turistas crédulos. Ruidos y voces que llegan desde el trajinar de los comerciantes de baratijas o de aquellos que un par de cuadras más allá levantan el griterío desde cada puerta anunciando lentes, teléfonos, zapatos, trajes de novia o de primera comunión, tacos o tortas o frutas, en medio de un entramado multicolor y un aire viciado. Esa agitación continuamente modifica lo monumental y se guarda en la memoria, más allá de los grandes episodios que son los que suelen registrar la historia política o las llamadas historias nacionales, en el devenir de esa modalidad espacio-temporal que es el hábitat de la vida humana, la ciudad.

II

Todos los caminos conducen a Roma. A los restos del antiguo imperio, a la capital del poderío papal, a la ciudad de Rossellini, de Passolini, de Fellini o de la Romana de Moravia. La industria turística moverá a través de sus redes los circuitos de los visitantes: el Coliseo, el Foro, la Fontana di Trevi, el Vaticano, con suerte, la capilla Sixtina… Muchedumbres de hombres y mujeres provenientes del mundo entero se abren espacio a codazos para sus selfies. El ojo no se detiene en las formas creadas por Miguel Ángel o Bernini, lo importante es el registro del instante del paso por la Sixtina o por delante de la Fontana. Roma concentra como ninguna otra ciudad esa exhibición monumental, museológica, en la cual el visitante se siente próximo a más de dos milenios de historia. Pareciera que cada piedra, cada ladrillo, cada rincón, estuviesen gritando o murmurando su lugar en esa historia multifacética, irreductible a ningún sentido unívoco. Sin embargo, hay lugares en Roma donde el flujo de los turistas desciende notablemente, como la iglesia de Santa María de la Victoria que guarda la obra excelsa del Bernini, El éxtasis de Santa Teresa, o como la basílica de San Clemente de Letrán.

Se ha dicho que la basílica de San Clemente debiera ser visitada al revés de su obligado recorrido, y es verdad: habría que ascender desde el subsuelo, desde su planta inferior, desde los restos de una edificación civil, una casa romana del siglo I d.C. que habría pertenecido al cónsul y mártir cristiano Tito Flavio Clemente, contemporáneo del otro Clemente, el papa al que está dedicada la basílica. Habría sido, por consiguiente, lugar de encuentros clandestinos de los primeros cristianos, romanos y otros que habrían llegado a la ciudad. Pero a un costado de la casa hay otros restos, que dan testimonio de otros rituales clandestinos, los de la religión mitraica, que hasta el siglo III d.C. ganó adeptos, especialmente entre los soldados que habían llegado desde el Asia Menor y las riberas del Mar Negro. Ahí se exhibe, en la penumbra del subsuelo, una estatuilla del dios iranio del gorro frigio, que sacrifica al toro por pedido del Sol. La religión mitraica rivalizaba entonces no tanto con el paganismo oficial del imperio, sino con el cristianismo y otros cultos que provenían de Oriente, especialmente el de Isis, originario de Egipto, y que según el historiador Robert Turcan ponían en evidencia el debilitamiento del paganismo y el ímpetu del monoteísmo que habría de imponerse luego. Monoteísmo, habría que señalar, más próximo a la monarquía imperial que el politeísmo pagano, como pondría en evidencia Constantino al consagrar al cristianismo como religión oficial del imperio. «Esta religión pura y vigorizante —escribe Turcan a propósito de la mitraica— rivalizó durante cierto tiempo con la fe cristiana (…) la iconografía autorizaba algunas comparaciones: se representaba a Mithra naciendo entre los pastores o haciendo brotar el agua milagrosa. Tertuliano dice que se ofrecía a los mistos “una imagen de la resurrección”. Sobre todo, los mithraístas sacralizaban el domingo y la oblación del pan. Mas al rechazar a las mujeres excluían a la mitad del género humano.» El historiador concluye que por esta razón no había realmente «peligro» de que el mundo se volviese mithraísta, y que habría sido más probable que el imperio se hubiese convertido a la religión de Isis antes que a la del dios iranio. Lo que aquí interesa destacar es que este espacio subterráneo, rescatado por el trabajo de arqueólogos y arquitectos, trae al presente la memoria de las prácticas religiosas de la época imperial, desde los tiempos de Augusto en adelante, prácticas y creencias vinculadas con las conquistas y los consiguientes flujos migratorios. Si Roma conquistó el Egipto ptolomeico, al retorno de las tropas hacia Roma para los grandes desfiles imperiales, Isis viajó con ellos. La religión de los vencidos se convertía de esta manera en la religión que practicarían centenares de legionarios. Algo semejante sucede con la religión de Mitra, que proviene de Irán y llega a Roma a través de las orillas del Mar Negro, desde aquellos lejanos confines del imperio donde estuvo deportado el poeta Publio Ovidio Nazón.

La planta intermedia corresponde a la basílica levantada sobre las ruinas de las construcciones del siglo I d.C., seguramente desde los siglos IV y V, y guarda fragmentos de unos cuantos frescos medievales que han podido ser recuperados en el último siglo y medio. Por ahí se encuentran sarcófagos y otros monumentos funerarios. Los restos de la basílica medieval dan testimonio del dominio espiritual alcanzado durante la Alta Edad Media por la Roma de Oriente, Constantinopla, ciudad levantada por Constantino sobre la antigua Bizancio de los griegos, y cuyos restos cobija hoy día Estambul. Esa basílica medieval habría sido lugar de coronación del papa Pascual II, luego de haber sido arrasada por los normandos de Roberto Guiscardo en el siglo XI. Y sobre sus ruinas iría levantándose la nueva basílica románica, la que hoy está a la altura de la plaza, en la cual también la sucesión temporal ha ido «cristalizándose». El mosaico del ábside de San Clemente seguramente se elaboró entre los siglos XII y XIII por todo un grupo de artistas-artesanos que trabajaron en él durante decenios, preparando los fragmentos del mural, juntándolos hasta alcanzar la perfección. Ante su magnificencia es imposible no sentir que se está en presencia de lo sublime. La impronta del arte medieval bizantino es evidente en esta magnífica interpretación de la historia de la Salvación, de la encarnación del Hijo de Dios y su sacrificio en la cruz, sacrificio que redimiría a la entera humanidad. El mural es la expresión de un complejo contenido teológico. Chesterton, en The Resurrection of Rome, dedica unas líneas al mosaico. En ese par de párrafos, Chesterton resume el contenido teológico del mosaico a la vez que apunta una aguda observación en la que contrasta la concreción artística alcanzada por los anónimos artesanos medievales con los anhelos vanguardistas de sus contemporáneos: «El ábside es una media cúpula dorada al modo usual, pero en lo alto desde una nube surge la mano de Dios sobre el crucifijo, no para meramente bendecirlo o fijarse en él, sino que pareciera empuñarlo como una espada para fijarlo en la tierra. En realidad, sin embargo, no se trata de una espada, porque su contacto no trae la muerte sino la vida; una vida que brota, que salta e irrumpe en el aire, de suerte que haya vida, y vida en abundancia. Es imposible decir mucho más sobre la fructífera violencia de tal efecto. (…) Esta antigua obra artística ha alcanzado realmente aquello que muchos experimentos futuristas o locas y atrabiliarias decoraciones han intentado: hacer un diagrama dinámico y expresar lo súbito en un diseño». En la cruz, en efecto, se apoya el árbol de la vida. Los símbolos religiosos se expresan en una exuberancia de formas vegetales y animales.

La capilla de Santa Catalina, o de Castiglione, por el cardenal que la encomendó, es obra de uno de los grandes artistas del gótico internacional de fines del siglo XIV e inicios del XV, Masolino, quien pudo haber contado con la colaboración de su discípulo Masaccio. En los frescos de la capilla se pueden advertir los inicios del uso de la perspectiva en la composición, que pronto pasaría a constituirse en cuestión central de la pintura renacentista. Y con ello, de una manera de ver el mundo. En otra capilla reposan los restos de Cirilo y Metodio que en el siglo IX crearon el alfabeto glagolítico para traducir la Biblia a fin de convertir a los pueblos eslavos.

En el lado opuesto al ábside una puerta de una de las fachadas conduce a una plaza, a cuyo costado está el monasterio, que fuera refugio de los dominicos expulsados de Irlanda en el siglo XVI. Los dominicos más tarde se encargarían de las investigaciones arqueológicas y de las sucesivas restauraciones de los siglos XIX y XX.

Es probable que en el convento todavía trabaje algún erudito de la orden de los predicadores, dedicado a la recuperación de algún texto medieval, o alguno que medite sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Afuera, frente a la placa conmemorativa de Cirilio y la invitación a sus hermanos para que prosigan en su obra de estudio y evangelización, no falta la/el turista que luego de recorrer en un par de minutos la basílica superior sale a la luz del día para tomarse la consabida selfie, que le ha sido negada en el interior. Más allá desfilan decenas de turistas hacia el Coliseo y el Foro o hacia algún restaurante en búsqueda de una porción de pizza…


[Publicado originalmente en la revista Trashumante, Nº3]